Un canto a la vida, hey. Así recuerdo que puse fin a una serie de textos sobre el maldito virus. Del corona y de quien lo inventó. Si es que a alguien se le ocurrió inventarlo o fabricarlo. Que esa duda no acaba de despejarse. O sí. Porque la comunidad científica asegura que surgió de un modo natural. Y tendremos que creerlo. Más vale creerlo -decían antaño- que ir a averiguarlo.
No obstante, uno prefiere quedarse con la duda metódica, acaso como punto de partida filosófico. La reflexión ante todo. Y siempre la filosofía como camino hacia el conocimiento y auto-conocimiento. Que la creencia como tal y la fe no conducen a nada, al menos con enjundia, si no hay un respaldo razonable, científico, objetivo. Y en esas andamos, mientras el virus sigue campando a sus anchas como Pedro por su casa. O como un Drácula todopoderoso, con los colmillos afilados, chupando la sangre de la Humanidad, metido hasta la cocina en la casa de todos.
Un canto a la vida, por favor, que la muerte ya nos acecha y persigue en todo momento, tras las sebes de los sueños y las ilusiones, que se truncan de un momento para otro. Tantos sueños truncados. La Muerte, impertérrita, se impone como una apisonadora, aplastando a unos y otras como si fuéramos hormiguitas. Pobrecinas hormiguitas.
Me gustaría quedarme con la vida, siempre. Con la esperanza de que, en algún momento, podremos volver a vivir al menos con cierta normalidad, si es que existe la normalidad. O mejor dicho, como vivíamos antes de que nos atacará por sorpresa este corona espinoso, que nos tiene en vilo desde hace meses. Desde el invierno pasado, para más señas, que ya pronto nos meteremos en otro invierno-túnel sin luz. Y sin esperanzas. Miedo nos da. Como ese túnel existencialista, que nos hace vomitar y a la vez nos fascina en términos literarios, ese Túnel-obra que escribiera el físico argentino Ernesto Sábato.
Que ya el otoño ha llegado con sus grisuras, sus astenias y sus olas y brotes y rebrotes en todo el Planeta, con su onda... expansiva, que no es capaz a pararla ni Cristo bendito, que en los cielos de alguna ficción estará. Y con una España contagiada hasta las cejas a la par que enfangada en mociones de censura absurdas a través de un partido atroz, Vox, que en una democracia real no debería tener cabida. Ah, sí, que la democracia es el poder del pueblo, y el pueblo también decide. Aunque a veces el pueblo no sepa ni mugir. El pueblo somos todos, semos unas y otros. Pero ya sabemos que unos son más iguales que otros. ¿Os acordáis de Orwell y su Rebelión en la granja?
En mi humilde opinión, Vox no debería tener ni Vox ni voto, porque es una Vox extrema, extremista, que nos revuelve las tripas. Y en los extremos está el peligro. Las dictaduras, tanto de derechas como de izquierdas, nos han dado buenos quebraderos de cabeza. Y continuarán chingándonos. Lo adecuado, lo más sabio quizá, sería encontrar el justo medio, el equilibrio, que es lo que nos da serenidad, lo que nos procura salud, por supuesto mental. Todos los desequilibrios nos llevan a la locura, al desastre.
Vivimos y sufrimos en una España de extremos y radicalismos. Nuestra historia nos lo confirma, con una guerra fratricida y una posguerra cuasi interminable. Aún siguen supurando las heridas de esta cruenta guerra entre hermanos y vecinos, no nos olvidemos.
Vivimos en una piel de toro o de vaca que no logra frenar los contagios. Oficialmente, ya superamos el millón. Aunque en esencia sean muchos más millones. Y miles de fallecidos. Además, de otros miles que han logrado superar el virus, pero que les quedan secuelas de todo tipo. Con lo cual el panorama resulta desolador. Y eso nos tira por los suelos, aunque sigamos cantándole a la vida.
El Bierzo -concretamente el área perimetral de Ponferrada- también está en el punto de mira. Y aunque estaba cantado que sería la siguiente zona de la provincia de León en ser confinada -León capital ya lleva días confinada, y lo que te rondaré, morena-, de momento aún no han dado el toque de queda definitivo. Que llegará, a buen seguro. Para nuestra tristeza.
