viernes, 29 de abril de 2011

Delirios (mis monstruos)

Me permito la licencia de desempolvar este texto, escrito con afán catártico en un Diario hace más de diez años, para darle rueca ahora, con  levedad retocada.

De momento seguiré comprometido con la literatura, como siempre quiso el noble Sartre. La literatura ha de ser compromiso y muerte. La literatura podría ser muerte, como quería Unamuno, aunque mejor debería ser vida.  Uno no puede escribir desde el optimismo, dijo en una ocasión el espantoso (y algunas veces lúcido) Juan Manuel de Prada (quien en sus comienzos fuera apadrinado por Umbral) en una entrevista, con Beatriz Pécker, para el programa de televisión, La Mandrágora. Las buenas novelas -dijo otro, tal vez Gide- no se hacen con buenos sentimientos. Cuánto realismo... pesimista. Uno sólo puede escribir desde la desesperanza y el tormento, como lo hicieran Kafka, Sábato, Artaud, entre otros. Por y para las nobles causas. Para mostrar la verdadera realidad en que vivimos, con la falsa conciencia como bandera. También cabría escribir a partir de la alegría, en los felices mundos de Huxley... A vuestro antojo. 
A Artaud lo recluyeron en un "hospital de salud mental" por considerarlo loco, por decir verdades como puños, pero es que en esta muy pulcra sociedad no se acepta  a quien pretende destruir mitos y religiones, quien no pasa por el aro de la sinrazón, y Artaud fue muy lejos en su hacer literario, teatral, histriónico, incluso. Y tuvo que pagarlo... muy caro. 


Son la esquizofrenia y el capitalismo quienes nos conducen y nos llevan de la mano al precipicio. Hay que ser productivo (y estar adaptado) para formar parte de la sociedad normal, demasiado normal. Uno sólo puede construir una gran obra cuando sufre  y conoce la crueldad humana, la crueldad del teatro, como Artaud. Vivimos en un gran teatro, un teatro como el que  nos muestra Bergman en Fanny y Alexander, como el que nos han enseñado tantos otros, desde Calderón hasta los mejores estilos de Grotowski y Kantor. El teatro como única salvación. La escritura como catarsis. 


Juan Manuel de Prada también dijo que dedicarse a la literatura es como practicar un sacerdocio, aunque se abstuviera de hacer votos de castidad, de pobreza... En verdad,  el escritor necesita encerrarse para escribir, no hay otra forma de hacerlo. Sin embargo, es fundamental entregarse a la vida, viajar, conocer... como hiciera Rimbaud, quien dejó de escribir para vivir. 


A uno le parece interesante la figura de Miller, un vividor, que comenzó a escribir con la misma pasión y  avidez con que había vivido. Henry Miller es único en su hacer literario y vital. Además, tuvo la gran suerte de codearse, mejor sería decir  excitarse, con Anaïs Nin. Las memorias (Diarios) de Anaïs son delicias que ya las quisiéramos muchos, pero es que esta escritora no era ninguna moralista y hacía lo que le venía en gana. Follaba con su marido, con Miller, con June Mansfield... “Me dejaría acariciar por cualquiera”, escribe con osadía en un pasaje de Incesto.  Pura transgresión de la moral. Anaïs disfrutaba de los instantes, de la vida, del sexo, y no era remilgada. Una mujer bonita no tiene que preocuparse más que por follar, decía Sade (otro que tal baila), que tenía una imaginación desbordante, prueba de ello son sus novelas libertarias, filosóficas.  A Sade hay que leerlo. Todos lo condenan pero muy pocos parecen haberlo leído. A las gentes se les juzga a menudo por lo que se dice de ellas y no por sus conductas. En todo caso, se agradece la conducta verbal de Sade. A menudo se procesa al paisanaje por el mero hecho de estar, de ser. Es un absurdo. Kafka era un tipo atormentado y muy lúcido en su escritura. Uno sólo puede escribir sobre lo que sabe y siente. La mejor manera de escribir es sentir, es sentirlo todo y de todas las maneras posibles, porque esta vida no es más que una alucinación, un delirio esquizofrénico, un delirio extraordinariamente nítido, como quisiera Pessoa (poeta reivindicado, entre otros, por el cantautor y poeta berciano Aínda, que ayer nos presentó su Luz In Móvil en la librería Bertrand de Ponferrada. Extraordinario. Enhorabuena). 


