lunes, 28 de octubre de 2024

Otros tiempos en León, otros gustos y disgustos, por Gary Ferrero


Gary Ferrero, con un estilo desenfadado, rememora aquel León que viviera en su infancia y adolescencia, incluso ya siendo universitario, y nos lo muestra sobre todo con humor. Un relato sobre otros tiempos, donde el autor muestra de un modo deliberado todo aquello que le gusta y le gustaba, así como aquello que le disgustaba.

         (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Hubo una época, perdida en los albores de mi ya remota pubertad, en que me gustaba leer a Enid Blyton y a Martín Vigil y a JJ Benítez y a Erich Von Däniken. Y escuchar a José María García y a Jiménez del Oso. Con mis colegas, ansiábamos ver ovnis e incluso ser abducidos por los extraterrestres. Nos impresionó Uri Geller y su mentalismo en el Directísimo de José María Íñigo. Algunos chavales dijeron haber doblado la cuchara y otros arreglado el reloj del abuelo, lo que fueron la envidia del resto.

De las lecturas obligatorias gocé con el Lazarillo y La vida del Buscón, pero la que me más hondo me llegó y me fue abriendo a un incipiente mundo de adultos fue San Manuel Bueno, mártir. También buceé con avidez por las líneas intrincadas del Quijote, la Esfinge maragata o El Señor de Bembibre, todas ellas por influencia de Bonifacio, un paisano de mi pueblo que, a base de leerlas y releerlas miles de veces, se las había aprendido casi de memoria. Acostumbraba a conversar sin tiempo e ilustraba permanentemente sus pláticas callejeras con pasajes de esas tres obras maestras.

No me gustaba ir al colegio, y más si ese colegio es un internado al que te envían con nueve tiernos añitos porque eres un zascandil indomable, vamos, lo que hoy denominaríamos un TDAH de libro. Y más aún si el régimen del tal internado se había quedado anclado en un inmediato pero obsolescente pasado.

         Pero, en ese mismo medio hostil y decadente, aprendí a sacarle el gusto a pequeñas cosas como a un exquisito —y exótico para mí— foie gras que servían en el desayuno; y al tulicrem y a la mermelada de melocotón que traía trocitos crujientes de esa fruta trufando una deliciosa melaza; y a los bocadillos de mejillones en aceite o escabeche del bar de los Scouts.

         Me encantaba la voz de aquel mendigo que, de tanto en tanto, aparecía por las cocinas del colegio. A cambio de la comida, le invitaban a cantar para nosotros. Entonaba como nadie y como a nadie nunca oí aquel pasodoble: “Están cayendo flores sobre la arena, premiando la faena en el redondel, Manuel Benítez El Cordobés, domina los toros con gracia y salero…”. Y a Suso, siempre Suso, con su bandeja de aluminio sobre la mano izquierda, su sonrisa permanente, sus ojos saltones y vivarachos y sus gafas de culo de botella.

         No sé lo que daría hoy por otros bocadillos, aquellos de calamares que servían en el bar New York y, no te digo nada, de los de pulpo guisado con pimentón. Me gustaban sobremanera los pepitos recién hechos, y con su crema pastelera aún calentina, de la pastelería Sanvy. Eran lo más parecido a la ambrosía repostera de algún dios goloso en un olimpo ignoto. Y los perritos calientes de la sala de juegos América, en el pasaje de Ordoño una novedad insólita para un rapacín proveniente de la Edad Media, que aún pululaba en la profundidad de la estepa paramesa. 


         Nos gustaba buscar pene, vulva y ramera en el diccionario VOX. También en inglés; y en francés; y hasta en griego. Y nos excitábamos con ello. ¡Qué cosa! ¡Eh! Un día un chaval, un poco mayor que nosotros, nos dijo que qué era eso de las pajas y cómo había que hacérselas. Él empleaba un método antediluviano similar al de los hombres primitivos para hacer fuego. Pronto descubrimos que había formas mejores que las que aquel muchacho iluminado trataba de inculcarnos.

         Recuerdo con un cierto mal regusto las salidas a comprar chuches en los recreos al Pollero. Caramelos de Melampine, eso solíamos pedir. “Quetelampinetuputamadre”,  contestaba él —cuando alguien formulaba el deseo con ese específico término— ante el gesto de asombro y desaprobación de su abnegada mujer. Ella lo acompañaba permanentemente en su negocio callejero consistente en un carro de los que llevaban antaño los repartidores delante de la bicicleta, una mantona para protegerse de los chuzos de punta meteorológicos que han sembrado desde siempre este León nuestro y una lona para resguardar la mercancía. Ellos mismos eran la bicicleta. Empujaban el carro repleto de género, de manera fatigosa —los dos parecían ancianos ya y él, a mayores, sufría problemas de movilidad manifestada en una cojera renqueante y bambolera— hasta llegar a la puerta del colegio. Allí se apostaban a la espera de clientes, que en su mayoría eran infantes de extracción pija, hiciera el tiempo que hiciera. Ni las nevadas más copiosas, ni las más crudas heladas, ni las lluvias más pertinaces hicieron cerrar el negocio a la peculiar pareja ni un solo día. El Pollero, después de unos profundísimos carraspeos con gorjeo incluido, solía lanzar unos lapos viscosos y contundentes y echarlos a correr sobre el asfalto de Álvaro López Núñez, tal vez de ahí su cariñoso apelativo. También nos hizo descubrir el poder de corrosión que, una sustancia tan inofensiva como la urea, puede tener sobre el cemento y el ladrillo. A base de eyecciones repetidas y constantes sobre la tapia de la Feve —que se encontraba justo enfrente— aquel hombre llegó a practicar un impresionante boquete en la misma. Cuando había adquirido las dimensiones necesarias, nos colábamos a buscar las pelotas que caían del patio a la brecha urbana que surcaba el Transiberiano. Así apodábamos nosotros a aquel obsoleto y rancio tren, con sus traqueteos y pitidos estridentes y sus asientos de barrotes de madera. Zapico y sus Deicidas supieron plasmar, años después, todo el misterio, y aún la mística, de aquella serpiente minero-siderúrgica que tanta gente traía de los pueblos a León y tanta se llevó a las Vascongadas y a Santander.

         Recuerdo con nostalgia, y un enorme cariño, los ganchos de derechas de Kliford en la canasta del patio central. La del sur. Siempre en esa. No sé muy bien por qué. “¡Te hecho una partida! ¡A míl! ¡Pollopera! ¡Te deshidratas con mucha facilidad!”, solía decir con una entonación peculiar e intransferible y con su brazo izquierdo inutilizado, tal vez de nacimiento. Por eso lanzaba ganchos y por eso se hacía llamar así. Kliford era un niño grande, un niño preso en una enorme y contrahecha anatomía de adulto. Tenía vía libre y carta blanca para usar el patio y nosotros lo adoptamos como un compañero más. El mejor y más querido. Otro que también carraspeaba y mucho era Demetrio, el bedel, cuando usaba la megafonía: “¡Amós Lea, Amós Lae, tiene conferencia! O ¡Secundino Lego, Secundino Lego, pase por la portería!”.

        Nos hacía tremenda gracia el loro del hermano Félix cuando silbaba a alguna madre potentona y potentada, que se colaba en el patio para buscar a su niño y luego iba a quejarse a dirección porque creía que habíamos sido uno de nosotros.

        Nos llevamos una inmensa alegría cuando, por fin, murió Franco. No porque nosotros entendiéramos de política, sino porque nos dieron una semana entera de vacaciones. Aquel inmenso gozo se vio un poco aquietado porque una de las cosas que más nos gustaba hacer en casa era ver la tele; y toda esa semana nos hartaron de música militar y noticias y misas y funerales del dictador. En blanco y negro. Mejor dicho, sólo negro. Un luto forzado al que no prestamos la más mínima atención. La calle lo ganó.

