La Alberca |
Esta fiesta de La Encina, como ocurriera el pasado año, anduve deambulando por tierras salmantinas. Y volví a visitar La Alberca, que sigue siendo la puerta de entrada hacia el paraíso de Las Batuecas y una posada de ánimas, en la que los guiris (y otras) se quedan flipados viendo a la moza de ánimas cómo toca la esquila y entona una plegaria por los difuntos y las almas del purgatorio, mientras un cerdo de pata negra se pasea, tranquilo y autista, entre la muchedumbre. Un espectáculo ciertamente surrealista, que entronca con la mejor cinematografía de Buñuel, al que por lo demás hubieran cepillado, si lo cogen en la zona cuando estalló la Guerra Incivil. Este bien podría ser el arranque de la segunda parte de Las Hurdes: Tierra sin pan.
Esta fiesta de la Encina (año de 2000) preferí largarme a Salamanca en busca de Álkistis Protopsalti, que es una diosa del Olimpo musical griego. Y como tal se mostró en la Plaza Mayor, escenario maravilloso, ágora de experiencia extraordinaria. Álkistis, a quien ya tuviera la ocasión de ver en concierto hace un año en Madrid, es como un volcán que te hace despertar de un sueño profundo, un cuerpo encendido, una voz poderosa que se clava en tu médula y te invita a sentir el mundo como algo emocionante. Una voz capaz de desencadenar seísmos íntimos en los sedimentos de tu memoria.
Álkistis es una mujer-lava, una Edith Piaf de la canción griega. Uno, que es como niño estupefacto que todo lo ve como novedad, y su percepción es mágica a fuer de ingenuo, se queda extasiado escuchando la belleza de la música, la fuerza hipnótica que puede llegar a tener una voz. Es apasionante dejarse arrastrar por la música y los sentidos.
Uno, que se sabe un ser fronterizo, un nómada espiritual, un transeúnte, un desplazado entre sitios, incluso un clochard o vagamundo, tiene la posibilidad de hacer juegos malabares con el azar y los riesgos de la existencia, y está dispuesto a entrar en trance, en movimiento, de un modo casi permanente. Sólo hay que pegar la patadita, y ya (guiño cómplice).
Quizá sea esta liminalidad -suponiendo que esta sea una condición- la que hace posible que uno pueda estar allá, cuando a lo mejor tendría que estar acá, en el Bierzo, entre el Boeza y el Tormes (nuevo guiño), acá en el Bierzo nomás, viendo cómo los gerifaltes de la política se tiran los trastos a la cabeza, y la Encina (nuestra patroncita) se va estropeando a fuer de vieja.
Es esta condición de beduino o gaucho la que a uno le permite ir de un sitio a otro, transformarse, recorrer espacios, atravesar barreras y lugares. Y al mismo tiempo me ayuda a ser transgresor y a tocar el éxtasis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario