domingo, 5 de mayo de 2019

Medina de Túnez capital

La Medina de Túnez, declarada Patrimonio de la Humanidad, es, como cualquier Medina, un universo en sí mismo, un intrincado de calles y callejuelas, de pasadizos cubiertos, de hammanes, zocos, palacios, madrazas, mezquitas (destaca la mezquita Zitouna, y también la mezquita Hammouda, entre alguna otra), un laberinto especiado, aromático, con olor a té a la menta, cuscús y humo de shisha, visualmente poderoso, que el viajero experto sólo puede desenmarañar cuando lo recorre palmo a palmo, con un extraordinario sentido de la orientación, y después de internarse en el mismo en múltiples ocasiones. 
De lo contrario, corres el riesgo de extraviarte. 
Aunque la Medina de Túnez no me parezca tan complicada como otras medinas, pongamos por caso la Medina de Fez el Bali, en Marruecos, que se me quedó grabada a fuego en la retina de la memoria como un genuino laberinto, con más de once mil callejuelas, aseguran los oriundos. 
Un laberinto en el que uno acaba perdiéndose, por más veces que uno se adentre en el mismo (unas cinco veces creo recordar que he estado en la misma), salvo que uno no se salga de las calles principales, como Talaa Kebira (Gran cuesta) o Talaa Sghira (pequeña cuesta). 

Once mil callejuelas como once mil vírgenes, ay, qué los islámicos no creen en vírgenes, esas muñecas, según ellos, que no forman parte en absoluto de su iconografía religiosa. A propósito de similitudes, el alminar de la mezquita de la kasbah de Túnez recuerda a la Giralda de Sevilla. Y por ende a la Kutubía de Marrakech. Pues ésta última sirve de modelo y de inspiración  a la Giralda. 
Si es que nuestra España sureña, andaluza, andalusí, como bien sabemos, es tierra mora. 

En todo caso, aventurarse en la medina de Túnez es algo que no deja indiferente al visitante extranjero, que se queda prendado de olores y sabores, de todo un espectáculo sensorial. Sobre todo si uno decide introducirse en vericuetos como Sidi Abdallah Guech, que es un barrio rojo cuyo ambiente de sordidez no invita a quedarse mucho tiempo en el mismo. 
Algunos oriundos hacen oídos sordos si uno pregunta por el mismo, mientras que otros no recomiendan la visita. Y mucho menos si es de noche, lo cual se agradece. Y no lo recomiendan por motivos de seguridad.
Al fondo, el minarete de la mezquita Zitouna
Y por supuesto porque un islámico, aunque se trate de un país entre comillas libre, no ve con buenos ojos que sus mujeres ejerzan el oficio o uno de los oficios más antiguos del mundo. Sorprende (y mucho) que Túnez permita la prostitución. La verdad es que choca. No se debería permitir la explotación, ni del cuerpo ni del espíritu, pero es la moneda de cambio del mundo actual, en realidad, del mundo que conocemos desde tiempos ha, que se pierden en la prehistoria. Un mundo de mierda, claro está. 

Por fortuna, en esta medina, salvo que uno se salga de las calles más transitadas, al contrario que en otras medinas, el viajero percibe bastante seguridad (aunque las guías de viaje insistan en las precauciones que uno debe tomar por aquello de los robos, de los carteristas, como en cualquier lugar del mundo, ni más ni menos) y tampoco se siente perturbado por el atosigamiento de vendedores y demás viandantes. 

Uno puede pasearse con tranquilidad, deteniéndose en cada rincón, incluso fotografiando sin ningún problema cada lugar, y hasta a las personas que se encuentra (aunque lo mejor sea pedir permiso, ser discreto y educado, si uno desea hacer fotos de alguien en particular, como en cualquier sitio del orbe, a sabiendas también de que los islámicos, al menos algunos, tienen la creencia de que a través de una foto podrías llegar a robarles el alma). 
No ocurre, o al menos no tuve esa impresión, como sucede en Marruecos, de que la gente esté tan maleada hasta el punto de que te dejen fotografiar lo que se tercie siempre que sea a cambio de dinerito, de algunos dinares. 

