Hoy publico este relato titulado Caperucita Roja y el cazador, de Roberto Bances, que ha sido alumno de algunos cursos de escritura. Enhorabuena, Roberto.
(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Con
un metro cincuenta y nueve, cuarenta y ocho kilos de peso, cabello rubio y
trenzado, ojos azules, un lunar en la mejilla izquierda, y un llamativo tatuaje
en el antebrazo derecho, es normal que me considere una muchacha encantadora; y
más cuando visto una camisa blanca, falda a cuadros, zapatos de charol y una
capa roja con caperuza que me cubre la cabeza, con lo que es fácil deducir que
de ahí he tomado mi nombre.
Un
día a la semana lleno una cesta con frutas y dulces, salgo a la calle y,
saltando alegremente y con la inocencia por confirmar, me dirijo a la casa de
mi abuela; una mujer menuda, delicada, de cabello cano, ojos grises, piel
fruncida y pálida, que siempre se engalana con un amplísimo camisón blanco y un
gorro de dormir porque a su edad considera que puede hacer lo que le dé la
gana. Ese mismo día esperaba en la cama, con la salud un tanto deteriorada, mi
llegada.
En el bosque es frecuente que me pare a charlar o discutir, según las ganas, con dos sujetos peculiares: uno es un viejo lobo, fiero, según él, y con ojos, nariz, orejas y boca que quizás describa más adelante; sus manos y pies lucen enormes garras afiladas y poco dadas a la limpieza; viste pelambrera por todo su cuerpo y suele merodear con insanas intenciones, siendo ignorado por las ovejas de la zona y admirado por los ecologistas de la ciudad; el otro es un apuesto cazador, un tipo moreno, con amplia sonrisa de dientes blancos y simétricos, ojos negros y músculos de acero, que para eso se hace cincuenta flexiones todas las mañanas; en fin, un tío bueno en opinión de las expertas en esos asuntos –entre las que me incluyo–, que vigila el bosque con su traje mimetizado y su escopeta colgada del hombro izquierdo.
Y
una vez más el lobo, que se cree el príncipe de la astucia, intenta dirigirme
por un falso atajo hacia la casa de mi abuela. Yo, con toda la paciencia y
educación que me ofrece el momento, lo amenazo con arrancarle la cabeza si
vuelve a decirme lo que tengo que hacer, como si no supiera valerme por mí
misma por el hecho de ser mujer, y como si no supiera que va a llegar antes que
yo a la casa de mi abuela. Sé que llamará a la puerta, fingirá torpemente la
voz de una niña, mi abuela no distinguirá su desagradable vozarrón y permitirá
que la fiera se meta hasta la cocina. Pero como el estómago del lobo no está
para grandes excesos, reparará en que yo sería más fácil de masticar y digerir,
por lo que encerrará a mi abuela en el armario y se pondrá su camisón y su
gorro notando una extraña sensación de agrado. Y esperará acostado mi llegada.
En
efecto, cuando llego a visitar a mi abuela golpeo varias veces la aldaba contra
la puerta. El lobo, que pocas veces tiene la oportunidad de imitar a diferentes
personajes, me invita a pasar con la misma voz torpe y oscura de siempre.
Entro, me acerco a la cama, finjo que todo es normal, inicio el acostumbrado
interrogatorio y, después de decirle que lo tiene todo grande, el lobo se
abalanza sobre mí, a lo que respondo propinándole una fuerte patada en sus
partes. En ese momento llega el cazador, siempre al acecho de todo aquello que
no va bien, alertado por los aullidos del lobo y por los gritos despavoridos
que lanza mi abuela desde el armario, de tal forma que duda por unos segundos
entre disparar hacia allí o hacia el lobo.
Finalmente
se decide por éste y, de un certero balazo, lo derriba al momento.
Tal
fue la alegría, que mi abuela y yo nos arrojamos en brazos del cazador, y tal
fue su fastidio, que pensé que iba a pegarnos un tiro a nosotras también. Alargué el abrazo, como tantas veces había soñado, su mirada tenía el
aroma a retama y brezo que acariciaba con insistencia las ganas de celebrar mi
mayoría de edad en ese vigoroso cuerpo; deseé decirle: ¡qué ojos más grandes
tienes! Quise creer que sonreía.
Como
en otras ocasiones, el lobo completó su melodramática actuación rogándonos que
antes de arrojarlo al río con la barriga llena de piedras, le dejásemos puesto
el gorro y el camisón que tan bien le sientan.
Espero
que la próxima vez que me lo encuentre en el bosque no vaya con esa facha.
Y
colorín colorado…
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