         Es verdad que vivimos el asunto con un poco de incertidumbre pues los mayores, ya antes del desenlace —no me atrevo a decir que fatal— no paraban de vaticinar una guerra civil a la muerte del paisano. Por encima de los miedos empezó a atisbarse un tiempo nuevo y pronto los cambios empezaron a abalanzarse sobre la vida civil y política. Pero sólo en la calle porque intramuros del internado no había guiño alguno a ninguna transición ni nada que se le pareciera; y si alguien, ajeno o propio, asomaba entre las encorsetadas estructuras de mando del colegio con ansias de renovación, enseguida le eran aplacadas por una misteriosa autoridad superior a base de zarpazos. Miento. Hubo un cambio deslumbrante dentro del régimen interno que, aun así, seguía siendo antiguo y rancio en grado superlativo, y es que el administrador decidió estirarse e invertir en una flamante Telefunken Palcolor de las primeras. Se la compraron al padre de Justo. Fue como un abrazo de oso para tenernos más amarrados aún, pero el programa Un, dos, tres de Chicho y sus chicas no volvió a ser el mismo desde entonces y nuestras vidas tampoco. 


         Se nos removía el estómago con una clandestina emoción cuando salíamos al quiosco de Tiquio a ver las portadas del Interviú y las de Play Boy. Y luego las del Penthouse y Lib. Santo cielo. Los curas pusieron a Tiquio en la lista negra. Pero aquel paisano de Trobajo se convirtió en nuestro ídolo a base de transgresión.

         No me gustaba nada distraer algún ejemplar de Don Balón de una librería cercana, pero disfrutaba como loco de aquel innovador e impactante grafismo y de una información futbolística con enfoque diferente. Y tampoco chupar el vino a lingotazos furtivos en un extremo de la barra del Miserias, aprovechando que Primitivo entraba a la cocina. Pero cuando Falo lo hacía, todos le reíamos la gracia a carcajada limpia, porque se trataba de eso y no de beber un vino peleón e insufrible. Y, además, al protagonista del asalto etílico no le gustaba el vino, ni el bueno ni el malo.

     Me impactó La guerra de las galaxias en el cine Pasaje y El cazador en el cine Abella, pero lo que realmente me removió mis fibras más internas y me hizo chiribitas en el estómago, en el vientre y en el corazón, fue el estreno de Emmanuelle en el cine Condado. Desde entonces llevo fijada en mi cerebro aquella alocución que se oía antes de apagar las luces y que una voz impostada locutaba con una entonación especial: “Señoras, señores, les rogamos ocupen sus asientos, la proyección va a comenzar”. Cada vez que la recuerdo me vienen a la cabeza aquellas fascinantes escenas y la geografía humana poco agreste pero tremendamente excitante de Sylvia Kristel y sus compañeras de reparto. Y así fuimos creciendo y alimentando de emociones una indómita pubertad.

        Ya en COU, fuera del colegio, aunque dependiente de él, descubrimos por fin lo que era compartir aula con las congéneres del sexo contrario. Me enamoró una preciosa muchachita de larguísima y tirabuzonada melena rubia, a la cual veía tan inalcanzable que nunca me atreví a manifestarle aquello que debía ser amor. Mejor para ella y también para mí porque, por entonces, no hubiera sabido gestionarlo ni por asomo.

        Recuerdo que un día algunos de mis compis se encontraban muy compungidos porque había muerto un tal John Lennon al que yo no conocía. Pero claro, yo no tenía hermanos mayores y en casa no había dinero para tocadiscos, ni equipos de música, ni gaitas de esas. La pena, la de ellos y la mía solidaria, la decidimos clamar en el bar Flórez. El dueño, ya mayor, se volvió loco con las estrambóticas demandas de aquel tropel de adolescentes. “A mí ponme una vaca verde. Pero qué dices, qué es eso. Pues qué va a ser, menta con leche. Joder. A mí un San Francisco. Eso sí sé lo que es, pero igual no coincide con lo que tú quieres. A mí un Bacardí cola. Por fin uno con la cabeza en su sitio, sí señor. A mí ponme un lima con tónica. Faltaría más, no podías repetir lo del anterior ¿verdad? Pues yo quiero un ron con piña colada. Y a mí un bulumba. Eso también lo conozco”.

        Cuando llegó mi turno, el cantinero estaba hasta los bigotes de aguantar púberes imberbes. Aturdido por la diversidad de comandas y por el punto etílico que empezaba a reflejarse en el tono pastoso de su habla, dio un cabezazo hacia arriba inquiriéndome a mí, que era ya el último, como esperando un nuevo exabrupto coctelero. “Ponme un Alicao con cuarenta y tres. ¿Cómo, cómo? ¿Piña con qué, dijiste?”.

         Luego, en la Uni, ya sin ataduras, vinieron las noches en el Cecan y aquel ambiente alternativo y transgresor y los ojos de una universitaria divina a la que en un alarde de ñoñería colosal acabé apodando “Ojospreciosos”, así, “todojunto”. Tampoco me comí un torrao. Normal. Y las manifestaciones y huelgas dirigidas por Quini. Aquel demonio rojo y malo que nos habían pintado en el colegio. Quinidio era un activista de izquierdas que nos conquistó con su personalidad arrolladora, su verbo fácil y su destreza para moverse en la calle y en los despachos. También llegó a ser un héroe para nosotros, casi al nivel de Tiquio. “¡Qué quriosa quonincidencia qualitativa!”. 

        En esta época mis gustos literarios ya habían cambiado. Leía mucho panfleto, pero lo que realmente me flipaba eran los libros de la colección Sonrisa Vertical y Lolita de Nabocov y Las edades de Lulú y Trópico de Cáncer y Diario de una ninfómana. Pero continuaba leyendo pasajes de el Quijote, El Señor de Bembibre y de La esfinge maragata para poder debatir con Bonifacio.

         El pueblo, la ciudad, el atraso y el progreso, la libertad salvaje y los muros que le ponemos. Todo es relativo y discutible. Lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Todo nos ayuda a crecer y a entender y a entendernos; y a ser lo que llegamos a ser y a cambiar y a volver a equivocarnos, a vivir ¿Qué sería de nosotros si sólo hiciéramos lo que nos gusta? ¿En qué clase de monstruos nos llegaríamos a convertir?

El verano de las tormentas, por Eugenia Vélez Sánchez


Con este relato, El verano de las tormentas, Eugenia Vélez, que se mete en la piel de un joven, se revela como una narradora portentosa, capaz de envolvernos en su trama desde el principio al final.

Una historia escrita de un modo magistral, con pasajes intensos, llenos de sensualidad, que nos invita a la reflexión y nos sacude las entrañas.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)


*Es Eugenia Vélez Sánchez, aunque por confusión aparezca publicado como Eugenia Sánchez Vélez. 

Mi hermana Teresa y yo nos enamoramos de Sebastián en el mismo instante, a principios de junio de 1996, poco antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar el verano de las tormentas. A pesar de los años transcurridos desde entonces, puedo recordar ese momento con precisa exactitud, como ocurre con los grandes acontecimientos de nuestra vida, o aquellos que sin ser excesivamente relevantes se graban en nuestra memoria con imágenes imborrables en el recuerdo.

Aquella tarde los rayos de sol se colaban entre las nubes gruesas y oscuras de la primera de las tormentas. Eran los últimos días de clase antes de finalizar el curso; un aire de distracción juvenil y evocadora lo inundaba todo con el espíritu de la promesa de un verano interminable. Teresa terminaría el bachiller y comenzaría la universidad, estaba radiante con su melena dorada cuyos mechones parecían flotar con la electricidad del aire cargado de agua. Era alta, extraordinariamente delgada, y tenía “estilo”, como decía mi madre. Su forma de interactuar con el mundo era peculiar, parecía moverse a cámara lenta, como si el tiempo se parase con ella para deleitarse con su belleza. Teresa era especial, todos los sabíamos, incluso ella lo sabía. Todos los chicos a su alrededor habían intentado conquistarla sin éxito. Ella los miraba por encima del hombro y los despreciaba con cierto desdén, como si le resultase ofensiva tan solo la posibilidad de que a ella le pudiese interesar algún ser como aquellos. Yo era otra cosa, más feo, más joven, cumpliría quince años en agosto.

