Este texto lo escribí para Tardes de Autor, cuando me invitó la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Bembibre, en diciembre de 2008. Gracias a Jesús Celemín y a Tomás Néstor Martínez y todos aquellos que estuvieron presentes en el acto.
En la charla o conferencia de esta tarde hablaré de la literatura de viajes. En un principio, haré referencia a aquella literatura de viajes que de alguna forma me ha marcado, y ha influido en mi forma de escribir. Y de paso aludiré a novelas, relatos y películas cuya estructura narrativa es el viaje. En una segunda parte me centraré en el libro Viajes sin mapa, y para finalizar os leeré un relato de viaje, El ferroviario, como no podía ser de otro modo.
Por lo que sea, uno siempre o casi siempre escribe acerca de viajes, incluso cuando hago artículos o columnas de opinión, tal vez porque en el viaje experimentamos la sensación de alejamiento y a la vez acercamiento a la realidad, y nos permite tomar cierta distancia para ver mejor el punto de partida, o para verlo simplemente. El viaje, al exponernos a situaciones en principio desconocidas, nos ayuda a percibir las cosas de otra manera.
Viajar siempre resulta estimulante e instructivo, y ayuda a dejar de mirarnos el ombligo y a quitarnos la caspa. Incluso nos enseña a situar los países en el mapa, y las ciudades en el lugar exacto. Recuerdo que, en uno de mis primeros viajes a Holanda, quería acercarme a La Haya, desde Ámsterdam, pero La Haya no aparecía por ningún lugar. Sólo, después de preguntar e indagar, me di cuenta que ellos dicen y escriben Den Haag. Ahí queda eso.
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La Haya-Den Haag. Cuenya |
El viaje como medio, y no sólo como fin, porque la vida acaso sea sólo un viaje hacia a la nada, un auténtico viaje, puesto que no hay posible retorno al punto de partida, o sí, quién sabe. A buen seguro esto supone una postura nihilista o atea acerca de la realidad, pero es en lo que creo.
Viajar y contar lo que se ha visto, vivido, sentido me parece algo extraordinario. Y en un mundo en el que se impone la imagen frente a la palabra, la palabra escrita, conviene recuperar esta última para seguir contando, ya sea al amor/calor de un plato de caldo y un vaso de vino, o en compañía de familiares y amigos, como ahora mismo.
Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación, según el escritor Céline. Cuando uno escribe, está inevitablemente ordenando sus ideas, su pensamiento, porque éste se articula a través de la palabra.
Haber nacido en el regazo o en el útero de la Sierra de Gistredo, en un amplio y nutricio valle, como el de Noceda, como me dijo una poeta berciana, aquí presente, da fuerza para caminar por el mundo “adelante”. En cualquier caso, conviene saber que el paisaje es memoria, según Llamazares, y Gistredo es mi memoria.
Cuando era un niño, bien pequeño, me preguntaba qué habría detrás de Gistredo. Sentía una gran curiosidad por saber qué se encontraba tras la montaña sagrada y mítica, donde en tiempos se refugiaron algunos perseguidos durante la inmediata posguerra incivil. Por una extraña razón o sinrazón imaginaba que tras Gistredo estaría Londres, lo que no resulta tan desnortado, porque si siguiéramos en dirección norte, en una línea más o menos recta, se acabaría llegando a Inglaterra. Es probable que fabulara con Londres porque había leído a Dickens y sus novelas, Oliver Twist y David Copperfield. Obsesiones de la infancia, en cualquier caso. En la infancia, cuando se va conformando el individuo, soñaba, casi de forma recurrente, con volar cual si fuera un pajarito. Y es que a uno le gustaría hacerse golondrina y volar adonde haya calor, como diría Cortázar, calor afectivo, añadiría yo.
El vuelo como ideal y principio de libertad. Confieso que se me erizan los pelos del alma cada vez que me subo a un avión. El despegue, sobre todo, me resulta puro éxtasis. Es un buen chute, sin duda. Un viaje alucinógeno o psicodélico que no requiere de ningún tipo de sustancias, sólo las que se procura el propio cuerpo, los neurotransmisores adecuados.
Bien pequeño comencé a leer historias gráficas, J
oyas literarias, así se llamaban, entre las cuales estaban algunas obras de Julio Verne, como
La vuelta al mundo en 80 días,
Cinco semanas en globo,
Viaje al centro de la tierra o
20.000 leguas de viaje submarino, lo que me enganchó definitivamente y para siempre.
