viernes, 21 de octubre de 2011

Bajarse al moro

Siempre encuentra uno un motivo para "bajarse al moro/Moro-cco", país por el que siento algo especial desde que pusiera allí los pies por primera vez en el año de 1997, en una época en la que moré durante algún tiempo en la vecina Almería, lo que me permitió sumergirme de lleno en los mares procelosos de la cultura islámica, a través sobre todo del descubrimiento de la literatura de Juan Goytisolo, que fue una auténtica revelación para mí: saber que existía alguien, en este caso un escritor de talento que encima habla árabe marroquí, capaz de analizar el mundo árabe con finura y gran conocimiento. No en vano, Juan Goytisolo vivió en Almería, de ahí su Chanca y Campos de Níjar (lecturas deliciosas) para luego trasladarse a Tánger, cuando ésta era aún una ciudad artística, hasta que decidió definitivamente asentarse en la bella ciudad roja de Marrakech, donde acabo de estar recientemente, y donde he estado en torno a una decena de veces. Ciudad que se me antoja familiar, y sobre la que he escrito, tal como se recoge, por ejemplo, en mi Viajes sin mapa. También en Marrakech he tenido la ocasión de ver y hablar con Goytisolo, en el café de France, en compañía de mi amiga marroquí Hayat. Qué tiempos aquellos, colmados de ilusiones y luces ciertamente inspiradoras. 


Recuerdo aquellos primeros viajes a Marruecos con mucho cariño. Viajes al fin de los tiempos, que duraban la eternidad y más días. Aquellos viajes hasta Madrid, Algeciras, luego la travesía en barco del estrecho, hasta llegar a Tánger (ciudad que he recorrido a lo largo y ancho), y desde ahí tomar un autobús o tren hacia el sur. Qué aventuras. Como aquel viaje que coincidió con una fiesta del cordero, y se montó el cirio o cordero pascual porque en esas fechas, tan señaladas, los marroquíes aprovechan para desplazarse a sus casas, y la estación de trenes de Tánger, donde había decidido coger el tren hasta Marrakech, estaba atestada hasta los topes. incluso se montó una revuelta en la estación porque la muchedumbre, desatada, quería meterse en el tren a como diera lugar, a sabiendas de que era materialmente imposible que todo el mundo pudiera subirse. Una avalancha en verdad peligrosa,que por instantes me puso los pelos de punta y el corazón en vilo. El personal pisoteaba, saltaba incluso las vallas que la seguridad había puesto ex profeso. Un guirigay de mucho cuidado. Pero, al final, todo quedó en un susto, y cada cual se buscó la vida como pudo. Impresionante. 


La llegada a Marrakech, prevista para las nueve o así, tuvo lugar a la tarde, después de algunos cambios de trenes. Marrakech, no obstante, me esperaba con los brazos abiertos de par en par. Un espectáculo inolvidable: cabezas de corderos quemándose en medio de las calles... el aroma al sacrificio divino... quien sabe. Se me ha ido Alá al cielo. Ahora lo bajo y me dispongo a relatar mi último viaje. Bueno, por el momento os dejo esta introducción para que acaso se os pongan los dientes afilados... Hasta pronto. 

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