jueves, 17 de noviembre de 2011

A Venancio, el de Josetón y Rosalía

Me siento conmovido por el fallecimiento de Venancio, vecino del útero de Gistredo. Qué pena. Pobre hombre. Seguiré recordando su estampa asomado a la puerta de casa, con el pitillo encenizado en la comisura de los labios y las manos en los bolsillos. "¿Qué tal, Venancio?". "Ya ves, aquí".  

La muerte de un ser conocido siempre trastoca, y la suya me ayuda a reflexionar, una vez más, sobre la condición humana, cada día más salvaje, a tenor de lo que vemos y oímos. Sí, cada día estoy más convencido de la fragilidad humana, basta un mal acelerón, un despiste, para que la vida se te corte de cuajo. 

Morir siempre es una putada, aunque sea ley de vida, dice el saber popular y el sentido común, que por lo demás se revela en ocasiones como un sin sentido, porque la vida es un un absurdo, incluso kafkiano (un día te levantas convertido en insecto/con cáncer o bien te dicen que tu libertad se ha acabado...), al que los humanos intentamos darle una coherencia, una lógica, quebrada, tantas veces. La vida, como mucho, es deseo, Eros disparando flechas a las entrañas. Eros enroscado a Tánatos. Deseo que en ocasiones puede llegar a engendrar belleza y amor (las únicas protestas y apuestas que merecen la pena en este mundo infame). En el fondo, nunca estamos preparados para afrontar la muerte, al menos la de otros, sobre todo de aquellos por quienes sentimos algo. Y hoy, más que nunca, me pongo de parte de los débiles, los frágiles, los desharrapados, acaso los vagabundos. No es que Venancio, el hijo de Josetón y Rosalía, fuera un "vagamundo, ínana, yo ver mundo", pero el vecindario, en su mayor parte, lo tenía por tal... que así. 

Se me ponen los pelos de punta al recordarlo, me dice mi amiga, y "fíjate que ha sido muy poco el tiempo que lo conocí pero me resultaba especialmente cercano. Lejos de aborrecer su estilo de vida se me apareció accesible, frágil y humano.... Me duele, qué cosas". Duele, cómo no, la muerte por accidente de alguien que parecía predestinado, y con las estrellas de culo. 


Hijo único, solitario, falto a buen seguro de afectos y amistades, introvertido, taciturno, Venancio, el de Josetón (que murió con más de noventa años) y de Rosalía (que murió a punto de cumplir el siglo) se vino abajo definitivamente cuando cayeron sus padres, sobre todo su madre. 


Conviene rememorar que sus padres trabajaron duro en el campo, y vivieron, todo sea dicho, en condiciones más que precarias. 


La muerte de los padres debe ser durísima (no quiero ni imaginármela), sobre todo cuando uno no tiene donde refugiarse (en lo tocante a afectos), cuando uno está solo en el mundo. Bueno, en realidad todos lo estamos, porque nadie puede vivir la vida de otro, ni tampoco puede morir la muerte de otro (valgan las redundancias). Cada cual debe defenderse con uñas y dientes en la jungla. Puro existencialismo. Nomás. Ni menos.

Venancio llegó a estudiar magisterio en la ciudad de León (paraba en una pensión situada en la Plaza Mayor, cuya propietaria era Tina, la de Álvaro Furil, una vecina de Noceda), aunque nunca lo ejerció, o sólo de pasada, y a partir de ahí su vida se vino a menos hasta llegar a un semi-abandono rayando casi en la "indigencia" y la marginación social, a pesar de que el padre estaba seguro, antes de morirse, de que su hijo no pasaría necesidades porque le dejaría un buen capital en tierras y fincas varias, aparte de un sustancioso dinero en el banco. "Tengo el desván lleno de billetes", solía decir con gracia Josetón. Pues qué aproveche. El dinero, esa maldición que nos prostituye, porque quien más, quien menos, tiene un precio. Todo lo manda la guita, asquerosa, el significante que pudre cualquier significado. 

Con 61 años Venancio dejó su vida en la carretera. Cuentan que iba circulando con su auto por la izquierda y se estrelló contra otro vecino nocedense, al que al parecer no le sucedió nada, por fortuna. 


He aquí este texto, que estaba reelaborando, cuando el amigo Travi me llamó para comunicarme la mala nueva.  


Este es el camino al cielo que trepa a algún paraíso perdido, tal vez al útero. Sobre las ruedas chirriantes de la emoción. Te plantas en la carretera, a velocidad de vértigo, cerca de las estrellas, que hablan del origen del universo y te aproximan a la luna. A su cara oculta y fluida. Al final de la noche, que se perfila gélida y huele a charca. 
Al fondo se abre un horizonte de fantasía, mientras escuchas los aullidos de los lobos. Vida afilada más allá de las dentelladas de la vida. Aventura. Riesgo. Urgencia por llegar al lugar y recorrer el tiempo de los anhelos, que se columpian en una alucinación recurrente. Visiones que confunden y despistan. Zumbidos. Borrosidad. Desenfoques.
Esa necesidad por atravesar el espacio, en busca de otra dimensión, estimula tu imaginación y mantiene tu deseo encendido. El tiempo apremia. Y el espacio se contrae. La rapidez por alcanzar la meta, aunque no se trate de una competición, juega malas pasadas. Siempre. La prisa mata y hasta retama, te susurra la voz de la sub-consciencia. Lo mejor sería que te detuvieras, insiste esta voz, que quizá sea otra. Las voces se mezclan y se retuercen en el vaivén, mas tú ya ha decidido experimentar el placer de sentir el mundo a través de la ruta recorrida. Siempre en el mismo sentido porque no eres consciente del peligro. O sí. Pero la inercia te conduce por la senda de la perdición. Intentas mirar al frente. Concentrado. En la medida de tus posibilidades. Sin pestañear y sin desviarte de la vía trazada que se colorea con furia. En ocasiones la vida pende de un hilo. Es suficiente un despiste. Un resbalón. Y todo se puede venir abajo. En menos de un segundo se llegan a quebrar las ilusiones, la esperanza puesta en un porvenir, que se hace añicos. El miedo acecha tras la espiral verdirroja, que en ocasiones te devuelve al espacio primigenio, al principio, del que acaso no debiste salir. Pero te acaba empujando al final sombrío de los subsuelos.
Sigues los destellos luminosos a la vez que te adentras en un sueño vaporoso y curvado. El ruido te martillea con fuerza. No hay posible vuelta atrás aunque te agarres con uñas y dientes al tiempo que (ya) ha decidido romperse.
De repente se congela la belleza.




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