Luego llegaron Stevenson con La isla del tesoro (y muchos años después Viajes con una burra, Modestine, por tierras francesas), Los viajes de Gulliver, de Swift y algún cuento de Las Mil y una noches, como Sindbad el Marino, y de este modo se despertó aún más mi curiosidad por la aventura y el viaje.
Y como complemento me quedaba hipnotizado cuando escuchaba las historias de los muchos nocedenses que habían emigrado a las Américas, entre ellos, mi padre, que viajó al Brasil en los años 50, o una vecina, casi familiar, que lo había hecho a la Argentina. Entonces, el viaje hacia nuevas tierras se convirtió para mí en una verdadera obsesión. Seguí creciendo al amparo de lecturas e historias que me antojaban deliciosas, y descubrí los libros de viaje de Cela, como el primer Viaje a la Alcarria o Viaje al Pirineo, El Quijote de Cervantes, que es una maravillosa novela de viajes/aventuras.
Ya bien crecidito, durante mi estancia como Erasmus en la ciudad francesa de Dijon, me entregué a las lecturas de Henry Miller, que me recomendó Jessica, una amiga canadiense de Toronto.
Miller, además de un gran viajero, es sin duda uno de los más grandes escritores que ha dado el siglo XX, que trató de devolver la vida a la literatura. Entre estas obras, aparte de los Trópicos, leí
El coloso de Marusi, sobre un viaje iniciático a Grecia, una auténtica revelación. Y de ahí pasé al descubrimiento de la Generación Beat, discípulos aventajados de Miller, como Kerouac y su libro
En el camino (
On the road), que tanto apasionó a los hippies y que narra un intrépido viaje por todo Estados Unidos, a través de la mítica ruta 66, de Nueva York a Nueva Orleans, Ciudad de México, San Francisco, Chicago y regreso a Nueva York. Alcohol, orgías, marihuana, éxtasis, angustia y desolación, el retrato de una América subterránea, auténtica y desinhibida, ajena a todo sistema. Una crónica cuyos protagonistas, en la vida real y en el libro, fueron Kerouac (Sal Paradise), Neal Cassady (Dean Moriarty), Ginsberg y Burroughs. Algo parecido a lo que nos cuenta Denis Hooper con su
Road movie,
Easy Reader.
Otros libros que me han influido son Cuentos del desierto y El cielo protector de Bowles, que relata el viaje de una pareja de americanos a Marruecos, un viaje hacia el Sur, sin rumbo fijo, donde el viaje, como dije al inicio, se convierte en un sin retorno, al menos para el hombre, Port. En esta novela, adaptada al cine por Bertolucci, Bowles diferencia lo que es un turista y un viajero. “Mientras un turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”.
Esto es lo que hacen los verdaderos viajeros, los nómadas, los gauchos, como nos muestra Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra, esa novela con sabor picaresco y andante, y con un final antológico: “Me fui, como quien se desangra”, que algún reconocido escritor berciano tomó prestado en una de sus novelas, eso sí, sin hacer referencia a Güiraldes.
El gaucho argentino como ideal de libertad, como Eduardo Díscoli, a quien tuvimos el gusto de conocer a su paso por Ponferrada, y que lleva más de siete años viajando por todo el mundo acompañado por sus caballos. Algo que me resulta realmente admirable y un modelo a seguir. Esa capacidad de vivir sin generar angustia, siempre en ruta, atravesando fronteras varias, que por lo demás no debieran existir. Por cierto, cada vez que cruzo una frontera, sobre todo por tierra (cuando uno se adentra en un país por avión es diferente), se me encoge el alma. En las fronteras hay mucho teje maneje, y se pueden dar situaciones realmente kafkianas. Como alguna situación que viví al cruzar por tierra, desde Ciudad Juárez, uno de los puentes de El Paso Texas, en USA, o al atravesar en tren la ex Yugoslavia (Macedonia y Serbia- Belgrado) en el año de 1993, en plena guerra balcánica, desde Atenas a Ferencvaros-Budapest, y alguna otra que cuento en Viajes sin mapa: viaje de Amsterdam a París.
Kafka, con su libro El proceso, nos muestra la culpa sin delito, absurda, y nos pre-anuncia los conflictos actuales que vivimos, víctimas de un engranaje perverso del poder burocrático y totalitario.
