Salud (mucha, toda la del mundo), amor (del bueno) y dinero (al menos algo para sobrevivir en este mundo de caníbales y reyes, corruptos y sacacuartos, trepadores y soplapollas, que de todos hay en abundancia en la viña de Nuestro Señor...).
A estas alturas del partido (es un modo de hablar, por cierto, España se impuso a la Argentina en el reciente Mundial de Baloncesto, ah, esto seguro que lo sabíais), superando la cincuentena, que se dice pronto, uno es consciente de la brevedad de todo (dicen también que lo breve, si bueno, dos veces bueno. Y hasta dos veces breve, aunque resulte 'rebuznante', de rebuzno, clarín clarete).
Nadie vive eternamente. No os engañéis. Aunque alguna gente parece que viviera como si la muerte no fuera con ella.
A partir de una edad, uno es consciente de que la salud es lo esencial. Sin salud no hay nada de nada. Puedes ser harto rico, multimillonario, pero ay cómo no te acompañe la salud, porque entonces estás perdido, para el arrastre. O para que te saquen con un cribo al sol, como se decía antaño en mi pueblo.
La salud, sí, deberíamos concienciarnos, concienciaros amiguitos y amiguitas (si aún no lo habéis hecho) es lo único que nos mantiene agarrados al hilo invisible/visible de la vida, de esta vida-suspiro, de esta vida que por instantes se torna absurda, como un absurdo kafkiano (Kafka era una mente brillante. Y supo ver como nadie la realidad de su época y aun de la nuestra).
La vida puede ser hermosa o bien un valle de lágrimas (como dicen los cristianos católico apostólico-romanos). O ambas cosas a la vez. A unos les sonríe, con sus altibajos, y a otros los machaca por todos los costados y los poros de su intra-ánima.
Podría seguir en este plan de planes. Pero quiero contaros lo que ocurrió hace nomás un par de días en el Hospital del Bierzo, al cual fui para hacerme unas pruebas (no os alarméis, creo que de esta saldré adelante).
El asunto es que, acompañado por una de mis hermanas, la mayor en concreto (qué maravilla tener hermanas, hermanas tan maravillosas) esperábamos por nuestra prueba (mejor dicho por mi prueba, qué manía de emplear el plural mayestático, ¿se dice así?). Y esperábamos como se espera en un hospital, con desgana, con falta de moral, con bajo estado anímico. Con la sensación de una espera eterna. Esperando a Godot bajo el almendro de Eloísa. Ahora sí que me entró el desbarre.
Mira que son tardones para atender. Falta de organización, sin duda. Le dan cita a un montón de gente para la misma hora. Y así nos va. Cómo para quejarnos. Que al menos tenemos Seguridad Social y nos atienden. No como en otros muchos países (empezando por el gigante y todopoderoso USA, que prefiere gastar sus dineros en armamentos y otro tipo de juguetes diabólicos. Y dejar a sus ciudadanos, los pobres, claro está, en la estacada. Siempre son los pobres los que se llevan todos los hostiones).
Llevábamos esperando un buen rato, luego de pasarnos por la cafetería del hospi (queda güay el término hospi, ¿verdad?) para tomar algo, cuando se nos acercó una chiquita (a la que habíamos visto de cerca en la cafetería), y nos saludó con su rostro lleno de juventud y vitalidad. Y su sonrisa deslumbrante.
Intercambiamos saludos y sonrisas. Y ni corta ni perezosa (ya se había asegurado de que el enfermito era yo) me preguntó que qué tenía. Me quedé algo sorprendido por su pregunta a bocajarro. Pero, como percibí bondad en su pregunta y sobre todo en su mirada, le respondí con sinceridad (nada grave, la verdad, bueno, eso creo). Y ella, sin cortarse (una vez más) me dijo: Pues yo tengo un tumor maligno. Y lo dijo sin apartar la sonrisa de su rostro, con una sonrisa adorable. Madre mía. Pobrecina chica.
Me lo comunicaron hace un par de días, prosiguió, y lo malo es que lo hicieron por teléfono. Ni siquiera era el médico o médica quien me lo comunicó, acertó a verbalizar.
Pero qué brutos son estos pendejos, ni se miden los cabrones, pensé. Cómo se le puede decir a alguien por teléfono, con tal frialdad, una noticia de tal calado. Una noticia tan nefasta. Si me lo dicen a mí creo que me habría dado un infarto.
