miércoles, 14 de diciembre de 2011

Cunqueiro, un grande de las letras

Catedral de Mondoñedo

Una lengua es buena cuando sabe a pan fresco 
(Cunqueiro)

Confieso que no he leído todo lo que debiera a Cunqueiro, al que por otro lado considero como paisano, fantástico viajero al final de la soledad. "Siempre me ha apetecido construir mis narraciones como viajes", escribe él. 
Hace poco leí un libro, publicado por Everest, donde el maestro nos lleva por las Rías Baixas. Todo un placer para los sentidos.

Un escritor que acaso hizo de su vida (y sobre todo de la literatura) puro realismo mágico, en el que resplandecen las ánimas en pena -bien galaico-, así como los viejos marinos y aventureros que sueñan con imposibles, porque en el fondo él mismo era un soñador y fabulador magnífico, al que le encantaba comer. Y todo aquello que procura intensos placeres corporales. O eso dicen quienes tuvieron el gusto de conocerlo. 
Ahora que se cumple su centenario -nació el 22 de diciembre de 1911-, me apetece dedicarle unas palabras a este todoterreno de las letras gallegas/castellanas, que cultivó con éxito no sólo la narrativa, sino la poesía, el periodismo (con notable o sobresaliente éxito) y hasta el teatro, y con quien me hubiera gustado platicar largo y tendido, porque era el suyo un verbo fluido, acariciador. 
Este verano tuve la ocasión -en realidad así lo decidí- de acercarme a su tierra natal, Mondoñedo, para sentir más de cerca su figura, que por lo demás luce espléndida mirando, en actitud contemplativa, hacia la catedral de esta coqueta ciudad en la que el tiempo parece haberse congelado. 
Me entusiasmó esta visita a Mondoñeo, y sobre todo me encandiló la odisea que viviera hasta llegar a la misma. Cualquiera diría que está en el fin del mundo. 
No lo está, pero como si lo estuviera. 

Sentí buenas vibraciones durante mis paseos por al misma e intenté de alguna manera re-ligarme con su espíritu visitando el cementerio en que está enterrado. Un sitio muy bello. Al principio, no daba con su tumba, hasta que unas buenas señoras me la indicaron, y aun me dijeron alguna cosas sobre este autor, que si tenía un hijo que vivía en Estados Unidos, que si no se cuidaba mucho, porque le gustaba darse a los placeres cotidianos, entre otros asuntos. 

Prometo leer más y mejor a Cunqueiro para que en mi próxima visita a Mondoñeo tal vez se me aparezca no sólo en figura, sino en todo su genio, que sin duda lo tenía (y lo sigue teniendo a través de sus obras). 

*Entre sus muchas obras, Las crónicas del Sochantre, novela ambientada en la Bretaña francesa del XVIII. Una Bretaña similiar en tantos aspectos a Galicia.

De Ortigueira conservo yo, a la vez para el magín y para el corazón, una imagen tan nítida, tan cabal de contornos, color, sonido y olor, que me pasa con ello un poco lo que con mi Mondoñedo natal, que a fuerza de llevarlo en los ojos y de trascenderlo de memorias y nostalgias, me ahuyenta de la pluma las palabras: quizá esas mariposas mágicas de la lengua, la única riqueza que posee un poeta a medias vagabundo, que quisiera estar ya de retorno.  Ulises colgando el remo en el propio hogar. Estrofa, para los griegos, es lo que vuelve, lo que siempre retorna. Pues bien, en mi estrofa viril hay un verso que bien vale un alado endecasílabo: Santa Marta de Ortigueira. Cada vez que lo repito en mi soledad, rehago un poco el rostro de la villa. Por ejemplo, en mis primeros días de Ortigueira leía yo el delicioso libro de Bell Compton sobre la pintura de Turner, con las reproducciones de los cuadros del gran pintor: nieblas traslúcidas o de marfil, navíos anclados en aguas temblorosas, luces fugitivas en la lluvia. Turner, lo recuerdo bien, era mi pasión de entonces. ¡Quién pudiera ser uno de aquellos hombres que, en uno de los tantos cuadros de Turner, contempla desde un muelle cualquiera la llegada, entre la perpetua y fría niebla, de las naves de Indias! 
(Cunqueiro)

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