Mientras seguiré viajando y leyendo, visitando guetos y  barrios periféricos, adentrándome en los subsuelos, como Dostoievski y como hemos visto en la película Trainspotting, intentando rejonear la realidad en forma de cornamenta, tocando pelo y pluma, ejecutando verónicas, punzando la médula espinal,  cerca del meollo epistolar, metido de lleno en el sagrario bendito, mientras las bestias, demasiado humanas se arrumacan en los atardeceres rojos de algún subconsciente.


Hay que devorar  literatura maldita, linda, literatura que diga algo y no sea un aséptico amontonamiento de palabras, una literatura que sea al menos ensalada verbal, aderezo sabroso, adobo picante. Procuraré seguir leyendo a Sade desde mi castillo de encierro y desazón, y me perderé en Justine -qué gustito-  y la filosofía en el tocador,  empapándome en lenguas políglotas, orgásmicas, y  caminaré durante 120 días (o más)  por el desierto de Tabernas, el desierto de Sonora, el desierto del Sáhara... y  no me cansaré de caminar empolvado, seguiré explorando mundos oníricos, oasis cinematográficos, bucearé en las charcas de Pasolini y Proust, siempre en busca de tiempo, la sangre de la vida y de la escritura, como factor dorado y ensoñador. Y luego de mis andanzas y mis correrías regresaré a Miller y a Bukowski.   


Miller fue y sigue siendo una revelación. Puede que algún día quizá consiga escribir mi Trópico de Capricornio: “Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Éstos me aburrían hasta hacerme llorar.” Los que tienen éxito, dice Miller, yo me atrevería a decir los que apegan sus infamias al sistema, ese devorador de ilusiones e ingenuidades, esa ponzoña que se mete en tu sangre y te hace gritar de dolor. Verlaine y Gainsbourg  me susurran una canción de otoño, un poema saturnino: recuerdo los días pasados y lloro, y me dejo llevar por el viento, más allá, más acá, como si fuera una hoja muerta. Yo también lloro como un niño desconsolado, aún no he aprendido que el hombre (y la mujer) es un lobo para el hombre, aún no he aprendido que hay demasiada mala fe. 


Verlaine y Rimbaud estuvieron durante una temporada en el infierno, fue la suya una temporada de iluminación, a puerta cerrada, huis clos, como cuando Sartre rechazó el Nobel. Sartre vomitaba inmundicia y podredumbre, quería ser espiritual,  le gustaba sentarse en el Café Le Flore y luego en Deux Magots, en el boulevard de Saint-Germain-des-Près,  acompañado por la grandiosa Simone de Beauvoir.   


Apasionante la vida de Rimbaud, poeta maldito de exquisitez sobrehumana. Rimbaud viajó en un barco ebrio, un barco hecho de sol y de carne  a lo largo y ancho de la Tierra, borracho de poesía, como Baudelaire, como Poe. Hay que emborracharse para no sentir el peso aplastante del tiempo o tal vez para sentirlo en todo su esplendor.  Emborracharse, ya sea con vino, poesía o belleza.... Hay que embriagarse, nomás, y sentir la belleza bajo un colocón de opio, como Thomas de Quincey. Debemos sestear en las adormideras, y entregarnos al amor y a las palabras casi con reverencia. 


Para elevarse por encima del bien y del mal acaso haya que ser diabólico como Barbey D’Aurevilly o Zaratustra como Nietzsche, o bien cocainómano y sexual como Freud, que dio en el clavo del Eros y el Tánatos, pulsiones que nos mueven, motores que nos impulsan a seguir batallando. A veces me da por psicoanalizar mis obsesiones, dormir en los brazos de la paranoia, vivir en un perpetuo desequilibrio, al borde del abismo, fuera de la célula familiar. La antipsiquiatría condena a la familia y a la sociedad, pero es que todos formamos sociedad y familia, aunque yo no quiera ser hermano ni primo de algunos seres. 


Me sigue entusiasmando Antonin Artaud y su teatro de la crueldad, me apasiona el Artaud que se fuera a México en busca quizá de la quinta esencia, que encontrara en las danzas tarahumaras y el peyote, dios que le transporta a uno a mundos menos contaminados, el peyote al que eran tan aficionados Jim Morrison y los Beatles, amén de otros. El Artaud revolucionario tiene mucho que decirnos aún hoy. Confío en los mensajes de  Artaud y en  Bataille y en casi todo el surrealismo. El surrealismo es Dalí, el surrealismo es Buñuel y Breton y Crevel... 