         Mi padre era médico cirujano, vivíamos en una urbanización a las afueras de la ciudad en una casa con piscina, jardín, rodeada de una belleza que transmitía la sensación de un espejismo. Cuando comenzó a llover esa tarde, corrimos para entrar en la casa. Ante la puerta estaba aquel chico empapado, con los ojos centelleantes, que según nos dijo mi padre era nieto de la vecina, aquel verano lo pasaría con su abuela en la casa contigua a la nuestra en la urbanización. Su nombre era Sebastián, me tendió su mano con las presentaciones pudiendo sentir levemente el calor que desprendía. Miré a Teresa y supe, con precisión absoluta, que todos los demás momentos de aquel verano estarían teñidos de un sentimiento casi obsesivo por acaparar las miradas de aquel muchacho. 


         Con el paso de los días llegaron las vacaciones, y Sebastián paso a formar parte de nuestra pandilla de verano. Había dejado de estudiar hace un par de años, estuvo dando tumbos en trabajos sin porvenir, tonteando con las drogas, por eso sus padres lo mandaron aquel verano con su abuela, porque no lo soportaban más en casa. No era excesivamente inteligente, ni culto, ni tenía lo que pudiera considerarse por los miembros de mi familia como “clase”. Pero desde luego era guapo y arrebatadoramente atractivo. Poseía ese don especial de alguna gente que irradia un brillo interior cautivador. Su sonrisa, sus gestos, su voz, su olor, todo en él respondía a una especie de orden cósmico diseñado para hacerlo inolvidable. Tanto hombres como mujeres se rendían a sus encantos. Los chicos buscaban su compañía, su conversación; si Sebastián te consideraba su amigo adquirías un estatus especial ante los demás. Las chicas lo buscaban y se le insinuaban constantemente, incluso algunas mayores que él lo preferían antes que a cualquier otro de su edad. Tenía una moto, una de esas que imitan a las de la Segunda Guerra Mundial, y se desplazaba con ella a todos lados, con la pantalla del casco a medio subir, insinuando que estaba de paso, que todo en él era casual. Vestía de forma impecable para su edad. Nunca lo veías con la camisa arrugada, alguna mancha o un descuido similar. Siempre afeitado, el pelo perfectamente peinado, limpio y con olor a esas colonias de moda para adolescentes. Pasase lo que pasase, Sebastián siempre estaba perfecto.

         Por aquel entonces yo luchaba entre dos fuerzas contrapuestas en mi interior. Por un lado, ansiaba con ímpetu adolescente encajar con holgura en el mundo en el que vivía. Quería ser como mí hermana, verme bello, etéreo, inteligente, profundamente conocedor de mi valor. Por otro lado, algo en mi interior rechazaba esa perfección patológica e inverosímil que me hacía sospechar de que algo no encajaba, Teresa era irreal como un cuento, como esas historias que mi madre nos contaba de niños y que en el fondo yo intuía que eran tan solo humo. 

         La primera vez que vi a mi hermana con Sebastián fue una tarde a principios de julio, cuando se estaba formado la segunda de las tormentas. Por aquel entonces los dos ya estábamos enamorados de él. Teresa no me dijo que estaban juntos, simplemente me miraba con compasión cuando yo le hablaba de él, una y otra vez, contándole “cómo me había mirado en la piscina”, “qué guapo se le veía cuando llegaba con la moto”, tal y cual cosa. Sinceramente, yo era demasiado joven e ingenuo para imaginar que ella en secreto se veía con él y no me lo había contado. Aquella tarde yo estaba en la buhardilla leyendo, y mirando por la ventana como se formaban las nubes al atardecer, presagiando la tormenta. Cuando escuché el sonido de la moto se paró mi corazón y miré hacia abajo. Allí estaba él, tan hermoso y cautivador, por un momento mi piel se erizó pensando que venía a verme a mí, pero tan sólo un segundo después vi salir a Teresa a toda prisa, con esa melena que caía en su espalda con el movimiento perfecto. Cogió el casco que él le tendió con su mano y se subió en la parte trasera de la moto. Él acarició sus nalgas levemente. Cuando se alejaron sentí un fuego de destrucción en mi corazón de naturaleza indescriptible. Me quemaba la vergüenza de no haberme dado cuenta de lo que pasaba ante mis ojos, me quemaba el secreto que ella se había guardado dejándome creer en mi simplicidad infantil un amor de Sebastián inexistente, y me quemaba la sensación imborrable en mi memoria de querer ser ella a toda costa. 


         A partir de entonces la dinámica en la vida de aquel verano cambió, quizá de forma imperceptible para los demás, pero no para mí, que vivía cada segundo con esa intensidad de cuando tienes quince años y estás enamorado. Tenía que sentir a Sebastián a toda costa. Sentir su piel, su sudor, sus manos sobre mí. No pararía en mi empeño hasta corroborar que la sensación física de su contacto era la misma que bullía mil veces en mi imaginación.

         Aquel verano de 1996 comencé a fumar por el simple hecho de que Sebastián fumaba. Recuerdo un día estar en el borde de la piscina con los pies en el agua. El color casi “mágico” del sol con tonos verdes y azulados que se reflejaban en el fondo acuático. Él se acercó a mí y me tendió, en un gesto buscado para hacerme sentir mayor, un cigarrillo Camel. Me ruboricé ante su cercanía, sentí dentro de mí un latigazo de deseo casi doloroso. Fumé entonces con total naturalidad, como seguiría haciéndolo durante los siguientes veinte años. Imité cada uno de sus gestos mil veces, cómo cogía el cigarrillo, cómo movía sus manos, cómo soltaba el humo en ocasiones entre risas. Los días transcurrían mientras lo observaba, tratando de captar su atención, sólo existía un deseo en mi mente, que olvidase a mi hermana Teresa y se enamorase de mí.

         Durante esos días leía libros de una temática determinada, Cumbres Borrascosas, Las desventuras del Joven Werther, Jane Eyre. Tenía la necesidad de legitimar mis sentimientos; si aquellos personajes sentían lo mismo que yo entonces es que era real, estaba dentro de las posibilidades del mundo, lo que me ocurría no era un simple error de percepción.

         Los días pasaban cálidos, lentos, como los veranos interminables de la infancia. La noche de la tercera de las tormentas ocurrió algo inesperado. Espié a Sebastián y Teresa al regresar de una de sus citas. Mi corazón se aceleró al percibir en la oscuridad cómo la tocaba, cómo la besaba, incluso podía sentir en la piel el sabor de ese instante. Le metió la mano por debajo de la falda e intentó que se bajase las bragas. Me di cuenta de que Sebastián estaba borracho. Teresa se enfadó y forcejeó con él terminado la cita de forma abrupta. Ella entró en casa y él se quedó allí apoyado en su moto. Con cierto aire melancólico se desbrochó el pantalón y comenzó a masturbarse. En aquel preciso instante se me ocurrió la idea. Me miré un segundo en el espejo y bajé las escaleras sin que nadie me viera. Cuando salí, Sebastián seguía allí, me miró fijamente mientras se tocaba, me hizo un gesto para que me acercase, me besó intensamente. Sentí su aroma y su cercanía física. Agarró mi pelo dirigiendo mi cabeza hacia abajo. Tan intenso fue lo que sentí que aún hoy, muchos años después, puedo recordar de forma precisa esa sensación que pocas veces volvería a inundar completamente mi vida. Si Teresa nos vio o supo de aquel momento no lo sabré nunca. Al menos, jamás dio muestras de haberse enterado. Su comportamiento no delató lo más mínimo que poseyera esa información, o que tal vez, sabiéndolo, la guardó para sí por alguna razón.

Esa noche tuve la sensación de pérdida del control sobre mi propia vida, como si un huracán o una extraña fuerza de la naturaleza se hubiese apoderado de mis sensatos pensamientos hasta entonces. Tardaría mucho tiempo en comprender lo que pasó aquella noche de tormenta.

