lunes, 12 de abril de 2010

¿Qué es el cine?

¿Qué es el cine? ¿Se trata de un "arte", una industria, un espectáculo...? Depende. Una cosa es hacer cine y otra realizar películas. Algo así apuntó Godard, uno de los grandes de la Nueva Ola francesa. 
Esta semana, en concreto, los devotos bercianos del gran Kubrick están/estamos de enhorabuena, porque se pasan algunas de sus películas en el salón de Caja España, en Ponferrada. Queda dicho.

El cine es una forma estética (del griego aisthesis), que se ocupa como tal no solo de la belleza y sus afines, sino también de lo grotesco, lo sublime, y aun del kitsch (que no es más que un simulacro o imitación -vulgar, de mal gusto, perteneciente a la cultura de masas o cultura de consumo, de usar y tirar-), que imita el efecto de la imitación, según nos cuenta Eco en su Apocalípticos e Integrados, quien por otra parte nos invita a reflexionar acerca del arte, cuya función (al menos la música y la tragedia) era la de provocar efectos psicológicos, si nos fiamos de Aristóteles.


Convengamos en que el cine, al menos una suerte de pelis, son un “arte” (techné, o sea, arte y técnica o ciencia, según los griegos; y ars, según los latinos) quizá, el Séptimo, que emplea fundamentalmente la imagen, que es en sí misma y por sí misma un medio de expresión semejante a la pintura.

El séptimo de... caballería, porque según clasificación usada en la antigua Grecia las seis anteriores eran la arquitectura, danza, escultura, música, pintura y poesía (literatura). Incluso haylos que han querido incluir la foto como la octava, aunque sea una extensión de la pintura, la historieta como la novena, aunque sea un puente entre la pintura y el cine, y aun otras artes como la televisión (basura comestible, que cuando uno no traga se siente como en otro mundo, sobre todo cuando uno viaja a otro país y se desconecta de la caja friki), la moda, la publicidad o los videojuegos... y así en este plan. Excuso decir que un buen artesano, como esos que vemos en algunos zocos de medinas, les dan mil vueltas, incluso en originalidad y por supuesto en saber hacer, a muchos mal llamados ahora artistas.
Decía que el cine es un "arte" de imágenes (o representaciones que manifiestan la apariencia de algo) en movimiento, que somos capaces de percibir gracias a la persistencia de éstas en el cerebro, lo que se conoce como fenómeno Phi, una ilusión óptica, definida por Wertheimer, que consiste en que el cerebro percibe un movimiento continuo ante una sucesión de imágenes independientes y estáticas.

Su carácter esencial es ser imagen -animada o en movimiento-, frente a la imagen pictórica, una representación de movimiento y cambio: cambio de planos, secuencias, puntos de vista, etc. Cambio constante, lo que procura una “provocación” en el espectador.
Su cualidad de imagen animada la convierte en “doble”, entre el ser y el parecer, lo concreto y lo abstracto.
La metáfora cinematográfica por excelencia es el tren, vinculado al movimiento de la mirada a través del viaje, al travelling (desplazamiento de la cámara a través de raíles) y a las primeras películas de los Lumière: La llegada del tren a la estación de la Ciotat; así como algunas películas del maestro Hitchcock, véanse por ejemplo Alarma en el expreso y Extraños en un tren.
Metáfora que utiliza asimismo el director alemán Wenders, al menos en sus mejores películas, un cine donde, además, la imagen y la palabra se complementan.
Por tanto, una película es, ante todo, imágenes de una “realidad” concreta cuyo fin, en principio, es describir o narrar uno o varios acontecimientos, aunque el cine no sea sólo narrativo. Como ocurre con las primeras películas de Buñuel o algunas de Godard. Por poner sólo algunos ejemplos.
La imagen fílmica es semejante a lo real y a la vez diferente, como la imagen reflejada en un espejo, porque no nos devuelve lo real sino su “doble”.


Considerada como representación formal, no se distingue de la pictórica. Tanto una como otra están en función del marco, que determina la composición. No obstante, la imagen fílmica compone con el movimiento, y se modifica sin cesar, porque se refiere siempre a las imágenes precedentes y subsiguientes, lo que no ocurre con la imagen pictórica.

El cine es imagen sincrética o condensada, en la que interviene cierta elección y búsqueda compositiva (estética de la imagen). En definitiva, el cine es imagen del espacio… (y del tiempo), con el que el espectador se comunica a través de la mirada, participa o contempla de modo activo, se identifica y se proyecta. Como si el actor fuera nuestro doble, la encarnación de nuestro yo. Incluso experimentamos su visión como si fuera nuestra. Es lo que nos ocurre, a través de los planos subjetivos, con las películas del maestro Hitchcock, quien logra que nos identifiquemos con sus personajes y aun nos metamos en la piel de sus protagonistas. Capítulo aparte merece este mago del suspense, el cine negro, el cine psicoanalítico/psicológico... 

