sábado, 9 de julio de 2016

Amasando cansancios

Amasando cansancios es el título de un relato de Laly del Blanco Tejerina, alumna de mis cursos de escritura. 
 Con voz poética y sensibilidad la autora de este relato nos invita a realizar un ascinante viaje a través del tiempo, que nos devuelve a otra época, la matria de la infancia, donde los recuerdos recobran una vida intensa.
Un relato que ahora ve la luz en La Nueva Crónica, lo que agradezco tanto a su creadora, que además ha ilustrado su historia, como al director de este periódico, el periodista y escritor David Rubio. Y a ti también, Sergio, por el pdf. 
Mañana toca nuevo relato.



Amasando cansancios
Laly del Blanco Tejerina
Desde un banco de piedra, a la puerta de mi casa, y bajo una destartalada galería, observo Las Muñecas, mi pueblo. Es tan pequeño que, con un giro de cabeza a derecha e izquierda, lo veo casi entero.

Apenas una docena de casas abrazadas por dos ríos tan pequeños que nunca merecieron un nombre y que, al terminar el pueblo, se juntan formando el Tuéjar,  que se va silencioso, sin decir ni adiós, buscando un mundo más grande.
Salgo por ese camino grisáceo, de hierba reseca y tierra que da a mi casa, pero a pocos metros algo me detiene: es el olor a pan, a calor, a dulce y salado… es la hornera. Un habitáculo de piedra sin valor ninguno y atiborrado de cachivaches, que un día fueron objetos útiles, y hoy, con la labor cumplida, descansan abrigados por un manto de polvo, telarañas y olvido.
Me encuentro un cesto roto, la piedra de afilar las guadañas,  unas madreñas, que aún conservan el barro reseco de algún camino…

Y allí esta ella: mi madre, inclinada sobre una enorme artesa, envuelta por un sutil polvillo blanco que envejece, aún más, su eterno pelo gris. Silenciosa… como siempre; amasando una mezcla hecha de harina, amor y cansancio; dando forma a las hogazas que, tras su paso por el horno, acabarán en un arcón donde reposaran unos días, no tantos como ella quisiera, porque nueve hijos son muchas hambres que saciar.
Me siento sobre un centenario y tosco escaño, que resiste en pie por la rudeza de sus tablas, y observo. La escena no puede ser más entrañable: allí se libra en silencio una batalla de sonidos, de olores y fatigas,  imposibles de percibir si no miras y escuchas con el alma.
Oigo el chasquido de una chispa, que me trae el olor a leña ardiendo y al pan que cuece lentamente. Una bocanada de humo azulado se escapa furtivamente del horno, parece pacifico, pero se transforma en jirones que me alcanzan y me abrasan la garganta y los ojos.
Oigo un quejido de madera, es el techo que reclama mi atención: unas vigas escondidas por la mugre de tantos años, encorvadas por el peso de la matanza, oliendo a salitre. Es entonces cuando entiendo el empeño por criar aquel cerdo maloliente y gruñón, que nunca llegué a comprender cómo, muriendo cada año en aquella macabra matanza, seguía estando allí, porque yo pensaba que era siempre el mismo cerdo.
Ahora siento el susurro de la harina que me devuelve a esa masa blanda y cariñosa, tan dolorida ya, como las manos que se empeñan en estrujarla y convertirla en pan.
En la esquina de la hornera se amontonan unas patatas rojizas y arrugadas, arrinconadas por unos travesaños. Me traen olor a tierra, a sudor de mi padre excavándolas, y oigo los gritos de media docena de hermanos, recogiéndolas en cestos,  que luego volcarán en el carro.
Dos viejas lecheras oxidadas me transportan a esa cuadra que huele a calor animal y a abono seco, mientras veo a mi padre ordeñando, sentado en un diminuto taburete, con la cabeza apoyada en la panza de Mimosa, la enorme vaca pinta. Esto me trae el olor y el sabor calentón de la leche recién ordeñada, a mi madre hirviéndola y sacando una gruesa capa de nata, destinada a las meriendas: las tostas de nata y azúcar que se quedaron grabadas en mi memoria.
Me despierta, al amanecer, un ruido lejano que, aunque es un sonido familiar, sigue asustándome: es Anselmo, el lechero, recogiendo en el río las zafras de leche y subiéndolas a su atronador camión.
Al lado de las lecheras, apoyados en la pared, unos sacos de trigo esconden olor a polvo y el dolor del trillo en las faenas agrícolas. Mirándolos, me llega el griterío de la gente en la era, capaz de convertir un agotador día de trilla en casi una romería: hombres sudorosos, niños saltando sobre los trillos, mujeres preparando gavillas, mientras otras organizan la comida colectiva a la orilla del rio, donde acaba todo el pueblo al medio día, a la sombra de las salgueras, dando tregua a sus cuerpos.
Colgado en la pared hay un candil, la única luz que ilumina a mi padre en la mina; esa tumba negra donde está enterrando su vida y cubriendo de carbón sus sueños, sin importarle, porque para él, Virginia y sus hijos son su única vida, y que no nos falte nada, su único sueño.
Ahora me huele a carbón y a tristeza.
Y así, sentada sobre este escaño, hipnotizada por tantos sonidos (que ya no suenan), por tantos olores (que ya no huelen), por el calor de fuego y de madre, y rodeada de tanto cansancio viejo, he hecho un viaje por el tiempo y he visto la dureza de unas vidas… a través de los objetos de una vieja hornera, que me devuelve, como si fuera hoy mismo, a aquellos años de infancia.



1 comentario:

  1. Qué maravilla encontrar en letra impresa este relato. Otra vez felicidades dobles: a ti Manuel por hacerlo posible y (cómo no?) a Laly por exaltar todos los sentidos con sus letras, sobre todo el olfato y el tacto.

    ResponderEliminar