lunes, 7 de agosto de 2017

Heridas de guerra, por Gelines del Blanco Tejerina

Os dejo este relato de Gelines del Blanco Tejerina, que estará el próximo viernes 11 en el VIII Encuentro Literario en Noceda del Bierzo. Enhorabuena, Gelines.
Se publicó en la Nueva Crónica el 30 de julio de este año. Y forma parte de los cursos de escritura creativa que imparto en la ULE. 


Basado en el cuento de José  María Merino, titulado ‘El desertor’, Gelines del Blanco, con una prosa elaborada y sugerente,  nos introduce en un mundo rural adverso, enmarcado en una posguerra, en la que su protagonista está bajo el yugo machista (M. Cuenya)

Cuando el cartero silbó y levantó el brazo desde el medio del pueblo, agitando un sobre, a Elisa se le cayó dentro de la cazuela la cuchara de madera con la que removía las patatas. Como cada día, desde hacía mucho tiempo, tenía un ojo en el puchero y otro en la ventana esperando este momento. Por fin había llegado una carta. Hacía meses que la guerra había terminado y seguía sin noticias de su marido. Sin él, no era nada, no era viuda, ni casada y tampoco era capaz de definir las batallas que se libraban en su interior.
Quedó parada, en el medio de la cocina, y recordó aquella maldita noche en que él aprovechó un cálido abrazo entre las sábanas, para anunciar que se había alistado voluntario. Ella le suplicó que no lo hiciera, le recordó llorando que deseaba tener un hijo antes de los veinticinco y finalmente se resignó, porque aprendió de su madre que una mujer nunca debe cuestionar los deseos de  un hombre. Su marido alegó que yendo voluntario y con lo bien que se le daban las letras y las cuentas, le darían un trabajo de oficina, no como  a los forzosos, a quienes mandaban a dar tiros al frente. Además, le recordó que quedaba en casa su hermano Agustín, incapacitado para la guerra por faltarle un brazo; aunque capacitado para protegerla… y no sé cuántas cosas más que ella no escuchó porque su mente ya vagaba miedo abajo y solo veía balas y un vestido de luto.
Una mañana de noviembre, su marido salió de casa con un poco de comida en el petate, una manta y algún libro. Antes de marchar, pidió a su hermano que cuidara de Elisa, y él asintió con la cabeza, porque la voz se le había congelado y no le brotaba. Agustín respetaba y admiraba al hermano mayor que lo había protegido desde siempre. Ya en la escuela, cuando los niños le llamaban manco, su hermano lo defendía cosiéndoles a pedradas. Siguieron juntos en la casa paterna cuando sus padres murieron, y continuaron unidos, después de casarse con Elisa. Abrazó a su hermano, a su esposa y se fue sin girarse, como impulsado por una mano invisible.
Era la segunda vez que salía del pueblo. La primera fue siendo adolescente, cuando acompañó, como pastor trashumante, a su abuelo a Extremadura. Fueron meses inolvidables, durmiendo al raso mientras escuchaba al abuelo vaciar su memoria para llenar la suya. Aprendió a manejar rebaños, adiestrar mastines y beber vino de la bota. Pero, cuando llegó la época de volver, se colocó detrás de las merinas y regresó al redil.
Venía curtido, le había madurado la voz, el cuerpo y el carácter. Se alegró de reencontrarse con su hermano, juntos trabajaron las tierras de sus padres y se disputaron los primeros amores. El día que vieron a Elisa en el baile, bajo el tenderete de los músicos, ambos quedaron atrapados en el lazo de su coleta y sintieron la primera rivalidad.  Pero eso duró poco. 
Agustín dio un paso atrás por respeto a su hermano mayor. Ella no acababa de decidirse, le gustaba la presencia y empuje de uno y la sonrisa y amabilidad del otro. Su padre tomó la decisión por ella, al prohibirle acercarse al menor de los hermanos porque no quería que en su familia nacieran niños tarados. Ella lo defendía, diciendo que la falta del brazo la suplía con su carácter alegre y bondadoso y que eso no se heredaba. Pero como buena hija, obedeció la orden paterna y se casó con el mayor, aun sabiendo que en el lote iban los dos. La convivencia era fácil. Elisa realizaba las tareas de la casa y ellos las del campo y el ganado. La vida transcurría sin tropiezos hasta que empezó aquella maldita guerra y su marido se perdió en ella. Lo tragó el silencio. Los días eran inmensos e inquietos, su cuñado y ella cenaban miedo y desayunaban esperanza, porque a la luz del sol todo se veía más claro.
