viernes, 7 de octubre de 2022

Salvé a un ángel, Susana de Paz

 Salvé a un ángel

Estremecedor relato que se nos muestra como una crónica de una muerte anunciada. Relatado en primera persona, a modo de monólogo interior, con precisión, con una extraordinaria progresión dramática, en la que se intuye la influencia de la mejor narrativa de Poe, que en cierto sentido nos hace recordar a ‘El corazón delator’

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)


No, no sufrió. No habría soportado que lo hiciera.

Fue más fácil de lo que esperaba. Su cuerpo se rompió entre mis manos. Pero es normal, todavía era una niña. Porque con catorce años aún se le considera niña, ¿verdad? Bueno, eso aquí, porque en otros países del mundo he visto por la tele que ya son mujeres casadas, con críos y eso…

Cuando ella nació, yo ya había vivido más años de los que a ella le he permitido vivir. Una pena.

No la recuerdo de pequeña. Yo era un adolescente de diecisiete años que no prestaba atención a los mocosos llorones del edificio. Todos estos años viviendo en la misma escalera, ignorándola… debí de estar más atento y haberla cuidado desde el principio, desde siempre. Ahí le fallé, la verdad.

Pero hace dos años la descubrí, fue como una aparición. Al volver de clase un día se le habían olvidado las llaves de casa, así que quedó en el portal esperando a que llegara su madre del trabajo. Tan agradable, tan sonriente siempre. Coincidimos y me quedé charlando con ella un rato. Le dije que no tenía nada que hacer y que así le hacía compañía mientras ella esperaba.

La amé inmediatamente. A simple vista era una de tantas niñas monas que salían en manadas del colegio que hay cruzando la calle. Delgadita y menuda, con el pelo castaño, largo y liso, que solía llevar recogido en una gruesa coleta, ortodoncia domando los dientes y vestida con su eterno uniforme de blusa blanca, falda escocesa y calcetines. Los fines de semana recuerdo que vestía vaqueros o chándal, a menos que fuera a comer a casa de su abuela. Entonces se ponía bonitos vestidos y francesitas. Bueno, eso era antes. Porque últimamente había cambiado, y ya empezaba a poner esas camisetas cortas que dejan a la vista el ombligo y faldas de un largo indecente, como las llevaría una cualquiera.

Ella, que era dulce, que era pura. Sí, fue esa ternura que desprendía lo que hizo que me enamorara perdidamente de ella. Su voz suave, su risa cantarina siempre presente. Era tan atenta y educada, regalaba un buenos días, las buenas tardes, ¿cómo estás?… Un soplo de aire fresco y alegre como yo no había tenido jamás.

Comencé haciéndole algunas fotos a escondidas. Luego pasé a esperarla cuando volvía de clase, y la saludaba haciéndome el encontradizo. Cruzar con ella algunas palabras se convirtió en mi única razón para vivir. La suerte máxima era coincidir ambos en la puerta y poder acercarme lo suficiente para aspirar su aroma a vainilla y a chicle de fresa. La adivinaba, con devoción, cada día, cada noche, dos pisos sobre mi cabeza, comiendo, durmiendo, duchándose… Tan cerca y aún tan inalcanzable.

Quizá no debí de rodear sus hombros todavía. Se sintió incómoda y desde ese momento la noté esquiva. Las conversaciones se volvieron rápidas, siempre tenía prisa, siempre tratando de escabullirse. Pero es que no pude por menos. Sentir su cuerpo suave y firme tan cerca del mío, me trastornaba.

Como me trastornó, cuando cumplió los catorce años, que sus padres la dejaran ir a ese antro al que van los jóvenes los viernes por la tarde, donde se supone que no venden alcohol. Ya, que no venden alcohol… Vete tú a saber qué hacen allí, a oscuras, chicos y chicas sobándose y manoseándose… No podía soportarlo.

Y, ¿cómo iba ella? Comenzaba a pintarse sutilmente los ojos y los labios. Con sus blusas minúsculas, que dejaban adivinar bajo livianos tejidos sus precoces pechos erectos a la vida.  Ella, que era pura belleza… ¿Cómo podía denigrar así la hermosura y la inocencia que yo adoraba?

No, no soy un depravado machista. Un canalla fue mi padre, que nos dio mala vida a mi madre y a mí hasta que el cabrón murió de cirrosis. Esos malnacidos que apalean a sus mujeres, esos sí que son unos miserables sobre los que debe de caer todo el peso de la ley. A esos había que matarlos antes que las maten a ellas.

Pero yo… yo no soy así. ¡Yo tenía que salvarla! No podía permitir que poco a poco se fuera alejando, que se fuera perdiendo. Que se convirtiera en una de tantas. ¿Qué iba a hacer yo entonces? No podía ser de otro que no la venerara como yo la venero. No podía consentir que nadie la mancillara, ni aún con el pensamiento.

Hace quince días algo saltó dentro de mí. Se me averió el coche y un colega del trabajo pasó a recogerme con el suyo. Ella salió del portal cuando yo estaba subiendo al vehículo. Mi compañero la quedó mirando y masculló: “Mira esa pollita, ya vale para un buen revolcón”.

Sentí que el corazón se volvía fuego, que se me salía del pecho y subía a mi cabeza. Una furia de años reprimida inundó mis ojos y lo volvió todo rojo, y verde, y negro... Lo hubiera matado allí mismo. Nadie podía tener esos pensamientos sobre ella. Nadie. Ni siquiera yo me permitía tenerlos, aunque tan solo a la vista de las fotos robadas el deseo me golpeara como un animal hambriento. Pero no hice nada. Sólo asentí con la cabeza, él arrancó y nos fuimos.

No obstante, su frase no me abandonó en los días siguientes. Se repetía en mí como un mantra maldito. Hasta que me di cuenta de que él no era el problema, el problema era ella. Porque según fuera creciendo, serían más los hombres en los que iba a despertar el deseo y ella acabaría sucumbiendo a sus pasiones. No podía matarlos a todos.

Los días siguientes estreché aún más la vigilancia, si es que ello era posible. Detallé los horarios y estudié cuándo sería el mejor momento. Lo haría a la vuelta del colegio. Como la primera vez. Repetidamente se proyectaban en mi cabeza, como una moviola, mis movimientos exactos. La imaginaba desplomándose en mis brazos, en un baile perfecto mil veces ensayado, regalándome su último aliento, su última mirada, su última sonrisa quizá. La sangre mancharía su camisa blanca en un último tributo a mi amor, sería como las rosas de su desfloración.

Pero hoy todo fue muy rápido, mucho más rápido de lo que yo había imaginado.

Al encontrarme en la escalera, su mirada se topó con el cuchillo que yo apretaba en mi mano, y sus ojos se llenaron de terror. Enseguida comprendió. Cuando abrió su boca, en un proyecto de grito, me abalancé ágil sobre ella. La ejecución fue perfecta, según lo previsto. Pero no hubo última sonrisa. El pánico desfiguró su bello rostro en una mueca fea e inadecuada. ¡Qué decepción, con lo guapa que era!

No, no estoy loco. Si les parece que infringí la ley, castíguenme. Yo cumpliré. Pero no me digan que estoy loco. A los grandes caballeros siempre les llamaron locos. Yo sabía muy bien lo que hacía. No hice nada mal. Yo lo hice bien. Hice lo que tenía que hacer. Cumplí con mi destino: salvé a un ángel. Y no sufrió.

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