sábado, 4 de mayo de 2019

Túnez, directo al corazón

Han transcurrido ya algunos días desde que regresara de mi viaje a Túnez. Y siento que caló hondo en mí. Sobre todo ahora que intento rememorarlo en mi tierra uterina de Noceda del Bierzo. 
Cada viaje es una experiencia, un modo de sentir, una forma de aprendizaje. 

Todos deberíamos viajar más, salir de la rutina, abrirnos a otros mundos, explorar otras culturas, confrontarnos con otras realidades. Los expertos en psicología y demás asuntos de la mente aseguran que viajar es buenísimo para combatir depresiones y aun otros desequilibrios de la psique. Viajar se me antoja, me late, que dicen en México, terapéutico. 
Abandonar la zona de confort, aunque sea por unos días nomás, resulta difícil, porque uno se habitúa a sus rutinas, a sus cosas, pero a la vez nos procura nuevas estimulaciones. Y los seres humanos necesitamos estímulos que nos ayuden a vivir, a sobrevivir y sobre-creer en este mundo inmundo, en este mundo falsario, efímero. 

En un viaje a menudo uno encuentra estos estímulos. Este "cargarse las pilas", del que habla alguna gente. Lo peor es cuando el viaje llega a su fin, porque a uno le entra la nostalgia, incluso cierta depre post-viaje. Y ante esta situación, una excelente terapia, creo, es intentar plasmar por escrito lo que uno ha sentido, vivido, experimentado durante el viaje. La escritura como algo que nos salva. O nos cura. Y nos ayuda a sobreponernos. Por eso debemos viajar, sentir. Y luego contarlo, hacer partícipes a los demás de nuestras peripecias. Porque además somos animales sociales. Y nos gusta compartir, antes o después, nuestras vivencias con nuestros congéneres. 

Tampoco es necesario viajar lejos, al otro extremo de la Tierra. Sólo es cuestión de salir, viajar con la mente abierta, con los cinco sentidos, absorber aquello con lo que no estamos del todo familiarizados. O ni siquiera conocemos. 
El viaje como una genuina escuela de aprendizaje, que nos permite reflexionar, emocionarnos. Una asignatura obligatoria, que debería implantarse en los planes de estudio. 
Viajando se aprende de verdad. Sobre todo si uno viaja solo, sin nadie en que ampararse, con lo cual te mantiene activo, alerta, en todo momento. 

Cada viaje es un mundo. Y tiene su aquel, que diríamos acaso en lenguaje coloquial. Y este viaje por tierras tunecinas me ha entusiasmado. Casi casi como si nunca hubiera estado antes en este país, con una mirada nueva, con un sentimiento nuevo, con la percepción de un rapaz que re-descubriera el mundo, al menos ese mundo tunecino. 
Lo digo porque hace años viajé por primera vez a este país, en uno de esos viajes organizados que te llevan a la carrera, durante una semana, por cientos de sitios. Y, transcurrido el tiempo, uno se percata de que no quedó demasiado poso, lo cual me entristece. 

Bueno, sí recuerdo que me causó gran impresión, ya en aquel primer viaje, Chott el Djerid, el lago salado más grande del Sáhara (el desierto más grande del planeta Tierra). Y alguna cosilla más. Lo que me hizo, sin duda, que volviera a este país, con lo cual de algo sirvió aquel primer viaje, tal vez como trampolín para lanzarme de nuevo a la piscina tunecina, cuya zambullida me resultó, en esta ocasión, sumamente placentera. Y esta segunda vez me está dando ganas de regresar en una tercera ocasión. En algún momento volveré. 

