El periplo semanasantino comenzó en la capital del Reino, que siempre es un destino estimulante, placentero. Un espacio afectivo al que uno vuelve encantado. Y un punto de partida maravilloso para recorrer la península.
Madrid es no sólo el centro sino norte y sur de España. Con todos los ingredientes, salvo el mar, para hacer las delicias de cualquier viajero. Eso sí, con el bolsillo cargado de billetes, porque cada día está más caro todo. Aunque se las pueda ingeniar uno para ir sorteando, en la medida de lo posible, los precios disparatados. Conviene agudizar el ingenio. Andar vivo, despierto. Sobre todo para que tampoco te zampen en el jungla urbana.
Después de la pandemia (la damos por finalizada), tengo la impresión de que todo se ha puesto por las nubes. ¿Verdad? Y lo que costaba un euro ahora son dos. Tal cual.
Pero eso de momento no debería impedirnos seguir moviéndonos por el mundo adelante porque en el viaje está el movimiento y la emoción, como si estuviéramos dentro de una road movie. Tal vez por eso me encantan las road movies, esto es las pelis de carretera, los libros de viaje, los viajes... La vida en sí misma es un viaje, como ya he señalado en alguna ocasión. Un viaje hacia un destino incierto, o mejor dicho certero, porque la muerte es quizá la única certeza. Pero ahora tampoco quiero flagelarme ni flagelaros, que para eso están las procesiones semanasantinas, que con algunas me topé a mi paso por el sur de España.
En esta ocasión me apetecía mucho andar a mi aire -bueno, siempre me gusta hacerlo, porque, como dirían en mi pueblo, lo que no puedas hacer por ti mismo, date por jodido-. Y no avisé a nadie en Madrid, habida cuenta de que conozco a varias personas que viven allí, y con algunas tengo un trato cercano. Qué me disculpen, la próxima vez avisaré, que será pronto. Eso creo.
Resulta muy agradable toparse en la Gran Vía madrileña con un tipo tocando unos tubos. Una delicia escucharlo. Siempre hay un motivo para volver a la capital del Reino, ciudad que es casi como la casa de uno, la casa del ser.
Me alegra pasear por esos lugares familiares, que se han quedado grabados en la memoria emocional.
Me gusta regresar a La Latina, Tirso de Molina y por supuesto Vélez de Guevara, donde suelo alojarme.
Me gusta recorrer Lavapiés (me ha entusiasmado un restaurante senegalés, que curiosamente llevan unas chicas hispanas), el Rastro (hoy casi vacío), la Gran Vía (con sus boleros mexicanos), Sol (iluminador con sólo pronunciar su nombre), Atocha, la Plaza Mayor, el palacio de Oriente.
Me procura placer dejarme ir, caminar por el gusto de caminar a través de tanta historia y monumentalidad, también en medio de la gastronomía del mercado de San Miguel. Pasear por el Madrid literario.
Transitar por la bohemia de un Madrid cada día más mestizo y pluricultural, atestado de turistas y viajeros tal vez en busca del sol embotellado de España.
Después de pasear por el Madrid de los madriles, por todos esos lugares, quizá alguno más, que menciono arriba, escritos en color azul, que fueron anotaciones hechas en su día en el muro del Facebook -al final el Cara Libro tiene utilidad, ya lo sabíamos-, me encaminé a Granada, que es otra de las ciudades por las que siento auténtica devoción, donde he estado en diversas ocasiones y me siento muy a gusto, aunque tal vez no tantas, porque hacía ya algunos años que no la visitaba. Creo recordar que desde 2018. Granada, esa ciudad que alguna vez calificara también de norte y sur de España porque tiene, en mi opinión, el verdor norteño y el sabor andalusí sureño, que tan exótica la convierte.
