lunes, 28 de enero de 2019

Siempre nos quedará Marrakech


Los Suks son aromáticos, frescos y plenos de colorido. El olor, siempre agradable, varía a cada paso  según  la  naturaleza  de  los  productos.  No  existe  nombre  ni  anuncio  alguno,  tampoco  un  solo   escaparate. Todo cuanto hay a la venta está expuesto. Nunca se sabe lo que costarán las cosas, igual suben los precios que permanecen estables.

(Elías Canetti, Las voces de Marrakesh)

Marrakech, ciudad que he visitado en diversas ocasiones y en las diferentes estaciones del año, atrapa, engancha, acaso por su luz (tan importante para un ser humano), por su temperatura ambiental (tal vez afectiva, esencial también), por sus cielos despejados (lo dice este menda lerenda, que procede de las brumas del noroeste arcilloso y verde, medular y minero, donde aúllan los lobos en las noches estrelladas del verano, allá en lo alto de los Llamazones, y los osos campan a sus anchas por la Serranía de Gistredo, que debería ser espacio protegido, reserva de la Biosfera, parque natural). 

Hace más de veinte años que puse por primera vez los pies (creo que el alma también) en esta tierra (aquel mi primer viaje desde Almería en barco hasta Melilla. Y luego Nador, Nador dream, en busca de la ciudad de Fez...). Y desde entonces me quedé literalmente hipnotizado por su exotismo palmeral, por su belleza natural (es literalmente un gran oasis en medio de un secarral, por no decir desierto, un vergel que mira, con ojos golosinos, al Atlas nevado y ensoñador), por su vida en la calle, por sus gentes, por su medina  medieval, por su enorme muralla, del color tostado de la piel y a veces del color de la sangre (según incida la luz en la misma), por sus puertas (me impresionó sobre todo Bab el Khemis (genuino rastro o zoco), sobre todo la primera vez que la visité, incluso por su ciudad moderna y afrancesada de Guéliz, que huele a croissant a la plancha con mantequilla y a café brasileiro (es un decir, pero huele a café, aunque el té a la menta sea la bebida por excelencia). 

Marrakech, la ciudad roja, amerita de varias visitas, sobre todo para quienes creemos que una ciudad, un lugar, se llega a medio entender y medio conocer cuando uno la visita en diversas ocasiones (día/noche, primavera/verano, otoño/invierno). Y por supuesto cuando uno la vive, se recrea en la ella, la disfruta, la degusta, le toma el pulso, la temperatura, no sólo la ambiental, sino la afectiva. 
Hubo una vez en que hasta quise irme a vivir a Marrakech (no descarto la posibilidad algún día de irme a residir allí, al menos durante algunos meses al año, sería estupendo, creo). 

Mi querencia por esta ciudad me ha llevado también a presentar un libro, La Fragua de Furil, en el Instituto Cervantes, que queda en la Avenida Mohamed V, cuando el director era el arabista y escritor Luis Vicente Mora, lo cual le agradezco. 
Y en esta ciudad llegué a conocer y conversar con uno de nuestros mejores escritores, Juan Goytisolo (ya lo he contado). Por cierto el autor de Makbara (libro de obligada lectura para entender la Plaza de Jemáa el Fna) era amigo del magnífico escritor mexicano Carlos Fuentes y del enorme poeta Valente. 

En Marrakech he vivido experiencias estupendas, he sentido, he reflexionado, he contemplado la belleza en todo su esplendor, esa belleza que engendra amor. 
En esta ciudad también he presenciado situaciones como la que a continuación relataré, una anécdota que tiene su miga, eso creo. 
Ocurrió en la Jemáa el Fna, que es Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, una plaza que es todo un microcosmos. Y un gran teatro al aire libre, con vendedores de de todo tipo, incluidos los de dentaduras, mujeres de la henna, que te tatúan en menos que canta un gallo, y aun pescadores de ilusiones (en realidad de fantas y cocacolas). Y aun todos esos juglares y buscavidas, recitadores del Corán y los cuentos de las mil y una noches, gnaouas en trance (aporreando sus tambores cual si estuviéramos en Calanda, a Buñuel le hubieran encantado), aguadores, moneros, con sus monitos de feria (alguno incluso arropado con la camiseta de Messi, son muy dados al opio futbolero en el Morocco), serpienteros, que te cuelgan las bichas a cambio de guita...
Todo un elenco de actores y actrices dispuestos a interpretar su farsa o su teatro, su dramaturgia en un espacio abigarrado, estimulante, impregnado de sensorialidad. El gran teatro de la vida. Con máscaras y sin máscaras. Recuperemos a nuestro Calderón de la Barca. 

