martes, 20 de febrero de 2024

Abre los ojos, Caperucita, de Bárbara de Merlo

 La autora, con una prosa ágil y resuelta, nos obsequia con esta versión contemporánea de Caperucita Roja, que, a partir de un desenlace fatal para la protagonista, nos mete de lleno en los bajos fondos de la condición humana-animal. Un cuento que refleja de manera certera el mundo urbano que estamos viviendo en la actualidad

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)


Recuerdo a la perfección Cudillero, el pueblo en el que pasé la infancia con mamá. Las casas de colores formaban un anfiteatro como si ninguna quisiera perderse cada día el amanecer y atardecer en el horizonte entre el cielo y el mar infinitos. Era un pueblo de cuento y mi vida también lo era viviendo con mamá en aquella pequeña casita amarilla en la que siempre había flores frescas, bizcocho de yogur y dibujos en la nevera.

Solía llover a menudo -daba igual que fuera primavera o verano-, en cualquier momento podía nublarse el cielo y pasar horas lloviendo. Entonces, sin duda el mejor plan o al menos el más divertido, era salir a saltar los charcos con botas de agua y chubasquero: el de mamá era amarillo a juego con el gorro de lluvia, el mío rojo con capucha; por eso mamá comenzó a llamarme Caperucita Roja y continuó haciéndolo hasta el fin de sus días. Nunca nada ha vuelto a ser igual desde que mamá me dejó, porque además tuve que mudarme a Madrid con la única familia que tenía y apenas conocía, que era mi abuela. Sin embargo, mis vecinos, que me habían visto crecer, siguieron adelante igualmente con su vida después del funeral de mamá.

La convivencia con mi abuela era sencilla, nunca interrumpía mis planes ni rebatía mis ideas o decisiones, únicamente me preguntaba por la razón de mis actos y parecía conformarse con una respuesta que siempre era la misma: recordar a mamá.

Me teñí el pelo de rojo en honor al apodo que ella me puso, me tatué su nombre y varios recuerdos de ella, dejé los estudios y me puse a trabajar en una cafetería para poder costear las drogas que me hacían sentirme cerca de ella...

Supongo que la abuela había aprendido a relativizar todo al máximo exponente para poder mantener en equilibrio cuerpo y alma, lo cual conseguía gracias a la meditación, el yoga, sus piedras de colores, a las que llama Chakras, y a sus plantas que son, según ella, medicinales en infusión. Cada una se relaja como quiere o puede.

En cuanto a mí, no estoy preparada para vivir en la gran ciudad, es un mundo de locos que nunca he entiendo ni quiero entender. En todas partes hay coches y personas mirando las pantallas de sus móviles, viven tan deprisa que ni se dan cuenta de la falta de vegetación viva o la existencia de tormentas de agua sucia debido a la contaminación. Es una ciudad totalmente impersonal y me niego a ser yo quien vaya  contracorriente. Cuanto menos sepan de mí, mejor. Me gusta mi vida, no soy feliz pero tampoco infeliz, simplemente vivo tranquila si nada ni nadie entorpece mi rutina. La única compañía que realmente echo de menos ya nunca más voy a tenerla, así que no me importa estar sola. 

Hoy, como cada día, contrarresto mi desgana por levantarme de la cama con una ducha de agua fría para luego, desayunar contemplando a la abuela hacer su saludo al sol. De camino al trabajo me fumo el primer porro y, una vez que llego al curro, me espera una larga y esclava jornada de atender a clientes, hacer cafés, asentir y sonreír, vaciar lavaplatos y limpiar mesas. Hay clientes habituales y gente de paso, pero entre todos ellos llama mi atención un joven de altura media, musculado, ojos y pelo negro azabache y una sonrisa irónica que deja a la vista su enorme ego y su minúscula o casi nula educación.

Me saluda al entrar llamándome caperucita, lo que hace que me esfuerce por servirle el peor café que soy capaz de hacer y lo ignore hasta que finalmente se despide llamándome pelirroja. No le doy más vueltas, ha asociado mi pelo a la niña del cuento con caperuza roja, tampoco hay que ser una lumbrera para llegar a esa conclusión y clientes desagradables abundan por desgracia.

Cansada, a pesar de los numerosos cafés que me sirvo mientras el jefe está en su mundo, vuelvo a casa acompañada de mi tercer porro del día, ya que el segundo se consume mientras mordisqueo con prisa un sándwich en el descanso. Por el camino son varias las ocasiones en las que miro hacia atrás sintiéndome observada. “Estás paranoica, eso, o bien esta mierda que fumas es buena”, te dices a ti misma. Aceleras el paso cuando notas las primeras gotas que caen del cielo avisando de la tormenta. Entonces metes la llave en la cerradura cuando lo ves reflejado en el cristal de la puerta del portal. Y te giras bruscamente comprobando que no hay nadie.

Subes a casa corriendo como si una fiera te persiguiera, y, una vez dentro, tratas de relajarte en la cocina intercambiando un par de palabras con la abuela. Más pronto que tarde te retiras a tu habitación, te pones el pijama y es cuando por fin te quedas tranquila inhalando tu pipa de agua y exhalando una ligera nube de heroína. Poco a poco se te cierran los ojos, dejas tu cuerpo en completa calma y te rindes a Morfeo.

Con los ojos cerrados te centras en el rítmico sonido de la lluvia, te dejas embriagar por el aroma a tierra mojada y sientes la fría pero agradable humedad en tu piel. De pronto escuchas la voz de mamá llamándote desde la calle, lo que hace que abras los ojos y de un brinco te asomes a la ventana y la busques desesperada. No está, hay muchas personas paseando a pesar del diluvio, pero ella no está entre ellas.

Lo que sí llama tu atención es un joven que se queda parado de golpe, mirándote desde la acera de enfrente. Es él, el chico que te llama Caperucita Roja y también pelirroja. Está inmóvil con sus ojos negros clavados en ti, ¿Qué coño quiere? Su camiseta blanca totalmente mojada deja traslucir el dibujo de un lobo enorme tatuado en su pecho. No puede ser, ¡es tu camello! Hace años que pillas en un local enano de Tetuán y allí está él, siempre sin camiseta luciendo su cuerpo escultural y su fiera de tinta negra. Cierras las cortinas y te apartas de la ventana. Tienes el corazón a punto de salir de tu pecho y empiezas a hiperventilar. Un fuerte golpe en el hall hace que te acerques justo en el momento en el que la puerta de casa comienza a tambalearse, a punto de caer. Cierras los ojos y te acurrucas en el suelo. Dejas de sentir el corazón, tu respiración... tu cuerpo no pesa y tu cerebro se centra en la imagen de aquel chico con esa fiera a punto de cobrar vida en su pecho que se abalanza sobre ti. En ese instante abres los ojos de golpe y agitada intentas apartar a todas las personas que te rodean y te observan, hablando entre ellos mientras te encuentras tumbada.

-¡No me comas, déjame en paz! -gritas.

-Cálmate, cariño, ellos sabrán cuidar de ti y te ayudarán –te dice la abuela con lágrimas en los ojos.

-¿Sabes dónde estás? ¿Cómo te llamas? –pregunta en tono suave una mujer de bata blanca depositando su mano lentamente en tu pecho agitado, tratando de trasmitirte calma.

-Caperucita Roja –acierto a decir todavía confundida.

-En este cuento estoy segura de que tú vas a poder derrotar al lobo -apunta la mujer vestida de blanco.

Esa noche volví a soñar con mamá y nuestra tranquila vida en Cudillero, donde no hay lobos y nunca tuve miedo, motivos suficientes para volver allí y reescribir el final del cuento.

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