martes, 23 de febrero de 2010

Algunos recuerdos ovetenses

Durante los cinco cursos que permanecí en la Universidad de Oviedo, disfruté con la enseñanza de tres profesores, nomás. O eso creo recordar. A veces los recuerdos se difuminan, se trastocan, pero uno intenta darles vuelo de la mejor manera posible. ¿O no? Quién sabe. 


Gustavo Bueno, sobre el que alguna vez he escrito algo, era mi maestro, incluso mi ídolo. Su oratoria, aderezada con un pensamiento lúcido y humorístico, me encantaba. "¿No saben quién fue Mariana Pineda?", creo recordar que nos soltó en una de sus primeras clases. "¿No me digan que no han leído Mariana Pineda?", debió insistir sin respuesta alguna. Allí, en la clase, estábamos una serie de pardillos a verlas venir. Entonces, no conocíamos de verdad la obra de Lorca, ni nada. En el fondo, éramos jóvenes e ignorantes. Y no me da ningún pudor confesarlo. Qué se le va a hacer.


Manuel Fernández Lorenzo, mi tocayo, y Marino Pérez fueron mis otros maestros o profes en la facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación. Así se llamaba. Manuel, o Manolo, como quería que le dijéramos, era un discípulo muy posmoderno del señor Bueno. Manolo daba clases de Filosofía Contemporánea en tercer curso, y yo asistía a sus clases con legañas en los ojos (solían ser a las nueve) pero casi con reverencia. Este tipo tenía la gran cualidad de emparentar la filosofía con el cine de Buñuel, Visconti, Bergman y otros grandes, además nos hablaba del marqués de Sade, para muchos, quizá para todos a tenor de lo visto y vivido, desconocido. Nos hablaba con devoción de muchos grandes personajes de las artes y las letras. Manolo nos enseñaba filosofía clásica (a Kant por ejemplo) visto a través de una óptica más cercana a nosotros, pobres cuitadines, incluso más literaria y vivalavirgen. Este docente estaba muy interesado en el cine, incluso decía haber rodado algunos cortometrajes. Nos explicaba la filosofía de Kant a través de Thomas de Quincey, un autor calificado como maldito pero de una exquisita sensibilidad literaria, vital. No hay más que leer Confesiones de un Opiómano, El Asesinato, considerado como una de las Bellas Artes, o bien Los últimos días de Kant, para darse cuenta del talento de De Quincey. Manolo es uno de esos señores que te hace amar la filosofía aunque te resistas. ¿Qué será de él? ¿Seguirá impartiendo clases en la Facultad? 


Me descubrió el buen cine, la buena literatura... y eso es muy de agradecer. Aquel hombre, de trato afable, era calvo, alto, siempre iba elegantemente vestido y lucía unas pequeñas y redondas gafitas. Parecía un dandy, provisto de su paraguas en los siempre "orvayantes" días vetustenses.
Recuerdo que incluso nos habló de una película magnífica de aquellos años, La leyenda del santo bebedor, de Olmi.

Marino Pérez era mi profesor de Psicoterapia, también discípulo de Bueno. Marino me hizo entender la Terapia Conductual (el Autocontrol, etc.) a través de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola y Las Moradas de Santa Teresa de Jesús. Marino manejaba el discurso con gran poder hipnótico, como buen psicólogo. Hay que leerse a los clásicos literarios franceses (Balzac, Flaubert, etc), a los clásicos vieneses (Musil, etc), a los clásicos en general (Platón, Aristóteles...) para entender la psicología, nos aconsejaba. A propósito de Platón, en El Menón, Sócrates plantea el siguiente enigma a Menón: “Tú arguyes que un hombre no puede inquirir acerca de lo que sabe, ni acerca de lo que no sabe; porque si sabe, no tiene necesidad de inquirir; y, si no sabe, no puede, porque no conoce el verdadero tema acerca del cual tiene que inquirir”. 

En aquella época comencé a comprar y a devorar literatura con voracidad. Descubrí una librería de ocasión cerca de donde vivía, en el Campillín, a la que iba con frecuencia. Me apasionaba buscar libros que me habían sido sugeridos. Un libro que recuerdo con cariño fue El Hombre de Apulia, de Stern, éste nos lo había recomendado otro antiguo discípulo de Bueno, a saber, Tomás R. Fernández, quien tiene una excelente traducción y comentario del libro de Darwin, Las expresión de las emociones en los animales y el hombre.

Al final, me doy cuenta de que sale a relucir alguno más, incluso un inepto, con un acusado retraso mental. Se trataba de un gallego, a quien le decíamos, a sus espaldas, Es Dicir, porque el mentecato no sabía ni hablar, y decía mucho estas palabrejas. Adolfo y este meda lerenda nos carcajeábamos de él a mandibula batiente.


Adolfo era mi mejor amigo en la facultad, y con quien he conservado amistad a pesar del paso del tiempo. Ahora Aldolfo es profesor en la Facultad de Psicología de Almería.

Almería, qué buenos recuerdos y qué cielos tan despejados y azules.

Es Dicir era un patán, mostachón y gafoso. El gachó más imbécil que haya visto en mi vida. Era incapaz de discernir entre cosas fácilisimas. Debía tener un cociente intelectual inferior a 20, lo cual es indicativo de una oligofrenia profundísima. Pero el hijoputa se permitió el lujo de suspenderme en Psicodiagnóstico, en segundo curso. Mejor dicho, suspendió a muchísima gente, alumnos que estaban mucho más capacitados que él, naturalmente. 
Al final, luego de una reclamación de examen y del trabajo entregado, hecha en toda regla, se vino a razones y me puso aprobado. “Me jodiste, porque ahora tengo que cambiar las actas”, me dijo el capullo. Impresentable, inadmisible a todas luces, cómo se puede tener a un tarado impartiendo clases en una universidad, en una facultad, por mala que esta sea. 

