viernes, 30 de diciembre de 2016

Cela: Mi nombre es Wendell Espana

Hace un siglo que nació el Nobel Camilo José Cela, don Camilón, aquel paisano del que tantas cosas, no siempre buenas, se han dicho. Aún  siendo verdad, que fue un plagiador, delator, censor... cabrón, su obra me sigue pareciendo inmensa. Y con eso me quedo. Me da coraje, muy mala leche, que a menudo en este país nos quedamos con los chascarrillos, somos muy dados al faranduleo, y lo realmente importante lo dejamos de lado. Vemos la paja en el ojo ajeno, en el otro o la otra, pero no vemos la viga en el propio. ¿Verdad? También nos quedamos con la mala imagen de Umbral, otro coloso de las letras, insuperable en su quehacer literario, periodístico. Después de Umbral, el columnismo se ha quedado cojo. Un autentico genio. Pero no perdonamos (si algo hay que perdonar, que tiene tela el asunto) su pose cascarrabias, ni pasamos por alto cuatro gaitadas, que están grabadas a fuego en el subconsciente colectivo, que lo menosprecian, incluso lo vuelven invisible. Qué pena. Lo mismo ha ocurrido, más o menos, con Gustavo Bueno, el gran filósofo español, al que la masa tomaba por el pito de un sereno. Eso creo. Somos o nos comportamos, a menudo, como cabestros. Podría continuar... pero lo que me apetece sacar es este texto que escribiera hace tiempo, justo cuando se murió el marqués de Iria Flavia, que permanece enterrado en su tierra natal. 


“Mi nombre es Wendell Espana, Weldell Liverpool Espana, quizá no sea Espana sino Span o Aspen, nunca lo supe bien, yo no lo he visto nunca escrito...”. Así arranca la novela Cristo versus Arizona de C.J.C, que ya es carne de cementerio. 
Cela. Foto M. Cuenya

Nunca me he cansado de leer y releer a Cela. Confieso que cuando leí Cristo versus Arizona me quedé como deslumbrado, como con ganas de escribir algo parecido. 
Su obra, genial y abundante, siempre estará por encima de su persona, aunque en él vida y literatura hayan sido el mismo asunto. 
Cementerio de Iria Flavia. Foto M. Cuenya

De Cela se han dicho tantas cosas que uno ya no se fía de ninguna. O por mejor decir, a uno no le preocupa demasiado si Cela fue un cabrón o un alma de la caridad. La ética maniquea del bien y del mal hace tiempo que dejó de interesarme. Además, no siempre acierta uno a darle gusto a todo el mundo. Es imposible. No siempre está uno bien visto por toda la humanidad. En ocasiones, ni siquiera por los que te rodean. Con lo cual lo mejor es hacer oídos sordos al teatro de la crueldad que impone esta vida hecha de absurdo e infamia. Si estás dispuesto a tragar todo lo que dicen de ti, no te queda más remedio que sucumbir, arrojar los trapos y el cuerpo a los buitres, aun antes de que te dé tiempo a atarte los machos.
            No tuve la suerte de conversar con Cela, aunque sí llegué a verlo en Oviedo en el Hotel Reconquista, allá por los años ochenta y pico, dando una conferencia. 
Recuerdo que aquel señorón me impresionó por su talla y su discurso atinado y emocionante. Tras una apariencia brutal a menudo se esconde un ser sensible. No conviene fiarse mucho de las apariencias. Me quedo con la dialéctica platónica del regressus y progressus, de las apariencias a las esencias y viceversa.
Tumba de Cela.  Foto M. Cuenya

            “Ahora ya es tarde para volver sobre los pasos perdidos -escribe Cela en Oficio de tinieblas 5- sobre las singladuras cuyo último y único puerto es la muerte no debe causarte el menor enojo el que los demás se rían de tu muerte tú cumples no siendo cruel ni contigo mismo quede la crueldad esa máscara de la impotencia para los demás”. Qué hermosas y a vez crueles palabras. La muerte como último y único puerto. Terrible realidad.  No sé quiénes pueden estar riéndose de su muerte, pero a mí me entristece mucho que se haya muerto, “no niegues que te entristece decir adiós a la mar el precio de la derrota es el tener que ir diciendo adiós a las cosas a los rincones y a los paisajes...”. 
Es angustioso decir adiós a la vida, por más que uno intente hacerse el duro y valiente. Resulta duro navegar en medio de la mar abierta porque, a veces, no se llega al puerto que uno cree, sino que el viaje termina de mala manera.


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