Las demás familias del pueblo recibían de sus hijos o hermanos largas cartas o unas letras apresuradas anunciando que seguían vivos. A veces llegaba un sargento con una maleta y cruzaba una puerta por la que al día siguiente salía una mujer enlutada y niños con los ojos enrojecidos. Pero a su casa no llegaba nada, a veces ni el aire. Elisa, durante el día iba a la iglesia y encendía velas al Santo y por la noche desgranaba las cuentas del rosario hasta perderse sueño abajo. Agustín en la comandancia buscaba en listas interminables un nombre que nunca estaba. Ella se hacía un vestido negro, que tenía tan escondido como el llanto. Su cuñado fumaba silencioso, sin querer consolar lo que sabía escondido, y los dos se deshojaban en su propio otoño interior.
El día que llegó la carta, él corrió desde la cuadra a recoger el sobre,  mientras ella, paralizada, frotaba nerviosamente las manos en el mandil. Agustín reconoció en el sobre, dirigido a él, la letra de su hermano. Los ojos de Elisa le interrogaban desde la ventana pero él  dejó la interrogación flotando en el aire y se fue en dirección al huerto.  Cuando volvió, la cena estaba fría y el sol dormía profundamente. Ella, sentada en el escaño, esperaba una explicación que no llegó, porque Agustín sólo le dijo:
“La carta era de asuntos de tierras, mañana iré al ayuntamiento, ya sabes, con esto de la guerra tienen que volver a marcar las lindes”…  Y se metió en su cuarto sin cenar.
El sueño no se detuvo en su casa aquella noche. Elisa lloró sin saber muy bien por qué.   Su cuñado salió temprano y volvió tarde y esa rutina siguió durante muchos días. Los dos se sentían atrapados en una casa compartida con el fantasma de un marido y un hermano inexistente.
Ella remataba su vestido negro y él segaba cuando llegó el calor. Tocaba vaciar armarios, lavar mantas y airear colchones. Y fue en esas tareas cuando Elisa tropezó con la caja de puros donde Agustín guardaba sus papeles. Vio la carta. Reconoció la letra. Se sentó sobre la cama y sujetándola sobre el pecho, la meció durante mucho rato como si fuera el bebé que nunca tuvo. Ya oscurecía cuando sacó el papel del sobre:  
Querido hermano espero que al recibo de la presente”… En esa carta le hablaba de la culpa, el miedo y la huida. De la huida de casa, de ellos, porque nunca fue a  esa guerra inútil que no sabía dónde ni por qué se libraba. Huyó al sur por cobardía, por no ver cada mañana a una esposa que no amaba y a un hermano que daría la vida por ella. Le decía que estaba a salvo, con las ovejas en los montes, donde conocía cada cueva, cada roble... “No me esperes más, Agustín, toma lo que te pertenece. Abusé de la posición de hermano mayor para quedarme con la única mujer que has amado. Su padre me la entregó a mí por tener dos brazos, sin darse cuenta de que me faltaba corazón. Esa casa era mi campo de batalla. Y deserté. Ahora somos libres los tres. Imagina que he muerto y jamás le digas que he escrito esta carta. Perdona, hermano y sed felices…”.
Elisa leyó una y otra vez aquellas letras antes de meter el papel en el sobre, el sobre en la caja, la caja en el armario, para luego cerrarlo de un portazo. Aquella puerta cerró una vida. Bajó a la cocina, encendió la lumbre y puso agua a hervir, peló los ajos, cogió la hogaza y migó sopas. Cuando terminó se quedó mirando sin mirar, en dirección al verano. Llegó Agustín, cruzaron un segundo de mirada y cada uno volvió a su propia trinchera. A su lucha. Sobre la mesa la cazuela de barro con las sopas de ajo, que  desprendían olor a hogar. Cenaron frente a frente, sin mirarse, sin hablar. La cadena de un fantasma los unía y los separaba. El mismo que pasó por su lecho, ese marido huido, que rompió el contrato, entregándola a su hermano, como si fuera un objeto.
“¿Qué se hace cuando eres viuda de un vivo, madre?”. Entonces, se acurrucó entre las sábanas y se dispuso a rezar cien maldiciones por su alma mientras lo enterraba.
Por la mañana, Elisa abrió las ventanas de par en par, quitó la manta y la alianza. Retiró cortinas para que entrara libertad y se soltó el pelo. Tiró el vestido negro sin estrenar y desempolvó el de flores. Finalmente, puso sábanas de lino blanco en su cama.


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