martes, 3 de agosto de 2010

Amsterdam, ciudad lírica







Continuo con mis visitas a Amsterdam. En febrero de 1994, antes de emprender rumbo al país de los aztecas, volví de nuevo a esta lírica ciudad. Era mi cuarta vez entre casitas de cuento y canales.

En aquella época, después de dejar la provinciana ciudad de Dijon, decidí adentrarme en los bajos fondos parisinos. Me dediqué durante un tiempo a vagabundear, como un santo bebedor sin botella, por las calles y plazas de París, en busca de un job como profesor de español. En realidad, mi paisana Luisa tuvo a bien darme cobijo en su desván de las ilusiones.

Mi obsesión por ese entonces era vivir en el llamado o mal llamado centro del mundo, la ciudad de la luz, la ciudad que yo sentía ya en mi más tierna infancia como mi verdadero lugar en el mundo -pura fantasía de infante difunto, nomás-, mi ciudad natal de reencarnación, aunque no crea en reencarnaciones. El azar o algo así debió jugar en mi favor, y en vez de acabar tirado en París me encaminé a Mejiquito lindo, algo que por lo demás tenía en mente desde hacía tiempo, sobre todo desde que conociera a toda una tropa de mejicanos/as en Dijon: Erika, Tere, Beatriz, etc.
París y Amsterdam: dos buenos lugares para despedirse de la vieja Europa, antes de encarar el nuevo mundo. Y no se me ocurrió algo mejor que volver a Amsterdam, donde estuve diez días a base de ilusión, paseos en bicicleta, recorridos interminables a lo largo y ancho de la ciudad, de los canales, callejeando por barrios y calles, entre otros el Rojo: la Sint Annestraat y otras.

En Stadsdoelen -hostel situado en la Kloveniersburgwal 97-, conocí a Hilda Cohen y a Ana Valeria. Hilda Cohen era californiana, y estaba de paso en Amsterdam. Se iba a Jerusalén a continuar sus estudios, creo recordar. Hilda chapurreaba italiano, y eso facilitaba nuestra comunicación, que la tornaba fluida. Tenía un mirar gris y algo "agarduñado" que hablaba por sí mismo, lo que se agradece. Sus cabellos eran rizosos y de color cobre. Tuvimos un buen encuentro. “Sono innamorata di un altro”, me dijo. Pues qué pena, el amor no está o no tendría por qué estar reñido con los dulces instantes de afecto y ternura. Mas Hilda debía ser moralista y tal vez judía. Su apellido me sigue sabiendo, aun hoy, a musicalidad.

Ana Valeria era argentina y estaba viajando por Europa con uno de esos "boletos" que les permiten a los americanos recorrer, durante dos meses, todo un continente. Vaya proeza. Ana era una chavala un poco basta para ser argentina, ché piba, qué gandayón sos... ¿querés que nos lo montemos de güay? ¿Qué decís?... A decir verdad mi relación con ella fue de lo más cordial, incluso estuvimos paseando en bici por la ciudad después de que Hilda nos abandonara. Más que nada para no perder las buenas costumbres, porque con Hilda dimos muchos y buenos paseos en bici por algunos pueblos cercanos a Amsterdam, incluso nos acercamos en tren a Horn, pueblo pesquero bajo una espesa niebla y un frío "escarallador".
A Hilda la fuimos a despedir a la Estación Central Ana Valeria, un tal Wouter Labarque y este menda. A Wouter también lo habíamos conocido en el hostel, cuyo ambiente resulta habitualmente divertido. Era un flamenco de Gante o de Brujas -no recuerdo-, muy divertido y juerguista, en cualquier caso.
Una noche estuvimos los cuatro de farra, a base de cervezas y música jazz en vivo en uno de los muchos y oscuros garitos de Amsterdam. A Wouter parecía gustarle Ana. No sé si llegaron a un acuerdo. Al final, Wouter y Hilda nos dijeron adiós, y nos quedamos juntos y solos Ana y yo, quizá como una parejita de tortolitos atortolados en nuestra visita al Museo del Sexo: el templo de Venus, que se halla en el Damrak, a unos pasos de la Estación Central. Ana siempre me daba las buenas noches con un beso en la mejilla, incluso llegó a prestarme veinte florines porque en ese momento no tenía cambio. Muy generosa la argentina, a la que le perdí la pista, porque continué rumbo interrail hacia algún lugar en el mundo.
Mi quinta vez en Amsterdam fue un fin de semana, en junio del 96, entonces, en esa época ya había dejado México, para volver a París: la obsesión. Y trabajaba a las órdenes de Mickey en la capital francesa, bueno, en Marne-la-Vallée, en la isla de Francia, para ser más preciso. Había quedado de encontrame con Chantal en su ciudad. Debo confesar que Chantal fue algo así como un amor imposible aunque delicioso. Esta holandesita, cariñosa y tierna, también laboraba como esclava en factoría Disney, como tantos extranjeros ávidos de experiencias y estimulación. Ella se dedicaba a hacer encuestas a los guests que visitaban el parque Disneyland.
Chantal era la novia, a punto de matrimoniar, de un tipo siciliano. Mezcla explosiva, sin duda. En agosto de ese mismo año acabaría desposando al "camorrero". Perdón.

Chantal acudió puntual a nuestra cita en Amsterdam, aunque en compañía de su novio y futuro esposo. Se me cayó el alma al suelo. Tomamos unas cervezas delante del teatro Stadsschouwburg, en Leidseplein, y luego unos trozos de pizza en otro lugar, y adiós muy buenas. Las instantáneas las conservo sólo en la retina de la memoria. Chantal parecía alegre y contenta de nuestro encuentro en Amsterdam, y no disimulaba cierta pasión, aunque se sintiera observada por su novio.

En Disney Chantal me escribió una carta, una carta que me dio en mano, llena de amor y buenas vibraciones. La carta estaba escrita en italiano, como si talmente se la hubiera escrito a su siciliano, eso sí con alguna frase en inglés y un besito castellano de despedida. Se trataba de una carta escrita con sensibilidad, que me enterneció. “27 maggio 1996... Devi sapere che y giorni che non ti vedo non sto bene e che i giorni in chi abbiamo avuto il tempo di parlare, la sera faccio i piatti cantando. ‘You’ve got this strange affect on me, but I like it’ ... Sei una persona troppo pregiosa, di chi non ci sono molti... nei miei sogni ti abbraccio ancora più forte.. ¡Manuel, ti voglio un mondo di bene! Besito. Chantal” Nunca podré olvidar a esta holandesita sensible y buena. Donde te encuentres, este bercianito también te desea lo mejor, querida Chantal.

El viaje de regreso a París fue bien hasta llegar a la estación de autobuses de Galliéni, en Porte de Bagnolet, donde me cachearon y "esculcaron" unos cabrones, los cuales me retuvieron un tiempecito precioso so pretexto de llevar droga. "Los perros han detectado grifa en su sac-à-dos", debieron decirme. Por fortuna, los chuchos se habían equivocado o andaban tarados aquel día, y los polis, idem de lienzo. Estaba limpio de polvo y paja, como suele decirse, y sobre todo con un sueño de mil demonios. Lo malo es que me jodieron casi una media hora, los muy penitentes, hasta que comprobaron que no llevaba droga ni en la mochila ni en ningún sitio.

Continuará.

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