viernes, 1 de noviembre de 2013

Día de Santos y magostos

Recupero este texto, ahora que estamos en Santos y Magostos. 

La muerte como nostalgia, y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida, sino de la muerte.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad

Tanto fruto de muerte ha dado una flor de sueño: la imaginación, la belleza siniestra del mundo mirado por mí.

Umbral, Mortal y rosa
 
La pregunta no es si hay vida después de la muerte; la pregunta es si hay vida antes de la muerte. 
Julio Llamazares, Escenas de cine mudo

Llega noviembre con su rostro escuchimizado y su halitosis de catarros y hojas muertas. Llega el tiempo de visitar las tumbas y celebrar magostos o amagüestos -que así les dicen en Asturias patria querida-, fiestas en las que los vivos tienen a bien reunirse al amor de una hoguera mientras comen castañas asadas al tambor, toman chocolate y beben vino. Una castaña por cada muertito y una taza de chocolate por cada cadáver enterrado en tierra santa. Tarde o temprano todos acabaremos siendo santitos. Santos comunes y corrientes que debemos aceptar nuestro destino mortal, nuestra condición de cuerpos agusanados. Por lo que sea, no somos como Teresa de Ávila, la santita, cuyo brazo incorrupto podemos ver en la localidad salmantina de Alba de Tormes, a dios gracias. 
Brazo incorrupto de Santa Teresa en Alba de Tormes


A lo peor no tuvimos la suerte de nacer con la estrella del mártir que se convierte en eterno. Ni siquiera alcanzaremos la inmortalidad terrenal, que está hecha de memoria y posteridad, y nada tiene que ver con la fe cristiana en el alma. A lo peor somos sólo un breviario de podredumbre, como nos dijera Cioran. Además, tuvimos la mala fortuna de nacer -como el verso aquel de César Vallejo- un día que Dios estuvo enfermo, grave.

Cementerio de Montparnasse (París)
Se descorcha un mes, noviembre, que nos invita a recordar que la muerte está con nosotros y con nuestro espíritu, que somos carne de cementerio. Entonces, y en espera de una respuesta tal vez consoladora, nos acercamos al cerebro intacto de Quevedo y nos sumergimos en sus sueños: “cuerdo es sólo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir”. No nos hagamos los mensos, y disfrutemos lo que podamos, que la muerte no nos sorprenda bostezando. No perdamos el tiempo en rutinas estúpidas y majaderías varias. Hagamos de la brevedad de la vida algo placentero. Sabemos que la vida siempre es corta, aunque viviéramos un siglo o dos. Sin embargo, la vida puede dar mucho de sí, siempre que le damos buen giro. Lo cual es mucho decir. A Séneca se le ocurrió escribir toda una obra dedicada a la brevedad de la vida. Y a otros, quizá más desenfadados, les dio por componer versos a la muerte: “la muerte de rodillas mana/ su sangre blanca que no es sangre./ Se huele a garantía. /Pero ya me quiero reír”. De este modo se expresaba César Vallejo, que en paz descanse en el cementerio parisino de Montparnasse: necrópolis literaria, artística, mundana. Descansen en paz los difuntos, hijos de la putrefacción, calcinados todos en un sueño poético o poiético que produce sombras estiradas, escarchados en un bodegón de reserva y regeneración, alegoría a las postrimerías, retablo de esqueletos implorando a grito partido: ¡ay, cuánto mejor hubiera podido vivir!, bajo una tierra encapotada, otoñal, sollozos punzantes que recuerdan a Verlaine, canción de otoño puesta en boca de Serge Gainsbourg, que ya es carroña y comparte cementerio con el poeta César Vallejo. 

Tumba de Gainsbourg
Roguemos por ellos, oremos por nuestros interfectos, ceremonia de rosarios, retahílas y ánimas en pena encendidas. Velamen y velorio en procesión. Iluminaciones a lo Rimbaud: Sepulturero de engañifas. Es el reposo iluminado, sin fiebre ni languidez, en el camposanto. Tumbas abiertas en el corazón de familiares y la feligresía. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, y luego al magosto a darle a la castaña, a manducar panes de muerto con atole, champurrao, tamales de dulce y calaveras de azúcar: ofrendas a los muertitos amortajados antes de haber vivido la última farra: la cena con los apóstoles, “la cena del campanero, si no me dan me encuero”. Calabaza alumbrada. Orquestación con fagot y dulzaina. Santitos que tañen al unísono el arpa de los arcángeles. La danza de la muerte y la doncella. El séptimo sello. Muertos que viven en la lejanía del meollo: apartados de las francachelas y los ruidos informativos. Vivos que duermen siestas eternas, como ovejas a la hora del Ángelus, encima de hostias en expansión. Finados corridos al rojo del universo intergaláctico. Eros y Tánatos agarrados al rabo de angustia. Abismo insalvable. Vida y muerte son lesbianas, nos recuerda el músico y cantautor Javier Corcobado. Cada cual tiene la muerte que se hace, escribe Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Final en sordina neutra.

Mañana será día de difuntos, o sea, día de “Todos los santos”, que así es como le decimos por estas tierras, o día de “los santos inocentes”, como el título de aquella conmovedora novela de Delibes, que luego el cineasta Mario Camus llevaría con acierto al cine. Todos, en verdad, somos santos, unos más que otros, pues pareciera que algunos tuvieran alma de demonio. En cualquier caso, somos santos que aspiramos a elevarnos por encima de nuestras posibilidades de finitud y de muerte. ¡Qué terrible es esto de morirse! Santitos es también -no conviene olvidarse de las cosas importantes- una extraordinaria película de Alejandro Springall. En México lindo -qué viva México, gachupines- a la muerte se la coge por los cuernos. Esto de coger queda como muy atrevido, mas es término que se utiliza con frecuencia aquí y allá, aunque no siempre signifique lo mismo, sino lo otro. ¿Vale? ¿Sale? En realidad, no sé si la muerte tiene cuernos -eso dependerá del muerto y/o la muerta- y además no creo que la muerte tenga rostro de toro, ni siquiera de vaca loca, surrealista y asustada. Pero a uno le gusta jugar con las palabras cual si fueran naipes. Hace varios días, acaso semanas, que no juego a los naipes. Por cierto, se me está yendo el santito al cielo, y no hay Cristo quien lo baje. ¿Alguien me lo podría bajar? Por favor. Uno comienza acercándose a la muerte y acaba bailando una quebradita en la pulquería de enfrente. Ahora recuerdo que hace tiempo que no bailo quebraditas y tampoco tengo a mano una pulquería en la que echarme un trago, nomás. Al tequila si le voy entrando, de a poco. Pero esto es otro cantar. No sólo es tiempo de muertitos sino temporada de castañas en nuestra tierra del Bierzo, acá en el noroeste español. “Me gusta la castaña, me gustas tú”, nos tararea el músico Manu Chao, mientras seguimos degustando castañas y bebiendo vino alrededor de la lumbre, acaso para olvidarnos de nuestros fallecidos, que a su vez podrían estar zampando tamalitos de dulce y calaveras de azúcar. 

De repente, como en un sueño, es como si nos hubiéramos trasladado desde el útero de la Sierra de Gistredo, acá en el Bierzo Alto, al cementerio de Mixquic en México.

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