En este sentido, la Medina de Túnez se me antoja un espacio de libertad. En este país la libertad (suponiendo que exista, incluso en el resto del mundo, que es mucho decir) es más evidente que en otros países de creencia musulmana. 
Las plazas de la Victoria, con su puerta de Francia, y la de la Kasbah (emblema de la revolución o primavera árabe) como referentes. Amabas merecen una visita. Y un tiempo de contemplación. 
Plaza de la Kasbah

Como en cualquier lugar del mundo, no hay mejor que un lugareño o lugareña te conduzcan, literalmente de la mano, por la medina. Y te muestre sus secretos. Sus encantos. Sus lugares con atractivo, que para uno acaban siendo todos o casi todos, acaso por su exotismo. Y te lleve hasta los altos en busca de alguna panorámica que te haga flipar de placer.  Un buen sitio para contemplar el horizonte blanco de la ciudad es desde la terraza del Panorama Medina Café, que, en el momento de mi visita a finales de abril, estaba en fase de restauración.


Aunque no fue impedimento para poder obtener magníficas instantáneas de la ciudad. 
Me encantan los miradores, ya lo he dicho en más de una ocasión, y poder tener una buena panorámica de una ciudad. Es algo que acostumbro a hacer cada vez que visito un lugar. ¿Dónde puedo treparme para tener una vista general? Las hermanas Alya y Nermin, a quienes tuve la ocasión de conocer en el M'rabet (Morabito), un bar restaurante enclavado en la Medina de Túnez, son excelentes guías. Buenas conversadoras. Y uno agradece su generosidad. 

Mi impresión acerca de sus gentes es buena. Y, como en todo lugar, siempre habrá buscavidas y cabroncetes que intenten abusar de tu confianza. O de tu desconcierto. O de tu extranjeridad, si tal puede decirse. De tu desconocimiento, en definitiva. Como el taxista que me tocara desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, que, aparte de renegón, se hizo el suequito para no devolverme el cambio de 30 dinares. Habíamos apalabrado 25 dinares, que ya es una suma considerable en Túnez para el trayecto de marras, incluso en noche cerrada, por aquello del plus de nocturnidad. Entrada triunfal en Túnez. Con un regusto algo amargo. Y luego llegada a la ciudad, casi desierta. Encima el tipo me dejó a la entrada de otro hotel, bastante cercano, en todo caso, de mi hotel. Por fortuna, el amigo Enrique, Henry, había hecho reserva del mismo, pues allí se alojaba él también. Y había conseguido un precio de lujo, después de algún regateo, claro (en Túnez también es posible regatear con los precios de hotel, qué cosas) para un hotel realmente digno, incluso bueno, bien ubicado, con buen servicio. 
Escanciador de té  a la menta

Era tan tarde (al avión, todo hay que decirlo, se demoró más de tres horas sobre el horario previsto de llegada, cortesía de Tunisair, of course) que no me entretuve ni siquiera en buscar otro taxista, a pesar de que le viera el pelaje al tipo en cuestión. 
Ahora que lo rememoro, el regreso de Túnez capital al aeropuerto, en horario de día, costó sólo cinco dinares. Los que le dejé de propina obligada al taxista macarril. Ni siquiera llegó a los cinco. Una ganga. Con el contador en marcha. Un taxista, esta vez sí, silencioso, con buen rostro, eficaz, buen profesional. Cara y cruz de una misma moneda. Como la vida misma. 
Cuando uno viaja por el mundo adelante conviene andarse al quite, estar avizorado, mostrarse espabiladín, y ser capaz de detectar la maldad, el mal, las males artes o artimañas, a la primera de cambio. 

Cuando te quieres quitar de encima a un pesadín (que la verdad tampoco abundan, o al menos uno no se topó con tantos), funciona aquello de que, con firmeza, le digas que vives desde hace unos meses en Túnez. Suele colar. Y si no cuela del todo, sirve para espantar al bicho. Como si fuera un repelente de mosquitos, que abundan por cierto en las noches tunecinas. 
La Medina, la ciudad al completo, y aun el país entero, requieren de varias visitas para, al menos, poder familiarizarse. Y de este modo saborear sus esencias. 

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