Pues sí, tengo un tumor maligno en el útero, continuó con su relato (ahora se ha puesto de moda esto del relato, del relato político... y también los relatores, que no son, intuyo, como los juglares marroquíes que bajan todas las noches a la Djemaá-el-Fna a contar a turistas y oriundos los cuentos de las Mil y una noche al amor de los candiles).
Me dan contracciones como si fuera a parir (madre que es de dos hijos, según nos dijera, con lo cual sabe bien de lo que habla). Y encima me tuvieron dos meses dándome antibióticos -añadió- porque me decían que tenía una infección.
Cuando uno oye cosas así, me vengo abajo. Cómo una chica de veintitantos años puede sufrir una mierda así. Qué me lo expliquen. Dónde está ese Dios todopoderoso. Ese Dios que todo ve. ¿Para qué mierdas sirve un Dios así? Evidentemente, no existe ningún Dios salvo el Dios de la enfermedad y la muerte.
Le he contado ya a mi jefa lo que me ocurre -continuó hablando, mientras a uno se le aguaban los ojos, no lo puedo evitar. Y mi hermana estaba perpleja-, y me abrazó y se puso a llorar. "Mi jefa me abrazó y se puso a llorar", debió repetir como un mantra. Y lo dijo como si le acabaran de hacer el mejor regalo del universo. Que sin duda se lo ha hecho su jefa en forma de afecto (los afectos, ay, tan poco valorados en una sociedad en la que lo primordial es lo puramente material, lo material grosero, deseo subrayar).
En ese preciso momento, a mí también me entraron ganas de abrazarla. Y de llorar. Pero me contuve. No iba a montar encima un dramón allí. Y le dije que era una chica valiente, alegre, con mucha vida. Y que por supuesto saldría adelante. Le dimos ánimos (mi hermana y yo mismo) y nos despedimos de ella con alguna lagrimina en los ojos.
Hago un inciso en el relato para recordar que hace tan sólo unos días nos abandonó, a resultas de un puto cáncer, una mujer de 62 años, Celina, paisana del Útero de Gistredo. Una pena.
Mis mejores deseos para su familia, para su marido Enrique (hermano de mi cuñado Nino, fallecido prematuramente debido a un infarto fulminante) y para sus hijos César, Raúl y Dani.
Nuestro pueblo, a este paso, se está convirtiendo en un cementerio. Un camposanto rulfiano.
No diré el nombre de la chica del hospital ni dónde vive, aunque nos contara varias cosas de su vida. A mi hermana y a mí. Tampoco creo que lea esto, al menos por ahora. Pero me nace, me brota de las entrañas escribirlo, decirlo, contarlo.
Sin salud, no somos nada. Lo sé más que nunca. El dinero sólo sirve para sobrevivir en este mundo capitalista, en esta aldea global donde prima el tener sobre el ser (tener o no tener, he ahí el dilema), donde la guita (El tío de la Guita era un paisanín, algo amigo de mi padre, que quizá ya haya fallecido, aunque hace unos años lo viera en Ponferrada) es además el significante que pudre cualquier significado. El dinero putrefacta todo cuanto toca. Y el amor es una palabra ya gastada que conviene revitalizar.
¿De qué amor hablamos y entre quiénes? El amor al padre, a la madre, a los hermanos, a la novia, a la esposa (no me gusta nada esta palabra, pero tampoco me gusta nada la pareja)... el amor que se podría dar entre amigos... Con amor las penas son menos penas, se dice también. Con amor (si ese amor es real) se anda mejor el camino. Pero por encima de todo está la salud. Con salud uno puede llegar a tener dinero y también amor. Con salud se puede poner uno el mundo por montera.
Cuánto daría esta chica por curarse. Que se curará, se lo deseo. Es fuerte. Y joven. Con todo el futuro por delante. Cuánto daríamos (incluso lo que no tenemos) algunos por tener una salud de hierro. Tampoco quiero quejarme, que luego llega ese Dios-invento, ese Dios quimera (como dijera Sade, el marqués, léanse por ejemplo 'El diálogo entre un sacerdote y un moribundo', o bien 'Justine') y nos castiga.
No logro quitarme del pensamiento a esta chica sonriente a la que hace un par de días nomás le dijeron, por teléfono para más inri, que tiene un tumor maligno.
Se curará, me digo una y otra vez.
Se curará.
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