viernes, 21 de septiembre de 2018

La añoranza como manantial creativo

La nostalgia, la morriña, la saudade, la añoranza (que podrían ser términos cuasi similares en su significado, aunque con matices) no me abandona, ni a sol ni a sombra. Es una constante en mi persona. Eso creo. Una constante que me nutre, que alimenta mis neuronas. Y me ayuda, paradójicamente, a sobrevivir, a soportar el absurdo de la vida, la farsa de la vida.  La vida es una farsa. ¿Lo sabéis, verdad? Pero es la única que tenemos. Por eso debemos aprovecharla, exprimirla acaso en el lagar de los aromáticos caldos. Qué buenos recuerdos, el lagar de Teresín, que era el abuelo de grandes cuates. Me está entrando, ay, también la vena existencialista, sartreana. Ese absurdo que tan bien plasmara Camus en El extranjero. O el propio estrábico Sartre en La náusea. Con la náusea siempre al hombro. 

Por cierto, que el TAC con contraste que me hicieran recientemente en el hospi (para mi asunto de linfocitosis, vaya palabrejo) no me produjo náuseas. Por fortuna. 
De modo excepcional un TAC (átate bien los machos) podría producir hasta un paro cardíaco. Joder, si es que vivimos de milagro. La vida es un milagro (un milagro gracias al azar cuántico). 
Panorámica de Noceda del Bierzo. Foto Cuenya
Sólo sentí un ligero mareo, que se prolongó durante unas horas. Disculpad que muestre mis debilidades. O mis miserias. Quizá esto debería ocultarlo. Que en esta sociedad/suciedad lo que se lleva es el guay del Paraguay. Y afanar lo que se puede. Trajeado y encorbatado, para lucir mejor. Incluso plagiando a troche y moche. Inventándose títulos académicos, másteres... y todas esas ridiculeces. ¿Acaso el CV no es un ridículum vitale, RV, o sea? Pues para el personal de a pie el CV (se me hace el water o váter closet del revés) no sirve más que limpiarse el sudor... de la frente. O lo que se tercie. Ya puestos a limpiar jugos y líquidos. Por más méritos que uno ponga en el mismo, el ridículum se queda en una cosa ridícula, inútil, ñaque. Pero bueno, hoy me permito esa licencia, estas licencias, que para eso uno es ya mayorcito. 
Qué maravilla ser jovencito, saludable, fortachón. A veces me da por soñar (despierto) que sigo siendo un joven con las ilusiones aún intactas, con todo el mundo por delante. Pero se trata sólo de un sueño. Una ilusión. Un espejismo. O una mera ingenuidad. 
Ahora sé -en realidad ya lo sabía- que no ha sido sólo la nostalgia post-vacacional la que se ha apoderado de mi ser, cual si se tratara de un Horla a lo Maupassant, sino la nostalgia del paso inexorable del tiempo (qué alguien lo detenga, por favor), el paso asesino del tiempo, que corre veloz, con velocidad supersónica, por los montes y los valles de mi mundo entorno. O algo tal que así. 

Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
  contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
  tan callando;
  cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
  da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
  fue mejor.


(Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre)

Hoy precisamente he dado un paseo vespinero por algunas de las sendas que recorriera en mi infancia y juventud en Noceda del Bierzo. Y me ha erizado los huesitos de la nostalgia. De repente, quisiera regresar a aquel tiempo feliz, a aquella época dorada (que quizá no fuera tal, o sí, pero que recuerdo con mucho cariño, por entonces no me sentía huérfano, porque mi padre estaba en su plenitud. Por fortuna, mi madre aún vive. Y deseo que viva muchos años).
Fuente del Azufre (Noceda). Foto: Cuenya

Uno se siente impotente ante el tiempo, su paso despiadado. Imposible detenerlo. Ni adelantarlo ni atrasarlo. Salvo cuando nos imponen, desde las esferas europeas, adelantar o retrasar nuestros relojes artificiales. Qué esto sí que es un artificio. ¿También este año nos obligarán a retrasar el reloj en octubre? Qué lástima que se nos haya ido el verano. Me gustaría vivir siempre en verano, la estación sin duda más lírica y creativa del año. En vez de creativa diré constructiva, que queda más terrenal y auténtica. Y ahora se nos viene el otoño, con sus catarros y su halitosis griposa. Y esas neblinas descorazonadoras. Y ese día de muertitos y ánimas en pena (pero no adelantemos acontecimientos), que nos recuerda nuestra existencia mortal. Mortal y rosa, como quisiera Umbral, para transformar su inmenso dolor, por el fallecimiento de su hijo Pincho, en literatura en estado puro, en estado de gloria. El arte como un modo amable de encarar este mundo grosero. Sublimar el dolor, el sufrimiento en poética, en belleza. 
Me gusta el verano, ya lo había dicho. Se nota, ¿verdad? Y también me gusta la primavera, sobre todo en el bosque berciano. La explosión de vida. De colores. De aromas. De sonidos. Por su parte, me desanima el otoño. Aunque el otoño en el Bierzo tenga el color de las manzanas. La manzana de la gravitación universal. El impresionismo pictórico de lo bello. El color y el aroma de los pimientos asados en la chapa de la cocina.
Panorámica de Noceda, con el castro de Valdequiso en término medio a la derecha. Foto Cuenya
La textura de los tomates. Las castañas y las nueces como símbolos emblemáticos de la tierra. El recuerdo delicioso de la vendimia. Cuando en el Bierzo Alto, en concreto en el útero de Gistredo, vendimiábamos en La Solana y en la (H)idrera. Ya a comienzos de octubre. Pues en esta parte alta y serrana del Bierzo la uva tardaba en madurar. 