Los días de aquel verano prosiguieron tranquilos, con una percepción casi eterna del tiempo. No volví a estar tan cerca de Sebastián, pero la impronta de las sensaciones de aquella noche ha perdurado en mí como caramelos de fresa ácida en mi memoria. Lo rememoraba una y otra vez; con el lento transcurrir de las horas me tocaba pensado en él, como seguiría haciéndolo durante años.

Me dediqué a observar a Teresa, su ir y venir como las tormentas de agosto. En más de una ocasión volví a verlos juntos. En esos momentos me sentía morir. Era una muerte dulce de celos y deseo que se confundía en mi memoria. Mi hermana fue siempre muy diferente a mí, su hermoso rostro carecía por completo de expresión, nunca podías saber realmente lo que estaba pensado. Si estaba contenta o triste, si algo la hacía feliz, si te odiaba o no. Nada podías leer en su mirada. Pero hay que reconocerlo: era un ser verdaderamente bello. Las últimas semanas de aquel verano su comportamiento se hizo más marcado. Apenas hablaba, comía incluso menos que lo que era habitual en ella; por las noches a veces volvía a casa con los ojos vidriosos. Mis padres no parecían darse cuenta, pero yo, que la observaba con obsesión, lo veía claramente. Teresa se estaba disolviendo.

La llegada de septiembre me trajo una sensación de caída al vacío perturbadora, como el vértigo de asomarte a un precipicio. Era un precipicio sin Sebastián. Se marcharía con el verano, con las tardes de tormenta, con las horas interminables, con la sensación de amor intenso entre las nubes. Y eso se me antojaba insoportable. Él comenzaría a trabajar con sus padres hasta el siguiente verano. Teresa se marcharía a la universidad. Todos separados por hilos del destino. Incluso las tormentas se disiparon en el aíre como si nunca hubiesen mojado la hierba de aquel verano.

Sebastián y Teresa rompieron cuando ella se fue a la universidad. Nunca supe exactamente qué ocurrió entre ellos, pero estaba claro que la decisión fue de él, ya que Teresa cayó a un agujero aún más grande que el mío. No se pudo reponer de aquello, se inundó en la tristeza con las hojas del otoño. Mi padre fue a buscarla un día, diciendo que mi hermana estaba enferma. Y la Teresa que trajo a casa era una persona consumida por la locura de la desesperación, sin rastro de aquella dignidad, fuerza y belleza que poseía antaño. Como si se hubiera roto el hechizo del que antes gozaba con total impunidad. Nunca estudió medicina. Tardó meses en recuperarse en lo que mi padre llamó “un año sabático” para encontrar su camino. Algo en ella había cambiado para siempre, su pelo ya no brillaba como entonces, su cuerpo ahora era demasiado flaco, no etéreo. Se coló sigilosamente en su aura un toque de “vulgaridad” que le hizo perder la magia que había poseído durante aquel verano.

El otoño llegó con una espiral de tristeza melancólica que me acompañaría durante todo el invierno. Caminaba por las calles en la temprana oscuridad de la noche o en el momento de remoloneo del amanecer, y buscaba a Sebastián por todas partes con la mirada, con el corazón, con todo mi ser. Si veía a algún chico que se le parecía, mi corazón se aceleraba hasta darme cuenta de que no era él. Si de lejos veía una moto similar a la suya, mi mente se desbocaba en dilucidar todas las posibilidades. Pero él no estaba.

Con el paso de los meses dejé de buscar a Sebastián con la mira a cada instante. Pero mentiría si digo que lo olvidé. Ni mucho menos. Mi esperanza vivía dormida en el recuerdo de su piel, su olor, con el rumor cálido del viento, con el azul de los reflejos del sol en la piscina, con la sensación de calor en la mirada.

Mi hermana Teresa y yo volvimos a tener un punto en común a principios de junio de 1997, justo antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar “el verano de los reencuentros”. La primera tarde que vimos la moto de Sebastián aparcada en el jardín, mi corazón comenzó a latir de nuevo, al igual que el de Teresa.

Muchos años han transcurrido desde entonces, pero volveré siempre a aquel verano de mi juventud, con las tardes cargadas de tormentas, las noches crepusculares contagiadas de deseo. Con la percepción que el tiempo les confiere a los recuerdos transformándolos en nostalgia.

 

 

El silencio del deseo, por Ángela Ordás


La joven narradora Ángela Ordás, que por momentos podría recordarnos a Anaïs Nin, nos obsequia con este relato de corte erótico, escrito con naturalidad y sutileza, con una prosa ágil, rítmica, haciéndonos sentir la electricidad desde los pies a la cabeza, como ella misma diría. Pasen y lean.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)


Soy prisionera de tus ojos. Podía escuchar cómo tu respiración cambiaba cuando nos quedábamos solos. Sentías esa tensión de dos personas que no saben qué decir porque se están imaginando sin ropa. No me atrevía a tocarte. Estábamos enfrascados en una conversación a la que yo no prestaba atención. De vez en cuando te preguntaba, pero yo lo único que quería era acariciar tu mano y susurrarte que nos fuésemos de allí.

Entre risas me atrajiste hacia tu cuerpo. Te agarré del cuello, había otros ojos mirándonos en la fiesta. Yo estaba pendiente, a ti se te olvidó que existía el mundo. Nuestras frentes chocaron. Nuestras narices se perdieron en el rostro del otro. La música se desvaneció. Escuché el latido de nuestro corazón a ritmo de dembow. Jugué con tu aliento. Me mordí el labio casi rozando tu boca. Tú querías volverlo prisionero de tus dientes. Me alejé. Estaba disfrutando dejándote con las ganas.

     Me fui al otro lado de la pista. Tú no podías apartar tu mirada de mis curvas. Contoneaba mi cadera de un lado a otro mientras bajaba al suelo imaginándome encima de ti. Me levanté con un solo movimiento y cuando agité mi pelo hacia atrás te encontré frente a mí. Entonces me giré y me deslicé hasta la hebilla de tu cinturón. Te agachaste y me dijiste al oído que querías hacerme tuya, que siempre lo habías querido, pero que pensabas que nunca iba a darme cuenta de tu presencia. 


     Cogí tu cara y la hundí en la mía. Tu lengua exploraba mi boca. Te dije que conocía un sitio más tranquilo. Nos despedimos de nuestros amigos diciéndoles que íbamos a tomar el aire.

     Caminamos guiados por la impaciencia de los instintos. Encontramos la entrada de un garaje. Nos dio igual que la calle fuese consciente de nuestro idilio. Tus dientes encontraron una recompensa en mi cuello. Tu lengua recorrió mi clavícula. Primero lento. Después, mis gritos te animaron a devorar mi garganta perdiendo la vergüenza. Ahí estrujaste mis pechos con fuerza, mientras yo clavaba mis uñas por debajo de tu camiseta. Las arrastré con rabia, queriendo dejar una marca de esa noche en tu espalda. Emitiste un gruñido, levantaste mi falda y apartaste el hilo de mi tanga. Sonreíste con tus dedos mojados en mi boca. Me relamí pensando que estaba probando el mejor manjar. El mío. Tu también querías. Deseabas cada centímetro de mí.

     Me enseñaste cómo te lo comías. Me deshice de la hebilla de tu cinturón. Toqué el bulto de tus pantalones. Para mí no era suficiente. Los tiré. Y me perdí en tus piernas. Rocé con los labios la punta. La recorrí en círculos.

    De vez en cuando dejé que mi lengua disfrutase de todo tu sexo. Tú me indicabas empujándome hacía ti que me la metiese más profundo. Luego te diste cuenta de que habías estallado de placer.

    Me tiraste a los adoquines y con violencia abriste mis piernas. Arrancaste mi tanga. Besaste mis muslos. Inmovilizaste mis muñecas. Te molestaba mi sostén. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba en el suelo. Estaba loca de pasión, creí que te iba a romper allí mismo con la fuerza de mis gemidos.

