jueves, 18 de noviembre de 2021

Solidaridad, por Paco Pacios Ceregido

       Solidaridad

El autor compone un relato que podría tener su inspiración en ‘Casa tomada’ de Cortázar, sin embargo él le da un toque personal que nos lo acerca a la época actual, en la que unos primos, que conviven en la misma casa, a resultas de su espíritu hospitalario, acaban yéndose de la misma para dejarles espacio a unos okupas

 (Manuel Cuenya, Taller de Relatos de la Universidad de León)

PACO PACIOS CEREGIDO

 

Nuestra casa era espaciosa, cómoda, muy soleada, y estaba ubicada en un barrio residencial del centro de la ciudad. Disponía de dos plantas, con cinco habitaciones en cada una. También era una de las pocas con piscina propia, y una amplia zona ajardinada que la rodeaba, muy bien equipada y cuidada.

Nuestros abuelos, que fallecieron longevos,  trabajaron muy duro para conseguir pasar sus últimos días en un ambiente agradable, y a su gusto. Por su parte, nuestros padres, los de mi prima y los míos, dejaron su vida en un maldito accidente de tráfico, quedando mi prima Raquel y yo mismo como únicos herederos de todo su patrimonio.

Cuando esto aconteció, Raquel tenía cuarenta y cinco años y ya había enviudado. Por mi parte, pese a ser un cincuentón, continuaba soltero. Para no dividir la casa y hacerle perder su encanto,  acordamos trasladarnos ambos a vivir en ella.  Además, manteníamos una extraordinaria relación, y nos profesábamos un enorme cariño.

Ella era la encargada de la dirección de la casa. En cuanto a mí, trataba de ayudarle en todo, haciéndolo lo mejor posible. Realmente, su pensión, sumada a la mía, (estaba retirado por las secuelas físicas derivadas de un infarto de miocardio),  nos permitían vivir desahogadamente. Y como ninguno de los dos teníamos descendientes, carecíamos de preocupaciones.

La casa de la finca colindante estaba habitada únicamente durante dos o tres meses al año, en época de vacaciones. Sus propietarios eran trabajadores y residentes en el extranjero.

Cierto día, cuando Raquel y yo regresábamos de nuestro paseo matutino, nos sorprendimos al ver en esa finca a una pareja con cuatro niños pequeños. Él, de unos cuarenta años, delgado, pelo largo con coleta, y barba. Ella, de unos treinta y pocos, también delgada, con un peinado, digamos, algo enmarañado. La verdad es que su aspecto y el de sus vestimentas no invitaban a la confianza. Sin embargo, al saludarlos, respondieron educadamente, casi con afecto. Nos dijeron que les gustaba mucho el barrio, que les habían ofrecido la casa y habían decidido establecerse allí. Prácticamente todos los días, Pablo y Rita —que así se presentaron— salían a nuestro encuentro en cuanto nos veían, para charlar un rato. Lo cierto es que daba gusto hablar con ellos.

Ya llevaban como vecinos  tres semanas y nuestra relación mejoraba  día a día.

Eran fechas de mucho calor, y su finca carecía de  piscina. Nos pidieron permiso para utilizar la nuestra, especialmente por sus cuatro hijos. Accedimos encantados. Los niños eran muy simpáticos y traviesos. Pablo y Rita se pasaban los días, tumbados,  completamente desnudos,  sobre el césped. A Raquel eso le molestaba mucho, pero como nos resultaban tan gratos, lo iba tolerando.

Venían con mucha frecuencia a nuestra casa. Hablábamos largo y tendido sobre las cosas más diversas. Raquel y yo escuchábamos embobados a Pablo. Tenía una forma de expresarse muy convincente.

Comían, merendaban y cenaban a diario con nosotros. Amantes del buen vino y de las comidas refinadas, ni un solo día traían ellos el menú, pese a ser seis. Todos los gastos corrían por nuestra cuenta.

Por fin llegó el otoño y el tiempo comenzó a empeorar. Todo se puso frío y sombrío. Era época de tristeza, pese a la belleza del colorido de la vegetación abundante en todo el barrio, entre la que sobresalían los olmos, plataneras, sauces, y muchos arbustos ornamentales. Apenas se veía el sol, y se respiraba humedad.

Estábamos cubriendo la piscina, cuando Pablo se presentó con una pareja y dos niños de corta edad, rogándonos que los alojásemos en nuestra casa. Que sólo serían unos días. Ambos estaban desempleados. Estaba en juego la vida de las criaturas. A la vista de la situación, y tratándose de unos días, los aceptamos, cediéndoles dos dormitorios en la parte superior de la casa.

Eran gente sencilla y la verdad es que los niños, de corta edad, se merecían todo. Eran dos rubitos encantadores.

Transcurrieron los días y Raquel comenzó a sentirse incómoda. Como es lógico,  carecíamos de la intimidad acostumbrada.


La situación se fue alargando en el tiempo, y además, Pablo, se presentó otro día acompañado de dos parejas de jóvenes africanos, diciendo que la casa era muy grande y que, sólo durante una semana, los dejásemos pernoctar hasta que les arreglaran los papeles. Que él no tenía sitio. No entendíamos la lengua de los nuevos huéspedes, lo que suponía un problema añadido. Pese a ello Raquel,  que siempre era  muy compasiva, admitió su petición.

Transcurrieron varias semanas y los nuevos moradores campaban  a sus anchas por todos los rincones de la casa y el jardín. No  podíamos estar tranquilos ni siquiera en el dormitorio, que nos vimos obligados a compartir los dos, ni en la cocina, ni en parte alguna.