Ocurrió en concreto en un puesto de zumos, como el que os muestro en una de las fotos que ilustra este texto. Zumos exquisitos, por cierto. Ahora no sólo de naranja (como otrora), sino de mezcla de frutas. A precios razonablemente baratos. Todo evoluciona. Y a veces involuciona. Ya sabemos. 
Una señora marroquí, amable y cercana, le preguntó a un tipo, que iba acompañado por varias personas, si era español. Y éste, con aspecto cavernícola [tendríais que haberlo visto y sentido] respondió con aires de suficiencia: "catalán". Nada nuevo ni sorprendente bajo la capa de las estrellas marrakchíes, que lucen con entereza.
El catalanismo andante y parlante no se mide, que diría un cuate mexica


Viajar a la ciudad roja marroquí para estrecharse, encogerse, ombligarse es algo que te deja trastocado. Hostias, creía que viajar era para ampliar horizontes, saltarse fronteras, abrir el "calamón", que dicen en mi tierra uterina. Ay, qué cosas hay que escuchar.
Es como si la buena señora magrebí, atónita que se quedó ante la respuesta del catalanista [puedo dar fe de ello], me hubiera preguntado: ¿Español? Y uno, tan ancho como largo, le hubiera espetado: de Noceda del Bierzo, nomás.


Marrakech, con el transcurso del tiempo y mis varias visitas, se ha convertido en un sitio en el que uno se encuentra como en su casa, con unos restaurantes familiares como el Toubkal, sito en la propia Jemáa, o bien el Chaâbi, donde se come muy bien, comida casera, con sabor exquisito. La comida marroquí, sin llegar a ser variada, me parece excelente, saludable, sobre todo. Y el Faouzi, enclavado en la medina, a unos pasos de la Jemáa, es un hotelito que me entusiasma, no sólo porque resulta acogedor (con su patio andalusí, como el de un riad, y su terraza con vistas a la ciudad) sino por la hospitalidad, la calidez de sus recepcionistas, sobre todo de Faisal, un berebere sonriente, educado, amabilísimo, que ya es como un amigo.
Realmente, es una suerte encontrar un lugar así, que te hace sentir como en casa. 

En mi aún reciente viaje al Morocco (reciente sobre todo en mi memoria emocional), ya en mis últimos días de visita, antes de emprender rumbo a nuestro país de paisitos (morriña que me dio, lo confieso, porque me encontraba estupendamente) la vida me dio una sorpresa (o mejor dicho, dos sorpresas, una buena y otra mala). 

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, como suena la canción de Pedro Navaja. O algo tal que así. 
Empecemos por la mala, el fallecimiento de Paco el pescadero y hostelero nocedense, al que le tenía afecto, como paisano y como persona. La noticia me llegó vía Whatsapp a través de un grupo conocido como "Bercianos por el mundo" (aunque antes cabría llamarlo "Nocedenses por el mundo"). Me dio mucha pena no poder estar en su funeral para acompañar a sus familiares, a sus hijos Isa y Paco, y a su mujer Maruja, que siempre tiene buenas y cariñosas palabras para uno. 
Noceda del Bierzo se nos esta quedando vacía, despoblada. Qué pena. Y cuánta tristeza por la desaparición de Paco el pescadero, a quien hace algún tiempo le dedicáramos semblanza en la revista La Curuja.
En realidad, fue nuestro buen amigo y colaborador de la revista del útero de Gistredo Javi Arias Nogaledo quien le dedicara un hermoso texto, ilustrado con fotos entrañables. 
De repente, se me destempla el cuerpo/alma al recordar  que basta que uno se ausente de la matria para que llegue alguna desgracia. Sí, siento escalofríos a pesar de la excelente temperatura ambiental en este invierno del sur marroquí que podría equivaler a nuestra primavera avanzada de finales de mayo y aun principios de junio.


Los cuenteros suelen tener mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los  más  duraderos  círculos  de  gente.  Sus  intervenciones  duran  bastante;  en  un  corro  interior  los  oyentes se agachan en el suelo y no se marchan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fascinados de las palabras  y  gestos  del  cuentero.  A  veces  son  dos  los  que  recitan  alternativamente.  Sus  palabras  llegan  desde  lejos  y  permanecen  suspendidas  por  largo  tiempo  en  el  aire  al  igual  que  los  habituales.  Yo  no  entendía  nada  y  sin  embargo  permanecía igualmente fascinado al eco de su voz.