     Sentí la electricidad desde mis pies a la cabeza. No podía más. Salpiqué tu cara sin darte opción a repetir. Me senté en tus piernas y me dejé llevar por un beso que me sabía a cielo. Por un abrazo sin final.

 

                                                                                       

 

domingo, 27 de octubre de 2024

La filosofía ha muerto, por Eugenia Vélez Sánchez

     Eugenia Vélez Sánchez, con una prosa directa y reflexiva, nos alerta de la muerte de la filosofía debido a una sociedad vulgarizada, idiotizada, uniformada, algo que viene fraguándose desde hace tiempo. Pensemos, por ejemplo, en La derrota del pensamiento, de Finkielkraut, donde el filósofo francés se interrogaba, ya en los años ochenta, sobre las razones que conducían a bautizar como culturales aquellas actividades en las que el pensamiento estaba ausente.

         Con este texto, tan necesario en nuestra época de pensamiento ramplón, plano, Eugenia nos invita a reflexionar en qué mundo vivimos, haciendo referencia a obras imprescindibles como Un mundo feliz o 1984.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya) 

         Hace ya tiempo que tengo la sensación de que la filosofía ha muerto. No me refiero a una muerte como la de Dios a manos de Nietzsche, en post de una moral superior, sino algo más sucio, una muerte acaecida por la falta de interés de una sociedad vulgarizada hasta niveles algo grotescos. Si el filósofo levantara la cabeza, casi estaría tentado de resucitar a Dios, ya que esto sería menos burdo que el claudicar de la consciencia humana ante la droga del capitalismo. Sé cómo suena esto. Quien haya leído libros y utilizado su mente para fines más altos de los que está acostumbrado “el hombre medio ideal” se dará cuenta de que lo plasmado en estas líneas ya está dicho mil veces por otros antes que yo a lo largo de más de un siglo de decadencia del pensamiento. Pero no puedo evitarlo, nos hemos pasado de la raya en cuanto a la epidemia de idiotización colectiva que sufre la sociedad en la que vivimos. He sido joven, y sé lo que significa en toda su gloria, pero en esos años, además de hacer lo propio de esa edad, también leía, y me refiero a libros en serio, no pseudoliteratura yutubeable. Tuve la suerte de no tener un Smartphone hasta los treinta años, lo cual me salvó de una estupidez casi segura. No digo que ahora todos lo que lo tienen, incluida yo, seamos estúpidos, ya que entonces el género humano desaparecería de la faz de la tierra. Pero en los años en que mi cerebro se estaba formando, estaba precisamente eso, formándose, no intoxicándose de tick tokers que convierten en una profesión el hacer el imbécil. Y lo peor de todo es, que estas profesiones existen porque hay millones de personas que los hacen literalmente ricos viendo voluntariamente el producto comercializado de su imbecilidad. El drama es que tal cosa está mucho mejor vista y aceptada socialmente que leer un libro. La gente te ve por la calle mirando el móvil hipnotizado, y lo encuentran totalmente normal, acorde a las normas establecidas, pero si te encuentran por la calle leyendo un libro, uf, entonces ya eres “un loco” que está leyendo un libro por la calle. Si el libro es de filosofía entonces estás perdido. Serás castigado con el ostracismo social y la sospecha de padecer algún trastorno psicológico, y, por tanto, habrá gente que ya no considere apropiado que te vean o te relacionen con ellos, ya no eres uno más. Esto es una verdad hoy en día. 


Del mismo modo es verdad que existen ciertas cualidades en las personas que no están bien vistas actualmente, como por ejemplo la inteligencia. Es muy positivo ser feminiobseso, eco vegano o un ser de sexualidad difuminada, pero no ser inteligente, eso es imperdonable. Más aún si utilizas la inteligencia para criticar el orden establecido o el absurdo burocrático y económico del sistema que nos utiliza constantemente para un fin de moral un poco dudosa, eufemísticamente hablando.

Considero que tal vez esta apreciación mía se deriva del hecho de vivir en una ciudad provinciana y burguesa anclada en el medievo; tal vez aquellos que gozan una kosmopoliteia más propicia al desarrollo de la razón no estén de acuerdo conmigo. Pero las veces que viajo a grandes ciudades, me sorprende que en los últimos años se haya pasado a un estilo bastante llamativo de uniformidad social. Esto me recuerda de forma inquietante la película de 1956 titulada La invasión de los ladrones de cuerpos, en la que los residentes de una ciudad de California son reemplazados por clones alienígenas sin emociones. 

         Si los que aún amamos la filosofía nos preguntamos: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, la cuestión me conduce a años atrás. Al terminar mis estudios universitarios me preguntaba cuál había sido el delito que cometí para tener que cumplir una condena de trabajos forzados el resto de mi vida, a cambio del que me concederían una exigua libertad consistente en poder decidir en qué bienes de consumo gastaría mi limitado salario. Si me portaba bien, mis dueños me seguirían pagando el salario para que yo fuera a gastarlo en los productos que ellos fabricaban para seguir así haciéndoles ricos y perpetuando la dinámica del sistema. Entonces, una incipiente depresión por no entender el sentido de mi vida en prospectiva, me llevó a leer a autores como Marx. Su idea de la alienación del hombre produjo un choque emocional en mi mente, leerlo a él y a otros muchos fue forjando mi mundo interior. Ahora comprendo por qué estamos en este punto, muchos años después en que la idea de las distopías se ha hecho real del peor de los modos posibles, es decir, en el que la gente aparentemente no se dé cuenta de que vive en una de ellas.

         Fue A. Huxley quien, en su novela Un mundo feliz, nos muestra una sociedad dirigida por una aparente democracia, en la que subyace una prisión de esclavos felices que ni soñaban con escapar, ya que el consumo y el entretenimiento les hacía amar la servidumbre, manteniendo el poder y la riqueza de sus amos. Hoy en día, con una democracia como la nuestra, tan desinfectada que huele a cloro, y con un público amante de los espectáculos pueriles, es fácil pensar que estamos soñando dentro de una distopía que se vuelve muy real. Los filósofos, ya convertidos en una “minoría social”, y señalados con el dedo como causa de burla, estamos cerca de ser objeto de leyes de discriminación positiva y víctimas del neolenguaje del que habla Orwell en su obra 1984, pasando a denominarnos “personas con diversidad de pensamiento” o “personas de pensamiento múltiple”. Llegados a este punto, estaríamos perdidos, ya que habríamos sido engullidos, digeridos y convertidos en una deposición maloliente de un sistema que ejerce una especie de dictadura del lenguaje, lo cual, no podemos olvidarlo, equivale a una dictadura del pensamiento.

         La idea de que la filosofía ha muerto no implica por tanto haber pasado a un orden superior de pensamiento, a un kosmos de poder superior que gobierna el mundo, como decía Séneca, sino que más bien hemos caído en un abandono de la ciudadanía como cualidad del individuo. Quizá históricamente nunca hayan estado los libros tan a disposición de las personas, pero curiosamente nadie lee libros de filosofía. El poder que nos gobierna, con un sublime golpe de efecto, ha conseguido convencer a su pueblo de que no está de moda el pensamiento. Los demás, ya convencidos hace tiempo de que no podemos cambiar el mundo, nos hemos diluido entre la gente, fingiendo normalidad y sin llamar demasiado la atención, que es o parece la única forma de triunfar. Si te fijas en los detalles, tal vez puedas encontrarnos.