La nostalgia me lleva, de un modo inevitable, a recordar. A empaparme de recuerdos. Pero hoy no quiero lagrimear. Sólo sonreír, por seguir en la vida, por haber vivido tantas cosas buenas, también, por haber podido conocer a personas maravillosas. Te apareciste un buen día en la senda de la vida como un milagro. Para ti, que eres vida y sonrisa, sensibilidad y cariño. Por sentirme aún con ganas. Dispuesto a continuar el Camino. Hasta abrazar incluso al Apóstol Santiago. 
Apóstol Santiago. Foto: Cuenya
Al invierno prefiero no asomar el hocico aún. Ya llegará, antes de lo que deseemos, con sus nieves (hermosas en los picos, sí) y sus días faltos de luminosidad. Y sus frías/congeladas temperaturas. 
El tiempo, en este caso cíclico, nos preside y domina. Nos tiene literalmente agarrados. ¿Acaso siempre ha habido/hubo tiempo? ¿Y vida? Lo que me preocupa, cada día más, es la finitud, lo efímero que resulta un ser humano, en un universo inconcebible para ninguna mente humana, por muy científica que esta sea. ¿Un universo? ¿Varios? ¿Miles? ¿Millones? Qué importa. Si uno, ya pasado el ecuador -qué cursilón me ha quedado, qué Ecuador ni qué ocho cuartos-, se da cuenta de lo poco que es la vida (no dejo de pensar en Jorge Manrique y las coplas a la muerte de su padre). Uno, atravesada ya la raya de la cincuentena, se da cuenta (no quiero hacerme el menso ni el pelotudo, no más de lo habitual, al menos), que la vida se escurre, se nos va por los cauces que van a dar a la mar, que es la muerte, con su rostro cadavérico, guadaña en ristre. Los muertos que seremos. La muerte no perdona ni a ricos ni a pobres. Por fortuna para los pobres. Algún día puede que los ricos dejen de morirse. Y entonces será el circo máximo. ¿Os imagináis este escenario?  
Algún día la vida se nos irá y ya no volverá, ni si quiera como oscura golondrina su nido a colgar. Por cierto, en mi época infantil veía muchas golondrinas. Y muchos nidos de golondrinas. Ahora ya no. Hasta las golondrinas están desapareciendo de la faz de la tierra. O de mi tierra. 
Bécquer era un romántico, de rimas y leyendas, y uno también es un romántico. Y un nostálgico. Ya sé que no resulta del todo conveniente vivir en el pasado, porque el pasado pasado está, pasado es (perdón, por tanto pleonasmo), mientras que el futuro resulta incierto, y aun inexistente para quien no llega a él. El futuro, incluso el inmediato, se nos escurre también.
Hacia las cumbres de Gistredo. Foto Cuenya
Y el presente se esfuma. Quiero apresarlo, vivirlo con intensidad. Cómo lograrlo. Cómo conseguir vivirlo en plenitud. Cómo gestionar el tiempo, los costes del tiempo. 
Cómo gestionar las emociones. 
A determinada edad (ya estoy en ella) uno se da cuenta (no quiero hacerme el güey, no más de lo habitual), uno es consciente (con la consciencia que da la edad, o la vida, o lo que sea) de la brevedad de la vida, por más años que uno viva. Además, no se trata de vivir mucho, que siempre es poco, sino de vivir bien (qué es vivir bien), con calidad, con lucidez, en plena forma. ¿Vivir bien es vivir en paz, en armonía con tus semejantes? ¿Vivir bien es disfrutar a tope (eso diría Prada) de los placeres de la vida? ¿Y cuáles son los placeres? Cada cual a su bola. Vivir bien podría ser, al menos, vivir en forma, física y psíquica. Esto requeriría de todo un ensayo. 
En todo caso, de qué sirviría vivir postrado, ido, atontonado, fuera del mundo (aunque éste no sea ningún mundo de color rosa, antes al contrario, no hay dios por donde cogerlo).
Por ahora, seguiremos viviendo (eso deseamos) con la nostalgia como guía, como faro capaz de conducirnos en la niebla, en medio de un mar de espejismos. Qué continúe la vida mientras redoblamos el tambor de las ilusiones.  

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