Para colmo, los africanos, sin consultar con nosotros, recogieron a otros cinco compatriotas, Dios sabe de dónde, y les hicieron sitio en no sé qué parte del edificio. Aquello se convirtió en una comuna. La higiene de aquellas  gentes era escasa, o nula. El olor de todos ellos resultaba nauseabundo. Todo  era anarquía, un caos absoluto.

Los gastos, se volvieron  extraordinarios, insoportables; corrían todos por nuestra cuenta.  Y la situación, tanto económica como de convivencia, se tornó insufrible.

Sin previo aviso, Pablo y Rita convocaban reuniones, en nuestra casa, con personas de la misma índole, a quienes arengaban,  indicándoles los pasos a seguir y las quejas a formular ante la Administración, alentándolos incluso a reaccionar violenta y tumultuariamente en defensa de sus supuestos intereses, así como los de sus iguales. Aquellas reuniones, se convirtieron en auténticos mítines políticos.

Cuando esto ocurría, Raquel y yo nos ausentábamos.

Le explicamos la gravedad de la situación a “nuestros acogidos”, aclarándoles que no podíamos soportar más los elevados gastos.

Su manera de agradecer nuestra hospitalidad, fue amenazar con echarnos de nuestra casa a golpes.

Pusimos en antecedentes a Pablo y Rita sobre tales hechos, pero apelaron nuevamente,  con las mismas bellas palabras de costumbre, a nuestra extraordinaria solidaridad, pidiéndonos más tiempo, alabando nuestra encomiable labor, diciendo que toda esa gente tenía hogar gracias a nosotros, y que todo el mundo debería hacer lo mismo. Que estarían eternamente agradecidos, y ahora no podíamos dejarlos en la calle.

Sus palabras, antes tan gratas y convincentes, ahora comenzaron a sonarme a verborrea barata.  Mientras ellos  estaban, cómodamente instalados, en su casa, con dos habitaciones sobrantes, a nosotros nos endosó un gravísimo  problema, que no tenía visos de poder solucionarse.

Transcurrido un tiempo, mi prima y yo mismo nos fuimos enterando de que, parte de los acogidos, eran manteros.  El resto formaban parte de los conocidos como antisistema.

De todos los que ocupaban la casa, no logro recordar cuántos, solamente uno estaba tratando de encontrar un trabajo. El resto se dedicaba a participar en desórdenes y algaradas, a las que los convocaban Pablo y Rita.

Rita, pese a su apariencia de mujer dedicada a sus niños, era la que, con  más virulencia, incitaba a los asistentes  a utilizar medios violentos para conseguir los fines deseados.

También nos dijeron, aunque ya era tarde, que nuestros vecinos, nos habían mentido. La casa, supuestamente alquilada, la  habían ocupado ilegalmente, violentando las cerraduras.

“¡Qué cara más dura! ¡Qué estúpidos hemos sido fiándonos de estos embaucadores!”, nos repetíamos continuamente  Raquel y yo.

Dada la problemática suscitada, decidimos poner los hechos en manos de un amigo abogado para tratar de solucionarla. Le planteamos la posibilidad de presentar una demanda para expulsar a los ocupantes. Pero la contestación fue desoladora.  Nos aseguró que  no podía hacerlo porque las críticas de la prensa y la presión política lo aplastarían. Lo mismo ocurriría con los jueces encargados en dictaminar, que jamás lo harían en nuestro favor, pese a estar en posesión de toda la razón. ¡Qué terrible injusticia! Además, nos advirtió de que no deberíamos  dar de baja los servicios esenciales de la casa.

De vuelta, nos encontramos con dos nuevas parejas de refugiados, a quienes Pablo y Rita habían instalado en una tienda de campaña dentro de nuestro jardín. En el interior ya no quedaba espacio.

“¡Cómo nos han engañado! ¡Qué ingenuidad la nuestra!”.

Aquellas convincentes palabras, sobre todo del tal Pablo, así como su facilidad de expresión, sus falsas promesas, todo aquello nos sonaba tan bien que nos embaucó de lo lindo. Depositamos nuestra confianza en personas sin escrúpulos, y ahora estamos pagando  las terribles consecuencias de nuestra metedura de pata, en realidad de mi error, porque fui yo quien les abrió las puertas de la casa de par en par.

 Mi prima Raquel y yo nos sentimos impotentes. No podemos soportar más la situación, ni la pasividad de las autoridades. Estamos desesperados, estamos desamparados.

Antes de que sea demasiado tarde, ante la imposibilidad de recuperar lo que es nuestro, y temiendo consecuencias aún más desagradables para nosotros, tomamos la decisión de recoger las pocas pertenencias que se salvaron de la debacle y abandonamos nuestra casa,  nuestro hogar, que tantos recuerdos nuestros, al igual que de nuestros antepasados, atesora.

Al fin, abandonamos la casa familiar, dejando atrás  la ciudad que nos vio nacer y crecer, a nuestros amigos y conocidos de siempre, nuestra felicidad y una gran parte de nuestras vidas, para  trasladarnos con tristeza, con mucha tristeza,  a un lugar remoto, desconocido. Allí trataremos de olvidar. Viviremos de alquiler para evitar una nueva invasión y desalojo violento.

Las lágrimas siguen aflorando en nuestros ojos, recordando a nuestros pobres abuelos y padres. ¿Qué pensarían de todo esto si levantaran la cabeza?

 Rodeo por la cintura a mi prima Raquel para evitar que vuelva la vista atrás, y nos alejamos del lugar deprisa, muy deprisa, como si quisiéramos ahuyentar los fantasmas que se han apoderado de nosotros. Por fortuna, nuestro equipaje no es nada pesado.

Raquel, con la mirada perdida, parece contemplar la nada a través de la ventanilla del tren, que nos conduce hacia un lugar incierto, mientras yo no puedo dejar de reflexionar: “nuestra solidaridad nos ha desahuciado”.

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