Foto: Manuel Cuenya
Fermín con su editor Paolo en la presentación de 'La fatalidad' en Ponferrada
El
narrador y poeta cacabelense Fermín López Costero acaba de obsequiarnos con un
poemario cuyo título, ‘La fatalidad’, ya nos introduce de lleno en los
entresijos de esta vida, donde en ocasiones la desgracia se impone como una apisonadora
que aplastara con su fuerza infinita lo que se le ponga por delante, y aun por
detrás. “La fatalidad me visita todas las noches./ Transfigurada en un
individuo idéntico a mí”, escribe este especialista en microrrelatos, deudor de
maestros como Max Aub o Arreola, que en esta ocasión –antes lo había hecho con
otro poemario dedicado al monasterio de Carracedo- nos ofrece una visión
estremecedora del mundo en que vivimos. Son los suyos poemas impregnados de
reflexión, que casi siempre nos sacuden las entrañas y nos hacen tomar
conciencia de nuestra realidad, tal vez porque “vivimos en los márgenes del
tiempo” o quizá porque “la mirada del hambre es inmensa… inabarcable, como el
dolor de espíritu… Qué fragilidad, la de esta vida nuestra tan esquiva!”.
Amigo
y hermano Fermín, compañero de tantas batallas -sobre todo en otros tiempos,
cuando uno acababa casi de aterrizar en este Bierzo, que tan insólito me
resultaba-, tu fatalidad me ha sobrecogido. Hay versos y hasta poemas enteros
que calan hondo, como ‘El indigente’, que desprende, “con los aullidos del
hambre/ cociné sopas de hiel”, un aroma al maestro Gamoneda; ‘Entre la
inmundicia’, que huele a sociedad basura, o bien ‘El delirio’, que me hace
recordar, con su “carroza fúnebre”, el inicio de ‘Persona’, de Bergman, incluso
ese “aullido de los lobos/que transitan por la estepa del tiempo”, con “La
Muerte, en lo alto del cerro”.
Esa claridad enfermiza, esa luz tísica, ese cendal urdido con excrementos, las hojas abrasadas de los tilos, una flauta fabricada con la tibia de un ahorcado o los bolsillos repletos de sueños son imágenes poderosas que nos despiertan del letargo.
Esa claridad enfermiza, esa luz tísica, ese cendal urdido con excrementos, las hojas abrasadas de los tilos, una flauta fabricada con la tibia de un ahorcado o los bolsillos repletos de sueños son imágenes poderosas que nos despiertan del letargo.
Tu
labor de orfebre de las palabras, así como tu devoción por cuentos breves y aun
por las greguerías, también aflora con lucidez en tus versos: “el odio es el
fuelle/de un acordeón,/lacerado por el reproche” o “la tristeza es un beso
aplazado,/encerrado –¿para siempre?- en una ampolla de cristal”.
Y,
para finalizar, te diré que tu poema ‘La escuela’ me ha devuelto a mi infancia porque
tu escuela es mi escuela, la de quienes vivimos una época como de otrora,
“arrodillados y con los brazos en cruz,… desarbolados por el miedo”. Qué
terrible. A veces la realidad, casi siempre, supera cualquier ficción, porque somos
lo que recordamos, o mejor dicho, lo que olvidamos.
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