 

Más allá del deseo, por Ana Rico Mendívil


Ana rico Mendívil compone este relato como si fuera un diario en el que nos muestra la relación amorosa, erótica, sexual, que mantiene la protagonista con un personaje llamado Marchelo. Una relación tormentosa a través de la cual podemos, como lectores, adentrarnos en la condición humana.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Ni siquiera lo dejamos, nos enzarzamos en una guerra el mismo día que volvimos a vernos. Él se sentía terriblemente molesto porque le dije cuál era la clave para mejorar su vida. En aquel momento, del amor pasó a la venganza, esforzándose -siempre que podía- en desautorizarme, denostarme utilizando a los demás, amigos, conocidos, como una herramienta para herirme, incluso en las reuniones de la escalera de vecinos. Pero ni siquiera así he logrado odiarle, es como una carpa rojiza en un lago artificial intentando convertirse en el pavo real del jardín, un pez jugoso y escurridizo que da saltos desde el agua para lucirse con sus acrobacias cada vez que aparece una nueva visitante. En este punto me da por pensar si hay algo de autómata en sus genes, y por qué, con su inteligencia, sucumbe de esa manera a la locura de la estupidez sentimental, él que me aseguró que no deseaba amarrarse a nadie, que no necesitaba amar y que en sí mismo ya se predicaba como el todo. Quizá entonces lo amara o quizá hoy también lo ame, sin embargo, nunca se lo hubiera dicho (con él me cuesta saber qué es pasado, qué presente. Nuestro vínculo se expande en una línea atemporal). Por suerte -no dejo de repetírmelo- no se lo dije. Me alegro de no haberlo hecho, menuda bomba escondía dentro. ¿Lo amaba de verdad entonces, ahora solo me produce compasión? ¿Lo había amado alguna vez? Llevábamos casi dos meses sin vernos, cuando aparecí en su casa un día de improviso. Tomé las riendas en silencio, nos buscamos con el olfato, con la punta de la lengua, pero la conexión que atrás nos deslizara en un escalofrío de besos ciegos y temblores se había cortado. Ya no era mío, no era el mismo. En ese momento no supe por qué. Ahora lo veo tan claro como si la aurora boreal avanzara entre nosotros y nos desnudara por dentro. Curiosamente, cuanto más pienso que nunca más volveremos a estar juntos, más lo deseo. ¿Es una locura? Sí, yo también me echo la bronca, tanto es así que hasta ayer no me atreví a contárselo a nadie, luego descubrí que mi amiga Andrea se lo imaginaba. ¡Esto no es normal ! A veces corro a entrar en casa cuando lo escucho subir la escalera, al tiempo que temo que quiera mudarse y ponerla en venta. Otras me pregunto si él también se queda en la puerta mientras escucha mis botas ascender hasta el primero, si levanta la mirilla para verme antes de atravesar el dintel. No paro de repetírmelo: ¿Se trata de una adicción? ¿Cómo es posible que ahora que he asumido que es un gilipollas integral y que me lanza cuchillos desesperados, aun así, hay momentos en que lo deseo? Me envuelven en sueños sus susurros, su sombra de hombre abeto asciende a nuestro peñasco, el peñasco que culmina la colina y huelo el frescor de su cuerpo al caer de la tarde sobre el río, siento sus dedos deslizándose en mi nuca y su lengua de caramelo en mi oído, su voz ronca como la del último día ¿Me deseas? Parte del problema puede deberse a que somos vecinos, y además de escalera, por eso comenzó todo. Un día, era octubre y el viento podaba las últimas hojas de los robles del paseo, recuerdo el cielo, morriñoso, que iba a desaguar en cualquier momento. Coincidimos en la plaza Mayor por casualidad, él llevaba la chaqueta verde de camuflaje y vaqueros raídos al natural, el pelo boscoso, con brillos de tierra seca. Volcó sus ojos de camaleón en mí. 


-Marian -me llamó, mientras me alargaba la mano y me acercaba hasta él.

¿Cómo no olerlo? Empezó a pintear con gotas gruesas.

-Te llevo a casa -me dijo con su sonrisa de cazador.

-No, no es necesario -le respondí.

Entonces, me recogió el pelo ya húmedo mientras me colocaba el cinto del coche. Dos minutos después, no sé lo que pasó, porque su mano en mi mejilla detonó así, porque una mecha, que ni sabíamos que existía, explotaba en un chasquido de dedos, y los dedos, sus dedos se zambullían en mi boca, que lo acogían como hijo pródigo de un mar sediento. En cinco minutos habíamos viajado en el coche a un lugar tranquilo, nos habíamos desnudado, y nos encontrábamos allí libando del cuerpo del otro como si fuera lo más cotidiano de nuestras vidas. Todo sucedió sin palabras, solo nos mirábamos, y cada parpadeo parecía parte de un lenguaje nítido, sin dudas, sin desencuentros; su lengua saboreando mi lengua, el sonido inaudible de nuestras salivas al encontrarse, su nariz haciéndome cosquillas en la tripa, el delicioso sudor que nos impregnaba en la refriega de pechos. El cuchicheo de los ombligos se convirtió en fricción, en quemadura, en gemidos para después atracar en el silencio, la expectación, conmoción al verlo descender con los ojos fijos, locos, hacia el delta de Venus. Aquello causó una sorprendente tormenta dentro de mí, en todos los sentidos. De nuevo, muchos meses después puedo evocar nítida esa escena. Incluso, cuando al final empecé a recomponer mis ropas, él tomó las braguitas y me hizo meter las piernas como si fuera una niña. Me abrochó por detrás como si lo hubiera hecho todos los días y me dejó en casa con un beso en el pelo. Mientras introducía la llave en la cerradura observé de refilón cómo se encerraba en su guarida. Cuando releo esto, siento en mis labios un calor tan desasosegante, que me posee como si volviera a estar allí. Y ya no tengo tan claro que escribir este diario pueda ayudarme a olvidarlo, a desahogarme, a dejarlo atrás. ¿Es eso lo que realmente quiero? ¿Tengo otra opción? Él no es quien pensaba, y al menor desencuentro me descartó de su vida, porque temió que le hiciera sombra, realmente no quería cambiar su impostura, no quería crecer o incluso fuera incapaz de hacerlo. Por eso no hablábamos, nuestros encuentros fueron llamaradas, flirteos con el amor, mordisqueos en el umbral de la concupiscencia, cantos de cisne efímeros, aullidos a la luna. Quizá no fuera tan bonito, ¿Mi deseo de ser amada lo convirtió en una fantasía, mientras solo se trataba de nuestra necesidad ciega, la llamada de la naturaleza? No puedo, no sé si podré seguir escribiendo sobre esto; cuando lo releo soy más consciente de por qué aún me duele y añoro el olor a verano de su pelo, el tacto delicioso de su piel, la curvatura serena del perfil de su costado, la sensación de sus miradas con los ojos entreabiertos. No puedo, no puedo seguir evocando a un fantasma maligno. Tengo que olvidarlo. Además, lo odio por sus devaneos. Quería que fuera libre para que fuera mío, pero la idea de verlo con otra me aterrorizaba. Me aterrorizó ver subir las escaleras a la primera planta a aquella mujer, con la faldita mínima, que dejaba entrever su ropa interior. Vi cómo llamaba con dos golpes fuertes, esperando dos segundos para dar uno más suave. Subí tan rápido los siete escalones que me permitió atisbar la sonrisa contenida de Marchelo mientras cerraba la puerta. He pensado en una venganza, mañana invitaré a mi amigo Adrián para que tome café en mi piso a la hora que Marchelo regresa del trabajo, nos encontraremos a las cuatro en el portal. Ya verá. O eso, o lo que me ha propuesto Andrea, matricularme en la escuela de psicología para diseccionar a narcisistas y superar esta adicción.

El ángel de las mareas, por Maite López Blanch

 

Escrito como un diario de a bordo, como construyeron sus relatos autores como Bram Stoker con Drácula, incluso Mery Shelley con Frankenstein, entre otros muchos, Maite López Blanch nos cuenta esta historia desde el punto de vista del capitán del Valentine, logrando que los lectores naveguemos con él, adentrándonos en sus sentimientos.