Cuando echo la vista desde el mirador de San Nicolás en el Albaicín a Sierra Nevada -que en verdad se mostró nevada-, tengo la impresión de contemplar a la vez los paisajes de mi Noroeste, por ejemplo la Sierra de La Guiana, y también el Atlas nevado marroquí, como si estuviera en Marrakech, o bien en el fascinante valle del Ourika (Urika), enclavado en pleno Atlas. Sólo por esa visión, casi ensoñación, Granada ya merece una visita. Y además el Albayzín (me gusta escribirlo así), con su Calderería Vieja y Nueva, sus callejuelas de medina árabe, sus teterías y restaurantes huele a narguile, a cuscús, a tajine. Un lugar con sabor y color árabe. Y eso me colma de placer. El conjunto de la Alhambra -cuentos de la Alhambra- me traslada a todos esos ksour que atraen como imanes en medio de paisajes desérticos, con sus oasis de cuento, como Aït Ben Haddou, espacio de leyenda y cinematografía, donde se han filmado secuencias de películas inolvidables, entre ellas Gladiador o La última tentación de Cristo, incluso Babel del mexicano Iñarritu. En todo caso, Granada/Graná (como les gusta pronunciar a los oriundos) no se agota en el Albaizín de los cármenes -el barrio del genial Enrique Morente- y el Sacromonte de los tablaos de las cuevas de la jondura del flamenco (que por cierto tiene parte de su origen en la música árabe) sino que cuenta con otros muchos atractivos y encantos como la Huerta de San Vicente, donde se halla la casa de la familia del duende Lorca, que tengo por uno de los más grandes poetas de la historia de la literatura y un dramaturgo enorme, colosal. Me gustó volver a Granada y sumergirme en sus calles, deambular a orillas del río Darro, adentrarme en el Corral del Carbón, que es un llamativo edificio nazarí del siglo XIV, que otrora fuera corral de comedias y en la actualidad es sede del Festival Internacional de Música y Danza. Y me entusiasmó entablar conversación con Elena, una chica granadina agradable y despierta que trabaja en Madrid y estuvo como Erasmus en Bruselas. |
El corral del carbón |
Mariana Pineda, la heroína de la libertad de esta ciudad morisca, también me dio la bienvenida, a sabiendas quizá de que la recordaba de mi época universitaria y luego tuve la curiosidad por leer la obra teatral que le dedica Lorca. Por cierto, me apetece releerla.
Y volver a tapear en La Buena vida.
Me entusiasma esta Granada moruna, ese exotismo del Albayzin.
La Alhambra es un sueño dorado que se cuela por los poros del alma. Una arábiga estética que contrasta con las procesiones semanasantinas. Mañana espero encarar de nuevo la Calderería Nueva en busca del mirador de San Nicolás.
Granada me invita a quedarme, incluso a vivirla y sentirla como si fuera una novia. Hay algo en Granada que me hace pensar en Marrakech. Ambas ciudades están hermanadas. Me siento muy a gusto tanto en una como en la otra. Esa Sierra Nevada del fondo me invita a fantasear con las montañas del Atlas.
Es el embrujo de lo sublime, de esa belleza que engendra luz y amor. Hasta el flamenco me hace recordar la música arábiga.
Seguiré recorriendo esta ciudad plena de luz.
En esta visita a Granada no podía faltar acercarme a la Huerta de San Vicente, donde se halla la casa del genio Lorca, por cuya obra siento devoción, tanto la poética como la teatral. Además el autor de El Romancero gitano, que es pura música, era músico, pianista y hasta pintor, como contara Laura, una estupenda guía.
Lorca, Dalí y Buñuel fueron grandes amigos y colosales artistas del siglo XIX.
Aunque Lorca tal vez fuera el más iluminado de los tres. Algo así creo que llegó a decir el cineasta Buñuel. Lástima que a Lorca, el creador entre otras de Mariana Pineda (cuya estatua también se encuentra en esta ciudad granaína) se lo cargaran tan joven. ¿Saben quién es Mariana Pineda?, recuerdo que nos preguntó a sus pupilos el maestro Gustavo Bueno en una de sus clases.
Allí nadie sabía quién era Mariana Pineda. Y se fue disgustado.
El viaje continuará por la costa granadina hasta Nerja, ya en la provincia de Málaga, y posteriormente Tarifa y Cádiz, porque conforma este periplo semanasantino de sol y mar.
De lo que daré fe en una próxima entrada en este blog. O esa es al menos la idea.
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