En las salinas del Gualicho
La autora logra adentrarnos, a través de un viajero un tanto extraño, en un paisaje que podría ser como otra dimensión temporal. Y lo logra con una narrativa que mezcla con destreza una descripción cargada de sensorialidad. El final nos invita a la reflexión
(Manuel Cuenya, Taller de Relatos de la Universidad de León)
NATALIA FRANCO
Era mi primer viaje a las salinas de Gualicho. Había salido temprano desde Las Grutas al volante de un todoterreno, que había alquilado allí mismo. El hombre que me lo había alquilado me miró entre raro y sorprendido por mi acento. No acostumbraban a ver a muchos yankis en el pueblo. Me preguntó de dónde era. “De Connecticut”, le respondí. Él quiso saber si Connecticut estaba cerca de Nueva York. Tenía un primo que había emigrado a Nueva York antes de la guerra. Hacía tiempo que no tenía noticias de él. No sabía si aún vivía o había muerto. Poco a poco, sus cartas se habían ido espaciado hasta que dejó de recibirlas...
“Tenga cuidado con las salinas”, me advirtió, y antes de que me diera tiempo a responderle, agregó: “No hay nadie por esos parajes. Nadie podrá auxiliarle si se accidenta”. Casi sin prestarle atención, le respondí: “Lo tendré en cuenta, amigo”... Y así, una preciosa mañana de primavera austral me dirigí al Gualicho. A medida que avanzaba con el jeep el paisaje se tornaba más desértico y lunar. De vez en cuando echaba un vistazo al cuentakilómetros, y calculaba lo que me restaba por recorrer. Cuando apenas faltaban cinco kilómetros para llegar pude divisar las dunas a lo lejos... Así que esas eran las famosas salinas, desde luego parecía que mis expectativas no iban a verse defraudadas. Según me iba acercando pude constatar que las salinas parecían una estepa de tierra árida y remota. Atrapadas entre montañas sinuosas, unas enormes lagunas de origen marino se habían evaporado a consecuencia de las altas temperaturas y habían dado origen a estas extensiones de sal de dimensiones impresionantes. Apagué el motor del todoterreno y caminé un buen rato con mi mochila a la espalda en medio del silencio más absoluto. Me subí a un peñasco y me senté a observar el paisaje. El sol estaba en su cénit. Saqué la cámara fotográfica del fondo de la mochila e hice varias tomas. En aquel momento sólo importábamos la naturaleza, que se me revelaba en un esplendor desconocido e inesperado, y yo mismo. No, no me hallaba entre la frondosa vegetación de una jungla tropical, tampoco entre la nieve y el hielo del Ártico, sino en la Patagonia Argentina. El paisaje de color blanco con matices grisáceos se perdía en el horizonte hasta donde mi vista llegaba, para fundirse con el cielo de un color azul purísimo. Saqué mi pipa y la llené de tabaco. La encendí y di varias bocanadas hondas. El sabor y el olor del tabaco conseguían enmascarar el extraño olor agrio que emanaba de las salinas y que casi podía mascarse. Sentí una emoción extraña que me embargaba. La grandiosa vastedad del espectáculo, que se extendía ante mis ojos, me hizo sentir de un modo que nunca antes había experimentado, me hizo sentir tan minúsculo e insignificante que, por un momento, llegué a creer que era un átomo más de sal, fundido en la masa que me circundaba. Sacudí esa idea de la cabeza, e intentando sobreponerme miré al cielo. El sol había descendido varios grados, y el calor comenzaba a ser asfixiante. Miré la esfera del reloj. Había pasado más de media hora mirando alrededor y al infinito. Nunca antes había percibido esa comunión tan íntima e inexplicable con el mundo que me rodeaba... Sentí que debía volver al coche 4x4 y conducir más y más adentro, conducir sin parar, sin detenerme ni un instante, conducir sin descanso para no volver jamás atrás, al punto de partida...
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