Antes de ser relato y ritmo, el cine es sobre todo espacio, lo que lo remite a los principios de las artes plásticas. Si es narrativo, y según la narración elegida, las imágenes pueden convertirse en símbolos, en una realidad abstracta, a condición de que estos símbolos no pierdan contacto con la realidad de la que ha partido, de que la trascienda significándola. Es lo que pretende, por ejemplo, el director ruso Eisenstein en su cine dialéctico.

El sonido no es imprescindible en el cine, como sabemos por sus orígenes, cuando éste era mudo o silente. Aunque también se sabe que la falta de diálogos (hablados) restaba posibilidades dramáticas a las relaciones entre personajes y empujaba a los actores a la sobreinterpretación.



Hoy el sonido es un recurso fílmico más, y este apoyo sonoro, a través de las palabras, la música y los efectos sonoros, le dan aún más fuerza a las imágenes, llegando en ocasiones a que la banda sonora (y sobre todo la música) sea más importante que las imágenes.

 
La imagen fílmica, por tanto, sustituye a lo real como la imagen mental cuando soñamos. Aunque en el sueño, lo imaginario nos viene de dentro, y en el cine nos llega de afuera. El espectador no tiene que imaginar lo que se le muestra, le basta con dejarse llevar por las imágenes (materia de la imaginación), y vivir lo real representado, lo que en principio situaría al cine en inferioridad respecto a la novela. Esto sería en lo que respecta a la intensidad evocadora de la novela frente al cine, no en términos estéticos absolutos, porque algunas películas requieren la participación activa del espectador (Véase por ejemplo el cine de Eisenstein, Resnais, entre otros) y las palabras de los diálogos son muy importantes, y a veces definitivas, no sólo en la literatura, sino en gran parte del llamado cine clásico. Y no digamos en el cine de Bergman.


Uno participa del cine, como espectador activo, en tanto y en cuanto consiente un sometimiento y una creencia en la realidad (credibilidad y verosimilitud) de la película. Incluso hay actividad creadora, por parte del espectador, a partir de las imágenes percibidas, aunque esta creación mental no es probablemente imaginativa como en la lectura.

El cine nos ofrece la ilusión de asistir a acontecimientos reales, que se desarrollan como realidades cotidianas. Y en este sentido, sustituye a la vida tal como la vemos y percibimos, y nos la sirve de manera más intensa y sobre todo más densa, porque condensa el espacio y el tiempo. Asimismo, nos impone una visión del mundo más o menos organizada.
Lo que cuenta en cine no es lo que se ve sino lo que se percibe. Hasta el punto de que a veces se cree ver lo que no existe. “La película no se piensa, se percibe”, según Merleau-Ponty. Si la película no se piensa, como asegura este filósofo, debe dar qué pensar, porque nos exige imaginar con lo que nos muestra.
La imagen como comienzo de algo, no como finalidad, sobre todo en las películas interesantes, que no se agotan en una mera anécdota, como ocurre sin duda en los folletines novelescos.



Los espectadores solemos tener una actitud religiosa frente al cine, ya presentida por Eisenstein, una especie de hipnosis, que nos hace vivir una aventura vivida por otros, sin ser prisioneros, y encima vivirla sin peligro, lo que resulta liberador, catártico.



Eisenstein soñaba con esta hipnosis a través del cine: “Deseo construir imágenes que irradien un sentido profundo, más allá –pero a partir- de lo que muestran, como si los hechos representados fuesen signo de un movimiento psíquico. De tal modo, la imagen que fije un ideal podrá engendrar éxtasis”.
La imagen fílmica no es, por tanto, un signo “en sí”. Y su significación cambia, según se presente de una o de otra forma. Nunca –o raramente- el significado fílmico depende de una imagen aislada, sino de una relación entre las imágenes.


Una misma imagen, en función del contexto en que se halle, puede adquirir una significación diferente, un valor simbólico. Por tanto, puede convertirse en imagen-símbolo.
Como nos muestra el efecto Kulechov, que está en la base del lenguaje fílmico, y que se debe a un cineasta ruso, que realizó el siguiente experimento con sus alumnos:

Tomó de una película antigua un primer plano del rostro de un famoso actor de cine ruso del momento, Iván Moszhukin, cuya mirada era voluntariamente inexpresiva, e hizo tirar tres copias de la misma. Luego empalmó la primera con un plano que mostraba un plato de sopa. La segunda, con un plano que mostraba el cadáver de una mujer en un ataúd. La tercera, con el de una mujer tendida en un sofá en una pose “sugerente”.
Luego les preguntó, a sus alumnos, qué sensación les transmitía el rostro del personaje. Todos, de modo unánime, dijeron que expresaba hambre, angustia y deseo respectivamente, a pesar de que la imagen del rostro era siempre la misma. Por tanto, lo importante no es tanto el contenido de esas imágenes, sino la manera de combinarlas (Primera conclusión). Y cómo los espectadores, en este caso alumnos, proyectaban sus propios sentimientos en el actor.
De ahí la magia del cine y su capacidad para sugestionar o engañar al público, que siempre es superior a la simple descripción.

Vemos, por tanto, cómo mediante el montaje (a través del cual se empalman las imágenes según la continuidad lógica de la acción) se puede crear un nuevo significado por la proximidad o asociación de dos o más imágenes. Un significado lingüístico, porque gracias al montaje la imagen sugiere, sobreentiende algo distinto de lo que muestra, aunque lo que muestra debe tener ya una significación descriptiva, que contribuye al desarrollo de la acción, a la narración y comprensión de la película.

Como sucede en el montaje dialéctico, de Eisenstein, en el que la yuxtaposición de “imágenes-choque”, la colisión de estas imágenes, su conflicto, genera conceptos (una tesis), porque puede determinar una tercera en la mente del espectador (por ejemplo, ojo y agua hacen pensar en tristeza, en llanto).


El cine de este director ruso es una síntesis de lo emocional y de lo intelectual. De la imagen al sentimiento, del sentimiento a la idea. De este modo, el cine podría ser el único medio de expresión capaz de aunar el lenguaje lírico y el lenguaje de la razón.
En El acorazado Potemkin, y en concreto en la escena de la escalera de Odessa, Eisenstein juega con la imaginación y participación activa del espectador a través de la dilatación temporal.


La estructura rítmica de esta película, que es una especie de noticiario reconstruido, está estructurada como una tragedia clásica en cinco actos:


I.-exposición- II.-drama en el puente-III.-servicio fúnebre en el puerto- IV.-escalera de Odessa- V.-zafarrancho de combate.


Cada una de las partes es un todo que engendra la parte siguiente, y que reitera la precedente bajo otra forma. Cada uno de los actos, a su vez, está dividido en dos partes iguales, opuestas por su movimiento, su ritmo y su sentido.


Cada parte es como la antítesis o antífrasis de la otra. Las primeras son relativamente tranquilas, mientras que las segundas son violentas.


Al comienzo del episodio de la escalera de Odessa, los planos de conjunto están presididos por el movimiento caótico de la multitud (civiles) que desciende. De pronto, el caos se transforma en el ordenamiento rítmico de los pasos acompasados de los soldados que descienden.


Los planos generales (la multitud que rueda por las escaleras) son entrecortados por planos detalle picados, y por los primeros planos de las botas de los soldados. A la aceleración del movimiento de bajada se le opone un movimiento de subida. Del movimiento caótico de la multitud se salta a un lento movimiento ascendente: la madre sola, con su niño muerto.


En síntesis, del movimiento descendente se pasa al movimiento ascendente. De una forma de rodar en planos largos (la multitud) se pasa a otra en primeros planos (las botas de los soldados, el cochecito).


El director hace una planificación por contrastes, oposiciones, colisiones entre plano y plano, entre secuencia y secuencia, entre episodio y episodio, entre parte y parte.

Con este montaje dialéctico se pretende que el espectador se vea implicado en el proceso creativo, que reviva –escribe el cineasta ruso- el proceso dinámico de formación de la imagen, tal como la ha vivido el autor.


En La Huelga, Eisenstein describe el episodio de una huelga en una fábrica y la represión por los soldados del zar. A imágenes que nos muestran a los obreros ametrallados, opone imágenes que presentan un buey degollado en un matadero. El efecto es sorprendente. Pero la verdad dramática es falsa, porque toda la acción transcurre en la fábrica y en las calles, en absoluto en mataderos.


La yuxtaposición es artificiosa, y el espectador se olvida de la razón dramática en aras de una razón dialéctica. Cuanto más sutil es la relación, más fuerza tiene.
Igual que en poesía, donde la imagen es tanto más poética cuanto más se aleja de su objeto.
Algunos buenos poetas describen poco y no expresan ideas aparentes, se conforman con traducir impresiones, sensaciones. Pues prosigamos con la poesía y el cine, tan afines.
El “cine poético” y la “poesía” trabajan con imágenes-símbolo. A este respecto, cabría diferenciar, como lo hizo Pasolini, un Cine-poesía frente a un Cine-prosa. Las películas de este director italiano nos remiten casi siempre a la literatura y la pintura.


La diferencia básica entre el cine y la literatura podría sintetizarse del siguiente modo, a saber, mientras que en el cine se accede a la idea mediante la emoción y a favor de la emoción que procuran las imágenes, en el lenguaje verbal se accede a la emoción por medio de ideas y a través de ellas.

Esto es más o menos lo que nos cuenta Bergman: “el cine no tiene nada que ver con la literatura, cuyos caracteres se hallan en conflicto. Mientras que la palabra escrita se lee y asimila por un contacto consciente de la voluntad en unión con el intelecto, y poco a poco afecta la imaginación y las emociones, con el cine el proceso es distinto”. Algo parecido nos dice Tarkovski en su magnífica obra, Esculpir en el tiempo.

Las imágenes determinan sentimientos antes que ideas. Y el cine, en principio, no tiene por objeto expresar ideas precisas, ni traducir con rigor un conocimiento determinado (como la ciencia o la filosofía), salvo que hablemos de un conocimiento intuitivo, nada semejante, en todo caso, al conocimiento racional.



Lo que importa en el cine es sobre todo el rigor de la expresión, emocionar, sugerir, etc.


Por su parte, la música (que en la actualidad es una parte muy importante de la banda sonora) tiene mucho en común con el cine, porque trabaja del mismo modo. Ambas afectan nuestras emociones directamente, no por vía del intelecto. Por eso, algunos cineastas, como Fellini o Kusturica, dan tanta importancia a la música en sus películas.


“El cine es fundamentalmente ritmo –dice Bergman-. A menudo siento una película, o una pieza de teatro, musicalmente. Por esta diferencia entre el cine y la literatura, se debería evitar hacer películas extraídas de libros. La dimensión de una obra literaria es a menudo imposible de traducir en términos visuales, y a su vez esto destruye la especial dimensión irracional de la película”. No obstante, conviene saber que, paradójicamente, la mayor parte de películas parten de una obra literaria.

Escribir para cine, como escribir poesía, es como adentrarse en el mundo “irracional” de los sueños. En efecto, hay una gran semejanza entre el sueño y el cine, el cine y la poesía, en cuanto a que todos ellos pueden representar un mundo irreal, fantástico.
Según Buñuel, el cine parece haberse inventado para expresar la vida subconsciente, que tan profundamente penetra, por sus raíces, la poesía.
“Cine como sueño, cine como música”, nos dice Bergman en la Linterna Mágica. Y añade: “Cuando el cine no es documento, es sueño… Por eso Tarkovski es un visionario, tal vez el más grande de todos”, entre los que también podríamos incluir a Fellini, Kurosawa o Buñuel.
El cine puede ser como un gigantesco microscopio de lo nunca visto y jamás experimentado, que se adentra, con una mirada investigadora y atenta, allí donde el observador medio nunca llega.
“Si el cine no está hecho para traducir los sueños, no existe”, dice Artaud.
El cine puro, liberado del teatro y de la novela, está fundamentado en el ritmo visual, como la música, porque música y cine son disciplinas afines.



La película como sinfonía visual hecha de imágenes rítmicas, el ritmo como significante por sí mismo, donde se olvide el guión (la historia, la anécdota). Imágenes liberadas de la obligación de relatar, impresiones visuales como emoción pura, porque lo que cuenta en el cine no es la duración real sino la impresión de duración.

Hay un cine, como ya se sabe, que está emparentado con la poesía. Véase el cine de Fellini (por ejemplo Amarcord), cuyas imágenes oníricas nos ponen en contacto directo con el mundo misterioso de la poesía. 

La poesía, según nuestro poeta Gamoneda, no es ficción, sino realidad (o realidad transfigurada, se me antoja decir), parte de la vida, y a buen seguro su emanación más intensa.
La poesía es, además, revelación, porque tiene el poder, casi sagrado, de nombrar lo innombrable a través de palabras que trascienden -transgreden y transfiguran- la palabra puramente informativa. Algo así pretende Wenders con su Cielo sobre Berlín, que asume el desafío de “narrar” lo inenarrable, como la poesía pretende nombrar lo innombrable. “Todo es posible –dice Marion- basta alzar la mirada para volver a ver el mundo”. Sin llegar a ser una verdadera narración, es una constante invocación al mundo a transmutarse en relato. De ahí el continuará, con el que finaliza.



Toda poesía es símbolo, aunque éste sea una existencia sensible. Y el símbolo poético tiene una corporeidad superior a la del signo.



El símbolo poético es realidad, que simboliza algo que se desconoce o se simboliza a sí mismo. En cierto sentido, la escritura de algunas películas se asemeja a la escritura poética.

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