viernes, 1 de enero de 2016
Año 2015, julio
El Congreso Internacional sobre Gil y Carrasco tuvo lugar en Villafranca, Bembibre y Ponferrada en el mes de julio. Ah, el preámbulo de este congreso fue en Vega de Espinareda, en concreto en el Monasterio de San Andrés, donde el autor de El lago de Carucedo estudiara y donde algunos de mis cuates de Noceda y hasta algún familiar pasaran algunos años de su escolaridad internos.
Escenario por lo demás de un relato, Entre ánimas en pena, incluido en mi libro Trasmundo.
Vega de Espinareda es un pueblo por el que siento cariño. Allí sigue (como mayordomo) don Avelino Rellán, el que fuera Rector del Internado. O al menos tuve la ocasión de verlo hace algún tiempo. Huelga decir que uno nunca fue alumno del centro, aunque tanto me han hablado del mismo que es como si hubiera compartido pupitre y desaguisados con la tropa alumnil que por esos pagos pasara. La intro al congreso corrió de la mano y las voces de dos fenómenos de la poesía y la música como son Mestre y Amancio Prada.
Sublimes ambos. Uno mismo tuvo la ocasión de participar en este congreso con una ponencia, al parecer harto arriesgada, acerca de un Gil gótico y posmoderno que viaja por Europa como un ejecutivo provisto con todo tipo de artilugios propios de la actualidad, habida cuenta de que los académicos/as y estudiosos/as prefieren cosas enrevesadas, con muchas citas, mucho corta y pega (como hacen los rapaces en el insti), y todo ese rollo, que acaba durmiendo hasta las ovejas, pero esto daría para mucha tela que cortar. Al parecer a Juanma Colinas (periodista toreniense harto comprometido con las causas bercianas, como su Ciberbotillada) y a Álida Ares (una de las partícipes activas de este congreso y una persona extraordinaria) les pareció bien mi intervención, aunque mi tiempo estuviera finiquitado antes aún de comenzar la ponencia (porque los versados en Gil suelen ser gente que se toman mucho tiempo para leer sus charlas, ni siquiera las exponen con sentido de la oralidad y el ritmo). Qué cosas hay que aguantar. Pero bueno, luego del congreso me fui al Festival de Ortigueira (cita cuasi obligatoria desde hace lustros) que últimamente anda algo flojo porque ya no van figuras de altos vuelos musicales como otrora. No obstante, sigue mereciendo la pena porque Ortigueira es además un sitio hermoso, bendecido, incluso en el mes de julio, por el orballo y las brumas del Noroeste, con la playa de Morouzos teñida de romanticismo maryshellyano. Y casi sin dar descanso al cuerpo, de la Galicia ortegal me encaminé al sur español, haciendo parada en Madrid, antes de alcanzar Sevilla, que en verano se pone infernal de calor.
Como si se tratara de Marrakech, donde he llegado a soportar hasta cincuenta grados de temperatura, que se dice pronto pero se entama mal. Por cierto, Sevilla, con la torre del oro como símbolo de esplendor, tiene cierto aire con la ciudad roja marroquí, incluidas las calesas y la Giralda-Kutubía, además de los jardines, parques y exotismo propios de la exuberancia arábigo-andaluza. Sevilla con sus santurronerías católico-apostólicas y la ciudad de la Menara con su tufo islámico, muecín incluido, que a decir verdad se asemeja también al cante hondo, o algo tal que así. La llamada a la oración musulmana como una especie de flamenquito religioso y religante.
Me gustó pasear, incluso bajo un sol abrasador, a orillas del Guadalquivir (Oued-el-Kebir, o sea río grande) de la parte trianera, jaranera. Y medinear por el barrio de Santa Cruz, el corazón de la ciudad. Y me refrescó el parque de María Luisa, donde sigue estatuado el autor de Rimas y leyendas, al que últimamente le he vuelto a hincar el diente, quizá debido a la inmersión que hiciera en la obra de nuestro Gil, que sin duda es un claro precedente de Bécquer.
De ahí rumbo a Ayamonte, en Huelva, donde se come rico pescaíto frito, un sitio hermoso desde el que se atisba Vila Real do Santo António. El paseo en barco por el Guadiana desde Ayamonte hasta la vecina localidad portuguesa se me antoja de gran lirismo.
El viaje continuó por el el occidente de Al-Andalus, el Algarve: Tavira, Faro, Albufeira (donde estuviera hace años en invierno, como si fuera una ciudad fantasma. Y que en verano se atesta de turistas, puro hormiguero de almas). La blanca Albufeira parece el destino preferido para veranear a tenor del número de visitantes que pululan por sus calles y su playa.
Tavira me causó una grata impresión, tranquila, hermosa, con su isla, también plagada de visitantes dispuestos a torrarse al sol en sus limpias y sosegadas playas. Y Faro me cautivó con su marina y sus puestas de sol, con su muralla, sus callejuelas y sus monumentos históricos.
Después del periplo por el Algarve viajé a Évora, que se me hizo pura monumentalidad, con cierto aire a Mérida, y de ahí me fui a Lisboa, que es una ciudad con aroma a café y a bacalao, una urbe decadente y luminosa, azul y hechizante, que te acaricia con su brisa fluvial-marina.
Lisboa sigue atrayendo mucho sobre todo al turisteo español, también al francés. Me gusta ver esta capital portuguesa a través de sus sonidos, con sus tranvías amarillos, de su fado, de sus sabores, y por supuesto de su colorido en Alfama. Me entusiasma dejarme fluir a orillas del Tajo hasta alcanzar el Torre de Belém y el monumento a los Descubrimientos.
Pessoa sigue esperando sentado a la entrada de A Brasileira. Y Saramago cuenta con una Fundación en la Casa dos Bicos.
Lisboa siempre amerita de una visita. El viaje, hasta alcanzar Ponferrada, discurrió por Portugal hasta llegar a Vigo, donde el viajero repuso fuerza y energía, dando un voltio por esta ciudad galega, que, tras una primera apariencia, no demasiado atractiva, ofrece diversos espacios que merecen ser visitados.
Y por supuesto los alrededores (por no citar las islas Cíes, que son un lugar hermosísimo) tienen mucho encanto, como también es Cangas, que se alcanza en una media hora en barco.
Vigo es por lo demás una ciudad que he visitado en variadas ocasiones, incluso para asistir a algunos conciertos como el del maestro Cohen, y aun otros de Juan Perro, etc.
Vigo me sigue pareciendo un sitio mítico, donde en tiempos (aún hoy es un puerto importante) salieran rumbo a las Américas, como a veces recuerda mi padre, que también, en su época joven, viajara al Brasil en uno de esos barcos que tardaban más de veinte días (con sus noches) en arribar a costas iberoamericanas. Qué tiempos aquellos.
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