El ángel de las mareas está narrado con gran belleza y sensibilidad.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

 

Diario de a bordo. Día 1

De nuevo en el camarote del Valentín. Hace horas que ordené soltar amarras. Pedí al contramaestre que dirigiera la proa del barco hacia el infinito del mar. Se avecinan meses difíciles, el viaje se prevé largo. Nadie sabe cuándo empezará la guerra. Siempre es duro despedirse de la familia, pero esta vez me ha costado más. Tengo un mal presagio. Un escalofrío heló mi abrazo de despedida, sentí que, cuando regresara, nada sería igual. Atrás dejé a mi querida Alba embarazada de seis meses. Mis dos hijos varones, de diez y ocho años me miraron con ojos de tristeza. No sabíamos cuándo sería la próxima vez que nuestras sonrisas se fusionarían en una única.

Soy el capitán, al que se presupone indestructible, de este barco llamado Valentín.  Todos en el barco dependen de mí, soy su guía. Pero nadie sabe que, en la soledad de mi camarote, mientras escribo mi diario, las voces de mis hijos resuenan en mi interior y me llenan de melancolía. Soy marino, hijo de marino, nieto de marino y, sin embargo, tengo miedo.


Diario de a bordo. Día 20

El faro me indica con su luz intermitente que llegaremos a nuestra primera parada. Serán apenas unas horas, pero las suficientes para no olvidar lo que es tierra firme. Necesito recordar el sonido de mis pasos al caminar por una calle empedrada y cruzarme con desconocidos. El graznido de las gaviotas, cuando llevas meses navegando, se convierte en un dulce trinar al tocar puerto, hasta lo encuentro melodioso. El olor a mar y a redes se diluye entre el humo de las chimeneas de los edificios que flanquean el puerto. Mientras me pierdo por sus calles aledañas, unas calles estrechas que suben y bajan como si fueran colinas, la tripulación se dirige al único establecimiento que permanece abierto a esas horas. Música y cerveza ayudarán a combatir su nostalgia. La taberna de madera oscura me recuerda la de los cuentos de piratas que me leía mi padre de pequeño. Cuando regreso de la soledad de mi paseo, un marinero me entrega un hatillo de cartas atadas con una cuerda. Las recojo mostrando indiferencia. Me cuesta controlar la respiración. Me coloco la gorra en señal de autoridad y regreso al Valentín. El barco, mi territorio, a medio camino entre el hogar y la cárcel. Me encierro en mi camarote con la luz tenue del quinqué de la mesa de mi despacho y lloro. Reconozco la letra de mis hijos en el exterior de las cartas. Ninguna de Alba. Las cartas de Juan y Rafael son nuestra pequeña conversación diaria. Juan ha aprendido a montar en bicicleta y Rafael disfruta perdiéndose en el mundo de Julio Verne. El Nautilus se hace cómplice de Morfeo, y se apodera de sus sueños. Quiero apagarles la luz de la habitación y decirles nuestra frase secreta, pero no puedo.

Continúo leyendo. En otra carta Juan me ha hecho un dibujo: él y yo cogidos de la mano paseando por la playa. Mientras, Rafael continúa ensimismado con sus libros de aventuras. Salgari es ahora el dueño de sus fantasías. De su madre apenas hablan.


Diario de a bordo. Día 50

Estamos a mitad de trayecto. El tiempo nos ha acompañado durante toda la travesía. Los hombres disfrutan en cubierta del poco tiempo libre que les queda. Un grupo de ballenas jóvenes llevan horas escoltando al Valentín provocando un gran alboroto en la tripulación. La superstición vive entre la gente de mar. Para nosotros, esas moles acuáticas son señal de buena suerte. Escribo a Alba, le digo lo mucho que la extraño y la necesidad que tengo de estrecharla entre mis brazos. Le hablo de nuestro próximo retoño. Tengo el presentimiento de que será una niña. Dicen que las niñas son de los padres y los niños de las madres. Le prometo que no me embarcaré al menos durante una temporada y que la llevaré a cenar y a bailar y los domingos iremos en familia a disfrutar de Vivaldi al kiosco de música del parque. Todos los vecinos envidiarán nuestra maravillosa familia. Y no estará sola. Su padre se opuso desde el primer momento a nuestro matrimonio, pero la perseverancia es una de las cualidades de Alba. Siempre defendió que estábamos muy enamorados. Su padre la advirtió que un marino pertenece al mar, no a su familia. Ahora siento que las palabras de su padre fueron un vaticinio.

Llevo muchos días sin noticias de ella, no sé si la estoy perdiendo.

 

Diario de a bordo. Día 90

La radio nos informa de las tensiones que existen entre países, pero todavía nadie se ha atrevido a lanzar el primer ataque. Espero que la vía diplomática gane tiempo para que volvamos a casa antes de que empiece la guerra.

La vida en cubierta sigue tranquila. Llevo años navegando con la misma tripulación, son mi gente. Nadie cocina como Pepe, ni toca la guitarra como Tino, ni zurce los pantalones como Víctor, el jefe de máquinas. Hoy es Navidad y Pepe ha preparado un menú diferente: sopa de marisco y bacalao al pil pil. Un buen vino blanco regará una cena tan especial. Bailaremos, cantaremos y añoraremos a nuestras familias. Compartiré con ellos un brandy de Jerez Gran Reserva que guardo en mi despacho. Se lo merecen. Llevan meses trabajando duro. 

En unos días llegaremos a destino y entregaremos la mercancía. Sólo la tripulación conoce el contenido de la bodega. Un contenido que, en caso de guerra, podría inclinar la balanza a favor de nuestros aliados. Siento orgullo por esta pequeña contribución del Valentín.

Frente a la proa del barco dirijo mis prismáticos hacia el mar. Nos miramos. El mar me devuelve la mirada. Es curioso cómo la inmensidad del océano y lo limitado del ser humano pueden ser complementarios. Siempre habíamos sido él y yo, pero todo ha cambiado, ya no estamos solos. Ahora tengo una familia.

El atardecer llega a su fin y, justo antes de que el sol se oculte tras el horizonte, el último rayo perceptible para el ojo humano se torna en un extraño color verde. Pocos son los elegidos para comprender la belleza de esa tonalidad y yo soy uno de ellos. El mar me habla, lo sé.

 

Diario de a bordo Día 160

 El regreso a casa no está resultando tan tranquilo como esperábamos. Hemos tenido que lidiar con varias tormentas. El agotamiento y las bajas temperaturas han provocado que varios miembros de la tripulación caigan enfermos. El médico del barco tiene miedo de que los medicamentos no sean suficientes Todavía nos quedan miles de millas para llegar. Los vientos han soplado en contra todo el trayecto. No sé si tendremos fuerzas para luchar con otra tempestad. Siento el desafío de la naturaleza sobre el Valentín. El miedo a no regresar a casa se instala en cada rincón del barco. Una de las bombas de la sentina se ha atascado y varios marineros, que llevan días trabajando sin apenas descanso, han caído agotados. La moral de la tripulación está por los suelos. Miro al mar y le imploro. Necesitamos un respiro.

 

Diario de a bordo Dia 190

Ya huelo a puerto. Las gaviotas nos anuncian la proximidad de tierra firme. Con mis prismáticos diviso el faro de mi querida villa. Cuando creía que lo peor había pasado, el redoble de un tambor suena a lo lejos y de manera súbita el cielo se resquebraja.

El sol, que hace unas horas brillaba por estribor, ha desaparecido. Unas nubes altas con forma de algodón inundan el firmamento. Presiento la tormenta.

A través del ojo de buey de mi camarote miro a mi querido Cantábrico. Todo se tiñe de gris y la amenaza de un fuerte oleaje se cierne sobre nosotros. Mi Cantábrico, ese mar que me impone una soledad no escogida, me desafía con su rugido. Me quiere para él, pero le digo que pertenezco a los míos. Se enoja y cuánto más se enoja, más altas son las olas. El barco se zarandea de lado a lado, apenas podemos mantenernos erguidos. La tormenta está encima de nosotros. El barco se escora una y otra vez. El timón se ha convertido en un ser con vida propia que se niega a acatar mis órdenes. Llevo más de 48 horas intentando controlar la virulencia de la tormenta. No sé cuánto más podré aguantar este envite. Miro al frente, la fuerza del agua cada vez es mayor, pero yo sigo erguido frente al timón. El Valentín se rebela en un combate cuerpo a cuerpo. Jamás seré tuyo Cantábrico. Me debo a mi familia. Llevo meses contigo. Tus profundidades te pertenecen a ti.