Sabíamos o intuíamos que no sería nada fácil salir de esta encrucijada, de este túnel, pero, a medida que transcurre el tiempo, nos damos cuenta, cada día más, que esto, si sigue así, no sólo acabará afectando a nuestra salud, sino que acabará dinamitando todo nuestro horizonte de esperanzas. De esperanza en la vida. Porque si no la espichamos de coronavirus, moriremos de coronahambre -la hostelería, por ejemplo, quedará para el arrastre, habida cuenta de que el nuestro es un país fundamentalmente de servicios-. O de otro tipo de enfermedades. Porque somatizaremos todo este sin dios en forma vírica. ¿Acaso no se muere más gente en el mundo por otro tipo de virus, de enfermedades coronarias, de cáncer, por guerras, por hambruna... por calamidades varias? Es probable que, si no acabamos directamente en un cementerio -se acerca el Día de Difuntos- terminemos en un frenopático. Si es que aún quedan psiquiátricos que nos acojan. Que esa es otra. Porque los hospitales, del tipo que sean, acabarán colapsados. Ya lo están. Lamento ser tan explícito y realista.
Los cuadros ansioso-depresivos se están desatando, amén de otras psicopatologías. Hasta uno se siente en un cuadro similar, aunque intente sobreponerme. Y tirar para adelante.
El virus existe, es un hecho, que está poniendo patas arriba nuestras formas de vida. No vamos a ser negacionistas ante tamaña evidencia. Pero los gobiernos no deben olvidar que, con sus medidas, cada vez más restrictivas (en breve nos darán toque de queda, como en las guerras, y eso que llegué a escribir que esta no era una guerra, salvo por los muertos y muertas que nos está dejando), están pulverizando a la sociedad, que está aterrada, muerta de miedo. O sea, muerta en vida. A parecer, eso también es real, una parte de la sociedad, entre ella alguna juventud, se salta a la torera todas las normas y restricciones montando fiestas y botellones por doquier. Con los consiguientes contagios. Y así esto no tiene ni tendrá fin. Porque las vacunas, hasta que estén en marcha y sean eficaces, tardarán tiempo. Y alguna gente no querrá ni ponerse la vacuna. Quizá tampoco haya vacunas para todos. Al menos en una primera fase.
El duro confinamiento, sufrido en una primera fase o fases, sirvió para acorralar el virus, para frenarlo. Pero tuvo, ha tenido y sigue teniendo sus consecuencias, en lo económico, lo social, lo cultural. Y por supuesto en la mente de cada individuo, que se resiente de un modo escalofriante.
Otro confinamiento de ese calibre nos haría polvo, acabaría con nosotros. De un modo literal. Si no caemos por el coronavirus, acabaremos sucumbiendo ante cualquier otra enfermedad, del cuerpo, de la mente, que todo es una misma materia. Así que preparémonos para la batalla. Que se nos espera un otoño jodido. Y aun invierno atroz. Ni turrón, ni uvas pasas, ni nada. Hasta Papá Noël se quedará morriñoso en el Polo, a la intemperie, con sus regalos de Navidad metidos en el saco de las ilusiones perdidas.
Después de mi ultima entrada en este blog, Verano vírico, decidí no escribir más sobre esta situación. Y lo hice de un modo consciente e intencionado. Por salud mental, sobre todo. De modo que hago una elipsis, desde junio hasta ahora, que no llega a ser la elipsis que vemos al inicio de la película 2001, Odisea en el espacio (una elipsis que salta desde la prehistoria a la modernidad del siglo XX) pero que deja un espacio considerable, al menos para tomar un relax, un respiro, que me permitió salir a estirar las piernas y oxigenar la mente en la Naturaleza. Y de paso pude viajar por el Noroeste español, tan bello y familiar, lo que me procuró luz y energía, ánimo y placer, el placer de sentirme vivo a pesar de los pesares. Con ganas de vivir. Con ganas de sentir. De sentirlo todo de un modo intenso.
Una válvula de escape o un caramelito que nos permitió el gobierno (habida cuenta de que el nuestro es un país turístico, que vive del turismo) para que nos creyéramos por un tiempo el camelo. Y de paso nuestros mandamases también pudieran tomarse ese periodo vacacional en playas, tumbados al sol, el sol embotellado de este corralón ahora nublado. Con nubarrones en el cielo encapotado de esta plaza globalizada. Y Globalizadora.
¿Para qué nos ha servido la Globalización? Después de la tempestad, esperemos que llegue la calma, si aún seguimos en la senda, en la mar, para dar fe del cuento. Con final feliz, por fa.
Un canto a la vida, hey.