(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Sí,
llega un momento en tu vida, en el que percibes que el horizonte de tu
recorrido terrenal se aproxima a la meta y constatas cómo tus apetitos
concupiscibles, propios de todo ser humano, se van aminorando. Al mismo tiempo,
adviertes cómo tus circunstancias, propias en la evolución de la especie sapiens,
comienzan a ser preponderantes. Y piensas, razonas y comprendes.
Las creencias, ¡ah las creencias! Piensas en los que creen que todo lo existente tiene un origen divino, y, también, en aquellos otros que opinan que todo se debe a un azar cósmico inexplicable, pero que, para ellos, es suficiente. Has alcanzado la madurez, que has ido adquiriendo paso a paso, y respetas a ambos, pues ni unos ni otros pueden demostrar aquello que dictan sus creencias.
Además del mundo natural –que es visible y tangible, sujeto a sus leyes y fuerzas, que el mismo hombre no ha establecido, y que apenas conoce y controla–, existe otro mundo, que es creación singular del hombre, de su mente: es el mundo de las ideas, de las creencias, de los principios morales y éticos.
Y
es entonces, en el tramo final de tu irrepetible viaje terrenal, cuando te
surge un viaje iniciático, abierto a tus limitadas experiencias como creyente,
que posibilitan el acercamiento a unos territorios históricos, donde nació,
vivió y murió ajusticiado un Hombre Bueno, en el que tú crees.
No lo dudas. Vacías tu mochila de todo lo caduco, y te la llevas a Tierra Santa para intentar que se llene de recuerdos y, de paso, procuras que éstos aniden en tu memoria el tiempo necesario hasta conseguir fermentarla y, también, para que inunden tu imaginación; esos recuerdos te van a transportar, en un viaje paradójico, hacia aquel período de los 33 años en los que un Hombre Bueno quiso enseñarnos convivencia y generosidad, y que, para conseguirlo, no dudó en ofrecer su vida por todos los humanos, creyentes y no creyentes. Por ello, ansías convertirte en un homo viator, quien, en su condición de peregrino, deseará abrirse al misterio de lo divino, transformándose, entonces, en un coherente homo credens.
Llega
el momento apetecido. Y lo que no nunca hubieras imaginado, sucede. Empiezas a
pisar una Tierra en la que, unos tres mil ochocientos años atrás, los pies del
aquel primer peregrino y de su parentela hollaron las milenarias tierras
cananeas.
Entre
los numerosos lugares que visitarás, que marcaron la vida y muerte del Hombre
Bueno, comienzas contemplando la ciudad de Nazaret, uno de los tres lugares
clave de su vida. Los otros son Belén y Jerusalén.
Nazaret,
en las fechas en las que ese Hombre Bueno crecía junto a sus padres, era una
aldea tan insignificante que, ni siquiera, el gran historiador judeo romano del
siglo I Tito Flavio Josefo, la nombra entre las 204 aldeas significativas de
Galilea. De esta población era María, madre del Hombre Bueno.
Ver
una cueva excavada, donde vivieron José, el padre, María la madre y ese Niño
que acabaría siendo un Hombre Bueno reconocido universalmente, te estremece dos
mil años después de aquellas fechas. María pertenecía a los anawin, que
eran personas humildes, sin apenas recursos económicos y extremadamente
obedientes a la Ley de Dios.
Visitas
el Monte Tabor, y recuerdas el episodio de La Transfiguración; contemplas los
restos de la que fue una de las más bellas sinagogas antiguas de Israel, en
Cafarnaúm, donde predicaba el Hombre Bueno; navegas en una barcaza hacia al
interior del mar de Galilea, en cuyas aguas el apóstol Pedro temió hundirse al
ir en pos del Hombre Bueno caminando sobre sus aguas.
Pero
de todos los lugares que visitas, el que más te conmueve es el Huerto de los
Olivos, donde echas a volar tu imaginación.
Sentado
a los pies de la verja metálica que protege unos olivos milenarios, entornas
tus párpados y, de repente, como si te hubieses colocado unas gafas de realidad
virtual, tu imaginación vuela dos mil años atrás.
Te
ves acompañando al Hombre Bueno cuando sale del Cenáculo; persigues sus pasos,
al tiempo que desciendes hasta el arroyo Cedrón, que Él vadea sin dificultad;
asciendes, a su lado, unos metros y llegas a Getsemaní; ves cómo deja atrás a
ocho apóstoles y cómo únicamente le siguen Pedro, Santiago y Juan. Ves,
asimismo, cómo a continuación deja a estos tres apóstoles para orar, alejándose
unos metros de ellos, no sin antes decirles: «Quedaos aquí y velad conmigo».
Y
es entonces, contemplando al Hombre Bueno, cuando le escuchas decir: «Padre,
si quieres, aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la
Tuya». A su lado, compruebas cómo el sudor baja por su cuello, empapa su
túnica blanca y llega hasta el suelo, incluso le brotan gotas de sangre. El
Hombre Bueno había entrado en pánico, sintiéndose horrorizado y
angustiado.
A
punto de ocurrir el Prendimiento, despiertas de esa ficción a la que te ha
conducido esa memoria fermentada. Consciente de tu situación, con los ojos
todavía humedecidos, comienzas a fotografiar las reliquias de ocho troncos
añejos de aquellos olivos, que acompañaron al Hombre Bueno en sus últimos
momentos, cuando oraba en libertad por todos los humanos, pero siendo sabedor
de las pocas horas que le quedaban antes de morir.
Son
momentos en los que se encoge tu alma. Sabiendo hoy lo que sabes, dudas qué
habrías hecho en aquella noche que siguió a la Última Cena, si hubieses estado
acompañando al Hombre Bueno. ¿Lo habrías defendido con bizarría antes del
Prendimiento, o te habrías escondido tras un olivo y hubieses aceptado con
resignación las preferencias del Padre o, sencillamente, te hubieses vuelto
loco comprobando tu cobardía? Quizá, en tu imaginación fermentada, no haya
lugar para unos hechos en los que nunca tuviste la ocasión de poder dilucidar
tu decisión.
Después
de recorrer durante siete días los Lugares Santos, te sientes reconfortado en
tu espíritu, y tu alegría se une a la de aquellos peregrinos a los que aludía el
libro de los Salmos:
«Qué
alegría cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando
nuestros pies, Jerusalén».
Ellos
cantaban entrando en Jerusalén. Tú, terminas tu peregrinación exultante de
alegría por pisar toda la Tierra Santa. Te llevas un gratísimo recuerdo y no
puedes menos que, al igual que puede leerse en versículos siguientes del mismo
salmo, sentirte cautivado en tu adiós a Jerusalén, diciendo:
«Por
amor a la casa de Yahvé, nuestro Dios, te deseo todo bien, Jerusalén».
No hay comentarios:
Publicar un comentario