(Elías Canetti, Las voces de Marrakesh)


Uno se pregunta si la belleza será menos belleza o simplemente no será cuando se muere un paisano, un hombre, Paco el pescadero o el fresquero, y todo un pueblo se siente triste ante tamaña pérdida. Y es que cada vez que se nos va alguien en Noceda del Bierzo, todo se torna más gris. Aunque en la ciudad de Marrakech sigan las puestas de sol tras la Kutubía y las voces de la ciudad, incluido el muezzín [Elias Canetti supo ver y escuchar como nadie el sentir marrakchí, ahí están sus Voces] suenen y hasta resuenen en nuestro interior, acaso como un lamento fúnebre. Joder, cada vez que me ausento de la matria alguien fallece. La muerte de mi padre no me pilló de milagro fuera de España. Había viajado también a Al Magrib. Y por los pelos no coincidió con mi viaje por esta tierra, lo cual agradezco, que ya estuviera en España, en la ciudad de León, en concreto, donde estaba impartiendo clases, lo que no atenuó, cabe decirlo, el tragantazo brutal que sufrí.  

Y la agradable sorpresa (no todas van a ser malas) es que me contactó el periodista y escritor David Rubio (el dire de La Nueva Crónica) a través del face para decirme que iba a viajar a Marrakech. Y como sabía que andaba por esos lares, pues si podíamos vernos. Por supuesto, encantado, le dije, coincide con que estoy hoy en la ciudad, después de mi visita a Essaouira/Swira. 

Quedamos en vernos al mediodía en el restaurante Toubkal, que queda en la plaza de Jemáa el Fna. Y es sitio que me gusta frecuentar. El mediodía es buena hora para la ceremonia del té a la menta, el whisky bereber. A los marroquíes les encanta escanciar el té como a los astures la sidra. Por cierto, la sidra es una de mis bebidas preferidas. Y las Asturies una tierra en la que pasé algunos de mis años universitarios, esos en los que uno permanece con las ilusiones intactas. Y se cree, qué ingenuidad, cuasi inmortal (El inmortal de Borges). Una época extraordinaria, cuando descubre también los primeros amores, el sexo... lo que tal vez a uno lo configura como persona (infancia y juventud nos conforman. Y son definitivas).

David llegó puntual a la cita mientras me tomaba un té a la menta en la terraza a ras de suelo del Toubkal, pues este restaurante cuenta con otra terraza en el primer piso. Qué maravilla las terrazas de Marrakech. 
Y para rendirle homenaje al gran Juan Goytisolo [quien además hablabla un buen árabe marroquí, como me dijera mi acompañante Hayat hace años] nos subimos a la terraza del mítico café de France, al que tanto le gustaba ir a Goytisolo, y desde donde se tiene una vista completa de toda la ciudad roja, incluida la silueta nevada del Atlas.

Paseamos por la Medina, comimos (en el Chaâbi), reposamos en la patisserie des Princes (donde, oh sorpresa, estaba el cavernícola catalán con su manada, eso me pareció, si no era él, era su sosias), subimos también a la terraza del chic L'adresse para contemplar la caída de la tarde sobre la bulliciosa Jemáa [patrimonio oral e inmaterial, gracias precisamente al autor de Reivindicación del Conde Don Julián], paseamos por Guéliz, que es como pasar de la Edad Media de la Medina al primer mundo. Y rematamos velada en la espectacular terraza de La Renaissance, cervezas incluidas [o mejor dicho, con tapa incluida, para que luego digan que sólo en León dan tapa con la consumición].


A David y a su novia Elena aún les quedaban algunos días de estancia en Al Magrib. Pero mi viaje estaba llegando a su fin. Lo cierto es que aún disponía de un tiempo para medinear. O subirme a alguna terraza a contemplar el mundo. Faisal, como siempre tan servicial, me recomendó, aunque mi avión salía de madrugada (00h45) que, en vez de un taxi (que te clava al menos 100 dirhams, incluso 150 DH) desde la Media al aeropuerto de la Menara (unos 6 kilómetros de recorrido, nomás), que tomara un taxi colectivo (al módico precio de 5 DH), que me dejaría a unos pocos metros del aeropuerto marrakchí.

Y así lo hice. Llegué con tiempo al aeropuerto. La espera se me hizo algo pesadina (el tiempo es relativo), a resultas tal vez y también de mi saudade, hasta que cogí (palabro que en América, sobre todo en Argentina resulta controvertida) el avión de Air Europa. Sustituyo cogí por agarré (que así dicen en México lindo) porque si digo tomé quedaría algo cursi. Uno no toma un avión como si fuera un café. Creo. Y arribé al aeropuerto de Barajas Adolfo Suárez a una hora algo intempestiva.
Aeropuerto La Menara
Al día siguiente, después de dormir y reponer fuerzas, 
Madrid o Mayrit, que también es en cierto modo una ciudad árabe, lucía espléndida en Año Nuevo bajo un cielo azul radiante y comestible, protector, con las estatuas de dos de los más grandes escritores de nuestra literatura, Valle Inclán y Lorca. Pero esto daría para otro post. 

En todo caso, de Madrid al cielo. Y siempre nos quedará Marrakech. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario