viernes, 25 de octubre de 2024

Charo, delta de Venus, por Alfonso Bayón

        (Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

         Recuerdo a Charo. Recuerdo que por entonces paraba en Noviciado, en un apartamento, en una diminuta habitación-estudio, con cocina americana, baño con bidé, lo que no era una rareza sino una ventaja. Las tardes de invierno fumábamos e intentábamos descifrar a Baudelaire hasta quedar dormidos sobre el colchón dispuesto sobre la tarima, contemplado las estrellas fluorescentes esparcidas por el techo de la alcoba. Solo había que dejar prendida la luz del flexo cinco minutos antes, mejor sobre una montaña de libros o discos: la Vía Láctea se desparramaba sobre nuestros cuerpos desnudos. En el flamante cielo azul eléctrico, la Cruz del Sur se orientaba hacia el baño, que era donde encontraba asiento el culo del universo, decía ella. Charo lo quería así, porque a veces sus otros partenaires se desorientaban debido a la droga. El culo de Charo era turgente sin ser excesivo; le retribuía la legítima que sus pechos de núbil le negaban; aquel trasero era blanco y liso y cálido, como la faz ardiente de un par de bombillas Osram incendiadas, y como ellas, sin un solo pelo. 


         Charo fue en aquellos días mi universo. Ya que la Creación del mundo parecía el resultado no contrastado de un experimento caótico obra del Niño Dios, alguien debía poner en él un poco de orden. Por lo que darle sentido cosmogónico a la disposición de las estrellas, no era sólo conveniente: era una obligación moral. Eso decía. Y la Cruz del Sur nos indicaba en la noche, con cinco minutos de retraso (que no es demasiado en la gran escena cósmica) por dónde se iba al bidé. Según ella, era una opción práctica. Y yo, aunque no lo supe, siempre la creí. Mi fe, mi fe en la Charo de entonces, derribaba montañas. Como en Lo improvisto, también yo erigí un templo para ella en el centro de mi corazón.

         Nuestra primera noche temblé como una hoja. Habíamos ido a ver Flowers, de Lindsay Kemp, arrastrados por uno de los numerosos amigos gais suyos. Yo no entendí nada, salvo que unos tipos musculosos tiznados de blanco danzaban en mallas y zapatillas, tensaban cables y ejecutaban acrobacias de una sensualidad sorprendente en una atmósfera azul violeta; pero, cincuenta años después, aún recuerdo el retumbante grito que parecía descender del cielo hacia las oquedades de la tierra: L´assasin, comme est que tu l´a fait?  Su eco estremecedor atravesó la platea y sentí que se me había clavado como un dardo acusador (pues sabía que estaría borracho antes de dormir con Charo,  ya que mi debilidad se acostaba en otra parte).     

         Charo habitaba un quinto sin ascensor. Recuerdo los peldaños de madera curvados hacia el centro, que llevaban a las puertas de aquel jardín del Edén donde era posible ejercer la libertad en sentido amplio sin la inconveniente presencia parental. Sobrellevaba cada meritorio ascenso a esos cielos, imaginando que lo hacía hacia una buhardilla del Quartier Latin. Era imperativo sobrellevar el olor inmundo a verdura, aunque, claro, si escribo brécol en vez de coliflor es algo más fácil situar al lector en el Boulevard Saint-Michel o en el Gótic de Barcelona como mínimo, antes que en la castiza calle de San Bernardo.

         En lo alto del rellano, la barandilla acababa con un triunfal remate en forma de alcachofa. Llegaba taquicárdico, con jadeos, casi con mal de altura, pese a mi lozana juventud.

         Charo ya estaba acostumbrada: se prestaba como un sherpa para ayudar al desvalido. El generoso premio era echar un polvo juntos, después de un vasito de absenta y, en el colmo de la prodigalidad, ella no usaba cronómetro.

         Esa noche, la primera, Alim, el novio moro de su hermana, trajo costo doble cero. Acababan de llegar de Roma. Se alojaban en una pensión en Piazza Mastai, en el Trastévere, —se llamaba Mirafiori, creo—, que describieron como de lo más cutre. Mientras Mayte nos liaba un canuto, el tal Alim se sacó del bolsillo una cucharilla con artes de prestidigitador de Jemmáa El-Fnaa y nos explicó el sistema de la dueña para evitar la incesante rapiña de cucharillas a manos de los huéspedes yonquis: un agujerillo horadado en el fondo. 


         Cuando por fin nos dejaron solos, Charo fue al baño y yo puse un disco en el plato. Abrí un poco la ventana que daba al patio interior: la vecina del cuarto tendía ropa interior blanca y ver una cosa como esa en un momento así destroza a cualquiera. Eché de nuevo las cortinas, aspiré a fondo la niebla dulzona del humo del hachís y el tabaco y me puse a pensar en el color del salto de cama de Charo. Se me antojaba indiferente, pero me excitaba imaginar la suave transparencia del tejido suave y el tacto de seda sobre su ingle. Mientras, el brazo del tocadiscos oscilaba encima del plato y la aguja rodaba hacia el primer corte de Kind of blue.

         Charo emergió del cuarto de baño rodeada de prometedoras armonías, llevando solo unas bragas negras, atadas con cintas a la altura de las caderas y con algo más de tela hacia el delta de Venus. Su tacto era increíblemente suave. Nos abrazamos, y recorrí de arriba abajo su torso cálido y tenso con la yema de los dedos. Luego ella se puso de puntillas y me pidió que la besara. Sentí el pulso juguetón de los botones, suaves y sonrosados de sus pechos, enfrentados contra el mío. Ella gimió -creo que de orgullo-, al notar mis cuerpos cavernosos repletos de sangre. Exigió que me desnudara, y ella, todavía en bragas, esperó cruzada de brazos a resguardo de mis sondeos, provocando que persiguiera esa visión placentera y tangible de las cúpulas abombadas con sus dos coronas de guinda de un segundo antes.

         Charo tenía la costumbre de fumar hachís o marihuana antes de meterse en la cama; suponiendo, equivocadamente, que eso le hacía parecer más sensual.

Charo tenía un padre de derechas y una madre sumisa que bebía Benedictine a escondidas. Me contaba la misma historia que otras chicas que conocía por los bares y antros de Malasaña, y era que todas ellas tenían un pasado común e infausto: un hermano con parálisis infantil o drogadicto; una madre suicida…

Charo usaba cuchillas de afeitar para depilarse el vientre y los muslos, y poco después pasó a perforarse el ombligo, las cejas y el labio inferior. Adoptó modales punk y a acostarse con amantes de ambos sexos.

Recuerdo los olores de las noches con Charo: el arrollador, a pachuli; el aroma de los tamarindos en la calle; la esencia sensual de Charo difuminada en los últimos resquicios de la noche antes viajar, colocados a contemplar la salida del expreso de las siete quince a Hendaya.

Mis memorias están fragmentadas; debido también a una niebla psicodélica, azul y gris, en que las sensaciones de plenitud, la generosidad hacia todos los seres vivos y la risa incontrolada carecían de límites durante algunas horas.

         Con el tiempo pasábamos menos ratos en el apartamento de Noviciado. Cierto día, dejé de verla. Yo salía con otras, y Charo empezó a hacer tríos. Un par de años después, me la encontré en Antón Martín desaliñada y rodeada de curiosos. Sangraba con el lóbulo desgarrado porque su novio de entonces se había ensañado con ella. Sorbí con mis besos el sabor salado de sus mejillas y la acompañé a urgencias, pero no me dejaron pasar.

Charo insistió en no ir a poner la denuncia. Pedí un taxi, que la dejó frente al portal de su casa. No subí con ella.

         Sin necesidad de agujas o cuchillas, Charo se lastimaba haciendo el amor, o lo que fuera, con aquel canalla. Parecía inmune a todo, caía y remontaba el vuelo, pero estaba dañada de verdad, tanto como para desear ser misionera y erradicar todos los males de este mundo. 

         Años después volví a encontrármela. Era invierno. En la calle caía una llovizna gélida más propia de latitudes norteñas. Las luces de los semáforos parpadeaban en bucle secuencias monótonas y los faros de los automóviles brillaban, como atolondrados insectos nocturnos, sobre el pavimento empapado y al instante se daban a la fuga.

         Charo era enfermera y ahora vivía en Paseo de la Habana, esquina a Jerez. Compartía un estudio con una compañera del Doce de octubre. Estaba más delgada, los párpados inferiores se le replegaban ligeramente bajo el contorno de las pestañas —debido al cansancio de las muchas guardias compradas—; la piel del rostro había perdido su textura juvenil, y en sus pupilas dilatadas había un reflejo de urgencia muy evidente. Algo la perturbaba. Me invitó a su casa a tomar un café. Yo acepté.

         Charo entró en el baño. Salió de él mucho más relajada y completamente desnuda bajo la camisa masculina vaquera azul. El café humeaba sobre la mesa del comedor. Pellizqué la tela: sarga recia. Arranqué los botones para sentir el latido de sus pechos, besar las formas redondas de sus hombros sin despojarla de la blusa. La acometí sobre la alfombra, espasmódica y sistemáticamente. Besé sus párpados, que mantuvo cerrados todo el tiempo. No hice preguntas: de nada sirve caminar hacia atrás por las mismas baldosas para reiniciar un camino que no conduce a ninguna parte. La situación fue excitante por lo que de furtivo hubo en ella. Una vez consumada, mi interés por Charo decreció. Ella volvió a ser ella, y yo dejé enfriarse mi café dentro de la taza.

         Esa misma noche volví a beber, ya a solas, en mi piso. Tomé consciencia de un hecho. Baqueteada por la vida, Charo mantenía el rastro de inocencia que yo amaba más de lo que creía, y supe -lo había sabido siempre-, que yo nunca llegaría a igualar. Mientras, mi carrera y mis negocios, exitosos, acababan de confirmarme -en Paseo de la Habana esquina a Jerez- que, en efecto, yo era un cabrón. 

    Aquella primera vez, Charo, bajo las palpitantes estrellas de tu alcoba, te preguntabas y me preguntaste qué pensaría de ti con el paso de los años. Nada dije. 

        Bien, ese tiempo ha trascurrido y mi respuesta, te llega ahora demasiado tarde. Ojalá desde el cielo puedas perdonarme. 


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