Hammamet, Susa o Sousse y Monastir (aunque sean turísticos) como destinos pendientes. Y algún sitio más. Tal vez Kairouán, si bien pudiera visitarlo de pasada en aquel mi primer viaje, merecería la pena. Y la isla de Djerba, que también visité al carrerón en aquel primer viaje.  
Cuántos lugares, cuántos destinos para una vida tan breve, porque, por más que uno viviera, todo se quedaría escaso, raquítico. Y eso me apena. 
Me entusiasmó, decía, volver a la ciudad de Túnez, con su medina y su avenida Bourguiba, auténtica arteria de la ciudad moderna y centro neurálgico (neuronalmente) de la capital, donde se mueve, a mi entender, la vida. 

Pasear a lo largo de la Bourguiba -con sus cafés de estilo parisino y sus restaurantes, y su teatro y su catedral Saint Vicent de Paul, de estilo neobizantino, junto al banco Zitouna, que significa olivo, de ahí nuestra aceituna, término de origen árabe, como otros tantos miles (sorprende ver una catedral en este país islámico), con sus edificios modernistas, art déco y art nouveau, con su paseo arbolado central-, es todo un ritual, una ceremonia que uno realiza gustoso, ya sea durante el día, con tanta animación, como por la noche (donde todos los gatos son pardos, sobre todo porque ni siquiera hay gatos ni gatas, es un decir). 
Pasear a lo largo (y ancho, es una avenida considerable) de Bourguiba (en recuerdo a su presidente, que puso fin a la monarquía e instauró la República), desde la puerta de Francia o Bab Bhar (donde comienza la Medina), haciendo un alto en la estatua ecuestre de Bourguiba, hasta la Torre del Reloj (y aun hasta la Marine y la TGM, la estación de tren que parte hacia Cartago y Sidi Bou Saïd), pasando por delante del legendario rascacielos (construcción cúbica de color azul, que vemos en la primera foto de este post) en que se ubica el hotel África (punto de referencia para no extraviarse), es una delicia. Y te ayuda a entender el movimiento de la ciudad, con su tranvía de color verdoso y sus taxis de color amarillo. 



Y luego esas calles aledañas a la Avenida Bourguiba, como la rue du Caire, con sus restaurantes, en los que resulta en verdad barato comer, comer incluso una dorada a la plancha. Exquisita. Muy sabroso el pescado. Y deliciosa una especie de gulash a la tunecina (Kamounia, se llama), que te hace rechuparte los dedos. Como cuentan que se los rechupaba el Rey Don Juan Carlos yantando botillo en el restaurante Casa Salomé de Toreno en su visita a finales de los 90 al Bierzo. 
De repente, me ha salido un guiño a lo monárquico, aunque uno no lo sea. Y Túnez tampoco lo sea. 



Céntrico (y muy cerca del Hotel África) está el Hotel Tej, cuya relación calidad precio está muy bien para quedarse unos días. Si es que todo resulta asequible para un español en Túnez. El desayuno no va muy allá, todo hay que decirlo, porque el zumo es artificial y el café de máquina de campus universitario, pero está incluido. Y una de las recepcionista, Salma, es una chica amable y muy simpática. Al parecer, sólo se quedará allí unos meses, los que duren sus prácticas, con lo cual dejará de estar en poco tiempo. 

Todo pasa, todo cambia. Todo fluye como un río, el río de la vida, por que navegamos los mortales, que vamos a dar a la mar, que es el morir. Ahora me está saliendo la vena heracliteana, con un recuerdo entrañable, eso sí, al gran Jorge Manrique, el de las coplas a su padre, coplas que me estremecen. 
Túnez capital también da al mar, con su puerto de la Goulette.
Al igual que la bellísima y cercana población de Sidi Bou Saïd (a un par de kilómetros de las ruinas Cartago) que mira al mar con ojos líricos, azules. Pero esto daría para otra entrada. Y aun no he hablado de la Medina de Túnez Capital (Patrimonio de la Humanidad), que también daría para otra entrada. 
Se me amontona el trabajo. Y también las letras. Hoy, en todo caso, o al menos por el momento, lo dejo aquí. Que es sábado. Y hace buen día para salir a estirar las piernas y oxigenar el alma en el útero de Gistredo. 

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