Me gusta la literatura y el mal que se transforma en bien de algunos. Los que hemos podido leer a  Lewis Carroll, a Switf, quienes hemos leído  la obra poética de Cirlot, la antología poética de Whitman y la de Pessoa sabemos que la belleza es comestible. Breton y Dalí también sabían que la única belleza verdadera era comestible. Necesito respirar el surrealismo por todos los poros, ansío empaparme con Van Gogh y sus Cartas a Teo (exquisita sensibilidad), con Van Gogh y sus pinturas, mientras los cuervos sobrevuelan Auvers-sur-Oise.  Qué belleza. 


Artaud y el suicida de la sociedad está más vivo que nunca.  Al final,   acabaré con el juicio de Dios leyendo a Pavese y a Nerval, al tiempo que acaricio las palabras de Apollinaire. Me divertí sobremanera, me reí  a mandíbula batiente con Rebelais y su Pantagruel y Gargantúa, mientras Kundera me ha hecho llorar de emoción. 


Nadie puede quedar indiferente luego de haber leído a Kafka y su Metamorfosis y su Castillo y sus cartas al Padre y su absurdo e impresionante Proceso,  que luego llevaría al cine  Orson Welles. Pocos parecen conocer a Jean Genet, buen amigo de Juan Goytisolo y Monique Lange. Juan Goytisolo se me apareció en el barrio de La Chanca y luego en Níjar y más tarde en Marraquech (que ahora está en jaque, a resultas del terror, qué jodido). Goytisolo me enganchó con sus marroquinerías: Makbara, Juan sin Tierra y La Reivindicación del Conde Don Julián me parecieron extraordinarios. Goytisolo se divierte paseando en compañía de su amigo marroquí por la universal plaza de Djemáa el Fna (que ha dejado por desgracia de ser un espacio seguro. Me siento fuera de mí y no puedo creer que haya ocurrido tal aberración). Goytisolo frecuentaba un tugurio llamado El Kebir,  lugar casi apartado de la famosa plaza de Marraquech. 
Ahora prefiere el Café de France. Goytisolo siempre ha sido un incomprendido en España. 


Por su parte, Genet y su Diario de un ladrón, que no es un ladrón de bicicletas, como lo fuera aquella conmovedora película de Vittorio de Sica, es bastante desconocido entre la población de lectores y escritores españoles. Genet se descojona de todo. Genet se ríe hasta del lector, escribe Bataille.  El surrealismo aún palpita: “Swift es surrealista en la maldad. Sade es surrealista en el sadismo. Chateaubriand es surrealista en el exotismo. Poe es surrealista en la aventura. Baudelaire es surrealista en la moral. Rimbaud es surrealista en la forma de vivir y demás. Reverdy es surrealista en su casa...”, asegura Breton en su Manifiesto Surrealista.  Jarry, Mallarmé, Éluard, Aragon, incluso el propio  Byron, vuelven con  el mal a casa, Breton me mira a los ojos y me da las buenas noches. Ah, el absurdo me toca un brazo,  el izquierdo, el derecho lo tengo ocupado y dormido. Beckett me espera en un bareto de mala chingada en Pigalle,  mientras  juega una partida de dados.  Ionesco prefiere cantar -le gusta la ópera-  y darme una lección de anatomía.  Nerval me tiende su mano encantada, hay una insoportable levedad del ser que no para de excitar mis neuronas. Soy un "joven" tribulante, un estudiante que disfruta de una Erasmus en Viena. Soy como Törless, un hombre sin atributos, despellejado por el destino que se torna incoloro y duermevela.  Musil sabe que en una  mirada  se puede encontrar el amor, el afecto, la ternura, el sexo. Me encanta ligar con la mirada, o que me religuen con la mirada. Balzac no creía en el matrimonio. El matrimonio es contrato. El matrimonio es fisiología. Stendhal estaba enamorado de Roma. Fellini era un surrealista.  Rayuela me conmovió. Cortázar no ha levantado cabeza desde que lo sepultaran en Montparnasse. El Monte Parnaso no está en París, sino en Delfos.  Hasta el próximo... delirio.

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