Tras más de dos días de marejada y agonía, el mar se rinde a nuestros pies. Si no puede tenerme, otra víctima aplacará su cólera.

La calma regresa y finalmente atracamos en puerto, extenuados pero dichosos de regresar con los nuestros.

 

Diario de a bordo Dia 193

A llegar a casa, me recibe el silencio. Todavía no ha amanecido. Los niños permanecen dormidos en sus literas. Prefiero no despertarlos, y esperar a ver sus inocentes caras de día. Alba está sentada en la mecedora de la galería. Apenas cambia la expresión de su rostro al verme, como una estatua de mirada fría y perdida. Con su mano derecha mece la cuna. Me acerco, está vacía. Fue una niña, me dijo. Nació muerta, el médico no pudo hacer nada. Rezamos una oración en su nombre y la arrojamos al mar, así no volverás a sentirte solo cuando vuelvas a embarcarte.

A los niños les he contado una historia fantástica: su hermana nació para ser el ángel de las mareas. Entonces, Alba levantó sus ojos hacia los míos. Unos ojos contenidos en llanto y me dijo: “llamé Mar a la niña”.

sábado, 26 de octubre de 2024

Viajar es descubrir (Tierra Santa), por Fernando Fernández Sánchez


(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

Sí, llega un momento en tu vida, en el que percibes que el horizonte de tu recorrido terrenal se aproxima a la meta y constatas cómo tus apetitos concupiscibles, propios de todo ser humano, se van aminorando. Al mismo tiempo, adviertes cómo tus circunstancias, propias en la evolución de la especie sapiens, comienzan a ser preponderantes. Y piensas, razonas y comprendes.

Las creencias, ¡ah las creencias! Piensas en los que creen que todo lo existente tiene un origen divino, y, también, en aquellos otros que opinan que todo se debe a un azar cósmico inexplicable, pero que, para ellos, es suficiente. Has alcanzado la madurez, que has ido adquiriendo paso a paso, y respetas a ambos, pues ni unos ni otros pueden demostrar aquello que dictan sus creencias.

Además del mundo natural –que es visible y tangible, sujeto a sus leyes y fuerzas, que el mismo hombre no ha establecido, y que apenas conoce y controla–, existe otro mundo, que es creación singular del hombre, de su mente: es el mundo de las ideas, de las creencias, de los principios morales y éticos.

Y es entonces, en el tramo final de tu irrepetible viaje terrenal, cuando te surge un viaje iniciático, abierto a tus limitadas experiencias como creyente, que posibilitan el acercamiento a unos territorios históricos, donde nació, vivió y murió ajusticiado un Hombre Bueno, en el que tú crees.

No lo dudas. Vacías tu mochila de todo lo caduco, y te la llevas a Tierra Santa para intentar que se llene de recuerdos y, de paso, procuras que éstos aniden en tu memoria el tiempo necesario hasta conseguir fermentarla y, también, para que inunden tu imaginación; esos recuerdos te van a transportar, en un viaje paradójico, hacia aquel período de los 33 años en los que un Hombre Bueno quiso enseñarnos convivencia y generosidad, y que, para conseguirlo, no dudó en ofrecer su vida por todos los humanos, creyentes y no creyentes. Por ello, ansías convertirte en un homo viator, quien, en su condición de peregrino, deseará abrirse al misterio de lo divino, transformándose, entonces, en un coherente homo credens


Llega el momento apetecido. Y lo que no nunca hubieras imaginado, sucede. Empiezas a pisar una Tierra en la que, unos tres mil ochocientos años atrás, los pies del aquel primer peregrino y de su parentela hollaron las milenarias tierras cananeas.

Entre los numerosos lugares que visitarás, que marcaron la vida y muerte del Hombre Bueno, comienzas contemplando la ciudad de Nazaret, uno de los tres lugares clave de su vida. Los otros son Belén y Jerusalén.

Nazaret, en las fechas en las que ese Hombre Bueno crecía junto a sus padres, era una aldea tan insignificante que, ni siquiera, el gran historiador judeo romano del siglo I Tito Flavio Josefo, la nombra entre las 204 aldeas significativas de Galilea. De esta población era María, madre del Hombre Bueno.

Ver una cueva excavada, donde vivieron José, el padre, María la madre y ese Niño que acabaría siendo un Hombre Bueno reconocido universalmente, te estremece dos mil años después de aquellas fechas. María pertenecía a los anawin, que eran personas humildes, sin apenas recursos económicos y extremadamente obedientes a la Ley de Dios.

Visitas el Monte Tabor, y recuerdas el episodio de La Transfiguración; contemplas los restos de la que fue una de las más bellas sinagogas antiguas de Israel, en Cafarnaúm, donde predicaba el Hombre Bueno; navegas en una barcaza hacia al interior del mar de Galilea, en cuyas aguas el apóstol Pedro temió hundirse al ir en pos del Hombre Bueno caminando sobre sus aguas.

Pero de todos los lugares que visitas, el que más te conmueve es el Huerto de los Olivos, donde echas a volar tu imaginación.

Sentado a los pies de la verja metálica que protege unos olivos milenarios, entornas tus párpados y, de repente, como si te hubieses colocado unas gafas de realidad virtual, tu imaginación vuela dos mil años atrás.

Te ves acompañando al Hombre Bueno cuando sale del Cenáculo; persigues sus pasos, al tiempo que desciendes hasta el arroyo Cedrón, que Él vadea sin dificultad; asciendes, a su lado, unos metros y llegas a Getsemaní; ves cómo deja atrás a ocho apóstoles y cómo únicamente le siguen Pedro, Santiago y Juan. Ves, asimismo, cómo a continuación deja a estos tres apóstoles para orar, alejándose unos metros de ellos, no sin antes decirles: «Quedaos aquí y velad conmigo». 

Y es entonces, contemplando al Hombre Bueno, cuando le escuchas decir: «Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la Tuya». A su lado, compruebas cómo el sudor baja por su cuello, empapa su túnica blanca y llega hasta el suelo, incluso le brotan gotas de sangre. El Hombre Bueno había entrado en pánico, sintiéndose horrorizado y angustiado. 

A punto de ocurrir el Prendimiento, despiertas de esa ficción a la que te ha conducido esa memoria fermentada. Consciente de tu situación, con los ojos todavía humedecidos, comienzas a fotografiar las reliquias de ocho troncos añejos de aquellos olivos, que acompañaron al Hombre Bueno en sus últimos momentos, cuando oraba en libertad por todos los humanos, pero siendo sabedor de las pocas horas que le quedaban antes de morir.

Son momentos en los que se encoge tu alma. Sabiendo hoy lo que sabes, dudas qué habrías hecho en aquella noche que siguió a la Última Cena, si hubieses estado acompañando al Hombre Bueno. ¿Lo habrías defendido con bizarría antes del Prendimiento, o te habrías escondido tras un olivo y hubieses aceptado con resignación las preferencias del Padre o, sencillamente, te hubieses vuelto loco comprobando tu cobardía? Quizá, en tu imaginación fermentada, no haya lugar para unos hechos en los que nunca tuviste la ocasión de poder dilucidar tu decisión.

Después de recorrer durante siete días los Lugares Santos, te sientes reconfortado en tu espíritu, y tu alegría se une a la de aquellos peregrinos a los que aludía el libro de los Salmos:

«Qué alegría cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies, Jerusalén».

Ellos cantaban entrando en Jerusalén. Tú, terminas tu peregrinación exultante de alegría por pisar toda la Tierra Santa. Te llevas un gratísimo recuerdo y no puedes menos que, al igual que puede leerse en versículos siguientes del mismo salmo, sentirte cautivado en tu adiós a Jerusalén, diciendo:

«Por amor a la casa de Yahvé, nuestro Dios, te deseo todo bien, Jerusalén».