Otras lecturas reseñables, al menos para mí, son Donde Las Hurdes se llaman Cabrera de Carnicer, El río del olvido de Llamazares, Campos de Níjar y Aproximaciones a Gaudí en Capadocia, de Goytisolo o el Drácula de Bram Stoker, cuyas primeras páginas en forma de diario de viaje, el Diario de Harker, me parecen de una gran belleza y un poder sugestivo, desde su salida de Munich hasta llegar a la Transilvania. Algo que me sigue haciendo soñar despierto.
El viaje, como estructura narrativa, está presente en excelentes novelas y películas, como Las uvas de la ira de Steinbeck, que nos cuenta cómo una familia pobre se desplaza desde Oklahoma hacia el Oeste, la tierra de promisión, California. Esta novela fue adaptada al cine, con gran acierto, por parte de John Ford.
En casi todo el cine de Fellini, desde La Strada, pasando por La dolce vita, hasta llegar a La città delle donne, está presente el viaje como estructura narrativa. Lo mismo ocurre con el cine de Wenders, desde París, Texas, que en cierto modo, y salvando las distancias, es una revisión posmoderna de La Odisea del ciego y aventurero Homero, hasta llegar a Cielo sobre Berlín o Lisboa story.
No en vano, el director trató de plasmar su propia visión de La Odisea, obra que acababa de leer y que vendría a reforzar aún más su afición hacia el tema del viaje como detonante de un camino interior hacia el autoconocimiento y la aceptación de uno mismo.
La Odisea cuenta, como sabéis, las peripecias de Odiseo (Ulises) durante la guerra de Troya, y cómo acaba regresando al hogar en busca de su amada esposa, Penélope.
París, Texas nos muestra a un personaje en movimiento, que no habla ni recuerda nada. Luego descubrimos que camina en busca de su familia, su mujer y su hijo, donde la palabra, la palabra recuperada adquiere un gran poder, incluso se podría decir que sanador. Y es que el cine de Wenders no sólo intenta buscar la imagen esencial sino la palabra certera con la que se da forma a los relatos.
Casi todas sus películas son road movies, en las que sus personajes protagonistas son extranjeros, emigrantes potenciales, que están siempre en movimiento, decididos a cambiar de vida, en busca de su propia identidad. Al final, no hay ni punto de llegada ni fin de la andanza ni hogar al que regresar. Y la emoción (emotion) parece desprenderse del movimiento (motion).
Algunas películas del maestro Hitchcock, como Alarma en el expreso o Extraños en un tren, hacen uso del tren como metáfora cinematográfica, el viaje en tren como descubrimiento de otros espacios y la percepción de otros tiempos. Si bien el avión me procura éxtasis, el tren me parece un excelente medio para viajar. No en balde he realizado varios viajes Inter Raíl por Europa, alguno de los cuales cuento en Viajes sin mapa.
Tren y cine van juntos de la mano. Uno hace viajar el cuerpo, y el otro el espíritu, pero ambos hacen viajar a la mirada en busca de nuevos horizontes. Un viaje en tren es un hermoso travelling dentro de una película real. Puro cine y pura literatura.
En el fondo lo que más le gusta a uno es la aventura, y luego contarla si uno no se autocensura, porque a través de la escritura nos desvelamos más de lo que creemos, porque creo que toda novela, relato, etc., suele ser autobiográfico, directa o indirectamente, por más que algunos se empeñen en decir que es ficción, invención, fantasía, etc. Para contar algo, que además llegue a los demás, debe conocerse a fondo o sentirlo como propio. De lo contrario puede resultar artificioso, poco o nada creíble, definitivamente nada emocionante. En cualquier caso, uno escribe sobre lo que cree al menos saber algo, y en mi caso acostumbro a hacerlo en primera persona, aunque también he escrito algún relato empleando la segunda y tercera personas.
Como dijo el escritor Torrente Ballester, en una entrevista antes de su muerte, a él le hubiera gustado ser marinero, pero como era enclenque y bastante miope, decidió hacerse escritor para contar lo que no pudo vivir como marinero. Pues vivamos sin mapa, mientras le damos paso a estos viajes por diferentes lugares, que al final acabaron en un libro. Y del que os hablaré ahora, bueno, también os recomiendo que lo leáis.