lunes, 11 de julio de 2016

El hombre del piano

Ayer, en La Nueva Crónica, relato de mi alumna Carla López. 

Como en un buen relato de Rulfo, la joven narradora Carla López nos introduce en ambiente protocolario, falso, en el que reina la hipocresía. Todo ello contado a través de dos puntos de vista, el de un viejo pianista, que por instantes siente que su labor no tiene sentido, aunque la música pueda llegar a sanar el alma, y el de otro hombre, en apariencia más joven, que lo escucha con reverencia, acaso porque él será el encargado de sustituirlo en ese hotel teñido de color rojo.


El hombre del piano
Carla López

De todas las salas del enorme hotel, aquella era sin duda la más grande. Tranquilamente podría asegurarle que cabía un campo de fútbol allí dentro. Yo ya había tenido ocasión de trabajar en otros locales pero ninguno era como ese.

Del techo del salón colgaban tres grandes lámparas hechas de lágrimas de cristal que lanzaban destellos al reflejarse unas con otras.
Las paredes, sin ventanas, eran de rojo escarlata y le daban a la estancia un ambiente íntimo y acogedor. En ellas se apoyaban numerosas lámparas con una luz muy tenue.
El suelo estaba hecho de baldosas que formaban mosaicos de enormes flores rojas.
Decenas de mesas se colocaban de un modo perfecto para que sus comensales no pudiesen molestarse unos a otros. En ellas, los manteles eran de color marfil y las servilletas del color rojo de las paredes.
La cubertería siempre estaba perfectamente colocada, ni un centímetro más a la derecha, ni un centímetro más a la izquierda.
Nunca cambiaban los colores o la cubertería ya que, de haberlo hecho, le aseguro que no estarían acordes con la decoración del salón.
Por último y siempre en el mismo sitio, alejados de todos ellos, estaba yo con mi piano de cola, noche tras noche. Aquello terminaba siendo aburrido, ¿sabe? Incluso llegué a odiar la música durante una buena temporada. Seguro que entenderá usted lo que le digo cuando vaya a trabajar allí un tiempo.
Y luego está ese aire gris que hace que te pique la nariz mientras no te acostumbras. Ese aire que es una mezcla de tabaco, alcohol y colonia barata. Si pasas mucho tiempo ahí dentro prácticamente te olvidas de cómo es el aire puro.
Después de estas últimas reflexiones, aquel hombre echó una maldición mientras bebía un trago del whisky.
         Entonces, a las diez, siempre a esa hora, se abrían las puertas y entraban los invitados con sus trajes de gala y sus joyas siempre a la vista sin reparar siquiera en mi presencia.
Siempre hablan un rato entre ellos acerca de lo bien que les van las cosas entre risas falsas. Luego cada uno ocupa su mesa, ya saben cuál es su sitio pues ese es un lugar al que van a menudo. Los hombres, fingiendo falso protocolo, les ofrecen la silla a sus acompañantes, mientras éstas echan miradas lascivas a las mujeres que son más bellas que ellas. A su vez, ellas disimulan que no se dan cuenta de la situación y agradecen sutilmente el detalle de su galán.
A la vez que recordaba esas sensaciones, miró al cielo y a continuación agitó con cuidado los hielos de la bebida.
Se mire por donde se mire le digo que allí reina la hipocresía y el falso decoro. Aparento que no  entero de nada y simplemente me  dedico a tocar el piano; de modo que, lo quiera o no, me convierto en uno de ellos.
Cuando llegaba el primer plato, era el momento en el que empezaba a tocar. Entonces por instantes sólo estábamos Mozart y yo. Yo tocaba lo que él me escribía y poco a poco la sonata cobraba vida, mis dedos y las teclas se volvían uno solo y soñaba despierto con que era feliz y cumplía mis sueños. Sin embargo, en algún momento, en pleno clímax musical, alguien tosía o reía a carcajadas y me sacaba de mi dulce fantasía. Y yo tenía que aguantar las largas horas tocando sin apenas tomarme un descanso. Supongo que pensará que exagero, y no lo culpo, pero cuando yo era como usted venía con las mismas ilusiones. Llegué allí con mi título recién sacado debajo del brazo y con mil ganas de hacerles disfrutar a aquellas personas de mi música. No esperaba que al principio me dijesen algo, ya que suponía que habrían visto a muchos pianistas antes y seguro que mucho mejores que yo. Pero al poco tiempo me di cuenta de que las cosas no eran como parecían y aquellas sombras que venían cada noche jamás me dijeron una palabra amable, ¡qué digo una palabra amable! Jamás me dijeron algo y uno no se pasa media vida estudiando para que luego lo traten como a un trapo viejo. Pero yo seguí  yendo noche tras noche porque era mi única forma de ganarme la vida por muy poco dinero, porque los músicos siempre hemos estado infravalorados. Cuando terminaban el postre aquellos seres engreídos se levantaban y volvían a hablar entre ellos con total seguridad acerca de temas que apenas conocían.
El hombre apuró el vaso y se quedó mirando a la nada.
         Creo que pasé allí diez años tocando, aunque para mi fueron muchos más. ¡Iluso de mí, que pensaba que no podía encontrar algo mejor!
Los inviernos sucedían a los otoños para luego dejar paso a las primaveras, y yo siempre tenía los mismos espectadores y cada vez me costaba más evadirme de la realidad mientras tocaba. Acabé tocando con frustración y hasta casi con odio. En una ocasión escuché a uno, que decía ser médico, fanfarronearse de que él había sanado a cientos de personas, que sus manos habían curado a muchas familias y a mí me dieron ganas de gritarle que la música curaba el alma pero no lo hice porque para entonces, ni yo mismo lo creía. Cada año que pasaba aquella inmensa sala se me hacía cada vez más pequeña hasta llegar al punto de sentir que estaba en una ratonera.
Aquel hombre guardó silencio unos instantes. Luego me miró atentamente. Las arrugas marcaban en su cara la edad y todas las experiencias que un día había vivido. Un manto cristalino le cubría los ojos, quizás eran lágrimas a punto de brotar o quizás era el aire gris de aquella sala de la que hablaba que se le había metido en los ojos para evitarle ver de nuevo su pasado.
         ¡Cuánto ánimo tenía nada más empezar! Me pareció una suerte poder trabajar en un sitio así. A veces pienso que me lo tomaba demasiado a pecho y que tal vez me amargaba por tonterías pero verlos a ellos con sus aires de indiferencia fingiendo ser algo que no eran y que encima todo les fuera bien en la vida, era como si me clavasen una estaca en el corazón.
Déjame darte un consejo muchacho, trabaja en lo que realmente te guste, pero el día que deje de llenarte lo que haces y sientas que te estás convirtiendo en su esclavo, ese día déjalo, o las sombras terminarán por devorarte a ti también.
Acto seguido el hombre se levantó, me arrojó una última mirada de nostalgia,  y se fue silbando una de esas canciones que un día le dieron la vida y al mismo tiempo se la quitaron.

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