sábado, 15 de abril de 2017

Siracusa o la serenidad filosófica

Ahora que estoy en mi pueblo, en el útero de Gistredo, me doy cuenta de que, por más días que uno viaje (tampoco fueron tantos, la verdad) a algún lugar, en este caso a la isla de "luz y lamentos" italiana, uno nunca acaba de ver lo que quisiera, aunque también es cierto que no es necesario ver demasiadas cosas, y mucho menos verlo atropelladamente, sin ton ni son. Se requiere de mucho tiempo -siempre el tiempo como savia y sangre- para poder integrar algo, hacer propio aquello que no lo es, digerir con buen tino y aplomo lo que uno recorre. Y en este caso, quizá hubiera estado bien irme de excursión al Etna, "ese enorme gato casero, que ronronea tranquilo y despierta de vez en cuando", tal y como escribiera Leonardo Sciascia. 

Desde Taormina se ofrecen excursiones de un día a los turistas. Y tal vez debiera haberme acercado a Messina (por donde pasara en 1993), más que nada para ver ese estrecho. Y de paso, nunca mejor dicho, visitar algunos escenarios de película como Forza d'Agrò y Savoca, bastante cercanos a Taormina, donde Coppola rodara algunas secuencias para sus padrinos. Siento devoción sobre todo por la segunda parte de El Padrino y todo ese fragmento en el que aparece Don Fanucci con Don Vito Corleone (interpretado de un modo soberbio por el entonces joven y genial Robert De Niro). Con lo cual, creo que volveré a Sicilia en otro momento. Y visitaré estos y otros espacios, como la población de Corleone (que queda a unos 60 kilómetros de Palermo, y donde Coppola no llegó a filmar, tal como le hubiera gustado y como era lógico por ser la matria de la Mafia). 

Dicho esto, desde la exótica ciudad de Taormina me encaminé hacia Siracusa. La comunicación por tren es buena entre ambas urbes. La línea férrea pasa inevitablemente por Catania, a la cual volví a asomar el hocico a través de la ventanilla. 



Siracusa, en la que había visitado en 1993, me pareció otra ciudad. Tengo un hermoso recuerdo de aquella época. Y es que la memoria, ya lo he dicho, no es fiel. Uno tiende a reconstruir la realidad porque es imposible (incluso con buena memoria) acordarse de todo, tal y como era. Y además las cosas cambian.
 

Siracusa, la patria de Arquímides, me encantó. Y ésta sí, me procuró muy buenas vibraciones. Me sentí muy a gusto paseando por sus calles, sobre todo por la isla de Ortigia, que me cautivó. Esa isla, comunicada a través de un puente, el Umbertino, con el resto de la ciudad, se me antoja una medina, con sus callejas y callejones, con cierto aspecto decadente. Su luz pictórica, su tranquilidad, su colorido y las suaves olas de su mar me embelesaron. Por momentos, salvando todas las distancias posibles, me sentí como si estuviera recorriendo A Coruña (espacio afectivo) a lo largo de su paseo marítimo. 

Ortigia es un buen sitio para retirarse, para alejarse del mundanal ruido. Y lugar estupendo para quedarse a vivir durante una larga temporada, nutriéndose de sol, de mar, de belleza arquitectónica, aparte de esos sabrosos helados y aun los cannoli, que son dulces exquisitos, aunque a uno no le guste tanto el dulce. 
Al lado del templo de Apolo, una niña, con rasgos de la Europa del Este, aunque podría ser siciliana, toca con su acordeón la famosa melodía de El Padrino, lo que me procura intensas emociones. Me paro, la escucho, la miro, le sonrío y acabo dándole una propinilla, mientras ella, con mirada sonriente aunque impregnada de tristeza, sigue tocando. No intercambiamos ni una palabra. El lenguaje no verbal lo dice todo. Es universal.
Me despido de ella, haciendo un leve gesto con la mirada y la mano, a lo cual ella responde. Es un instante mágico. Esta niña me conducirá, de un modo simbólico, por las calles de Ortigia. Y me llevará al Duomo. Y luego a la Fuente Aretusa. Una fuente-ninfa que mira al Puerto Grande. 
Las puestas de sol, mientras contemplo los barcos, incendian mi ánimo. Y me elevan. Siento que he llegado a un lugar tocado por la belleza y la serenidad.  


Siracusa, no obstante, no se agota en la isla Ortigia sino que también cuenta con un área arqueológica de inmenso valor, donde se halla el teatro griego (ahora en restauración), la Oreja de Dionisio (una cantera u caverna impresionante con una excelente acústica), el altar de Hierón o el anfiteatro romano. 
El teatro griego, que también mira al mar, me fascina, al igual que me fascinara cuando lo visitara la primera vez en 1993. Me traslada, realmente, a otra época. 


Rumbo a esta zona arqueológica, que ahora está muy vallada y cuidada (no recuerdo que fuera así hace más de veinte años), me tomo un trozo de pizza y otro de espinacas, que me saben a gloria.
Y después de esta visita, imprescindible, me acerco a una iglesia posmoderna, Madonna delle Lacrime, que me hace recordar la nueva basílica de Guadalupe en Ciudad de México. Por esa parte de la ciudad, las calles llevan nombres de filósofos, acaso porque esta es una ciudad impregnada de ataraxia estoica, que me invita a reflexionar, sentir, sentirlo todo de todas las maneras posibles, esto es a viajar en paz. 

Siracusa o la serenidad filosófica. 

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