Con el paso del tiempo, y mi familiaridad con el entorno, me he ido dando cuenta de las miserias humanas que pueblan el, a veces, envidiable ámbito docente y universitario. Esto da para mucha tela que cortar. 


En quinto curso y en la asignatura de Psicología Diferencial volvió a tocarme -qué espanto- aquel esperpento apodado Es Dicir, pero para entonces las cosas habían cambiado, aunque él siguiera casi igual de obnubilado, y logré un sobresaliente en su asignatura. Ya había aprendido a manejar a tipos de su calaña, y encima, para colmo de los colmos, el examen final que Es Dicir nos tenía preparado vino a parar a mis manos, por mediación de uno de nuestras colegas, amigo de Adolfo y mío, otro especimen de cuidado.
A., a quien también le decían S., era un rapaz barbón y con el cabello alborotado y en forma de escarola. Parecía un Jesucristo orondo, o sea, una albóndiga, que diría el amigo Abel. A. se me parecía, creo recordar, al farandulero de moda y cine, el chistosín Torrente, esto es, Santiago Segura (bueno, ahora este individuo luce mejor perfil).


A. fue compañero durante los cinco cursos de Psicología. Durante los primeros cursos nos llevábamos bien, pero a medida que fue transcuriendo el tiempo, el A. comenzó a encabritarse, se creía más listo que los demás, y chuleaba a una panda de pijillas, las cuales le seguían el rollo, alimentando su bien nutrido narcisismo. Las lerdas éstas eran tres maripuris, de cuyo nombre no me acuerdo, o sí, no importa. 


El pobre y cabroncete A. era tan feo que no sabía que hacer para acaparar la atención de ellas y de los demás. Nuestra supuesta amistad empezó a deteriorarse a raiz de algo que prefiero no contar. Un día de estos volveré a autoanalizarme para así poder desvelar la genuina verdad de esto, y de tantas cosas. En el mejor de los casos, y aunque A. y yo estuviéramos escaldados el uno con el otro (no corría la sangre al río, esa es la verdad, y ahora que lo pienso, con la distancia que dan los años, el roce no era para tanto), tuvo la gentileza y el detallazo de pasarme el examen final de Psicología Diferencial, un examen para matar a un caballo, pero que en casa y con muchos libros y apuntes logré descifrar y hacer con bien. En el examen parcial yo había obtenido un sobresaliente o un notable, no recuerdo muy bien, con lo cual la asignatura estaba chupadita. Hace falta ser tarugo para que te roben un examen del ordenador y no te enteres de la vaina. Hace falta ser muy zote, pero Es Dicir era mucho más que todo eso que acabo de Dicir, valga el pleonasmo.
Recuerdo que el examen también se lo pasamos a nuestro estimado Adolfo.


Mi otra Facultad de Psicología y de vida fue el programa de Rosa de Sanatorio (sobre el que ya he hablado en alguna ocasión, pero que quiero volver a mencionar porque viene al caso), que a altas horas de la madrugada yo escuchaba religiosamente, primero de tres a cuatro, creo recordar, y luego sufrió un cambio de horario de dos a tres (más o menos). 

José Luis Moreno-Ruiz, al que años más tarde llegaría a conocer personalmente, me deleitaba y enseñaba con las lecturas de sus poemas, versículos, versos satánicos y malditos, con las lecturas de textos tan entrañables como muchos de los que escribieran Valle-Inclán, César Vallejo, Buñuel, Artaud... 

Rosa de Sanatorio fue para mí un gran descubrimiento literario, un complemento perfecto a las bien llevadas clases de Manolo el Filósofo.

Manolo y José Luis me estaban inyectando adrenalina reflexiva, flexión neuronal, vida estimulante, sustancia impulsiva, que a la larga me abrirían las puertas de la percepción. Yo nunca he necesitado mescalina, ni LSD, ni siquiera peyote para entrar en trance y ver más allá del horizonte. Manolo y Jose Luis fueron las drogas que me impulsaron a recorrer espacios-tiempos infinitos, sendas expansivas y abiertas a otras galaxias. 

Y en las noches, mágicas y sensuales, me acompañaba, cómo no, mi amiguita del alma, mi musa, mi amigovia, mi novia astur-galaica, cuyo nombre es... No lo diré, que no se vaya a ofender mi niña y estas memorias o recuerdos dejen de tener continuidad. 


Oviedo fue para mí como un universo de radio, bibliotecas, liírerias y algún que otro tugurio nocturno: como el Tigre Juan, el Tsaciana, etc. 

De repente me he acordado de otro, H., el profesor de Etología, con pinta guay, aunque no lo era tanto. Se creía un Gorila en la Niebla. Este gachó pretendía ir de chachi y colega por la vida, ocultando quizá una profunda tristeza, un resentimiento expresado en sonrisas forzadas, gestos exageradamente histriónicos, puro teatrillo ambulante.

H. se la pasaba de a muertito, o sea, que con el mínimo esfuerzo quería conseguir grandes logros. No, amigo H., no siempre salen bien los tiros, si uno no echa toda la carne en el asador.



No en balde, H. se había chapado la Sociobiología de Wilson y Dawkins. Sí, H. era como un gen egoísta que aspiraba, en sus sueños infantiles, a ser dueño y señor de la jungla de asfalto. Por más veces que lo intentara y se examinara, al parecer nunca lograba sacar la plaza de profesor titular, pero tampoco había quien a echarlo del cosmos universitario, un cosmos cerrado y con fueros internos bien implantados. “Disculpad, pero esta pregunta no me la he chapado”, osó decirle al tribunal de oposición, como si fuera un bebé desvalido, que además contara con la protección, siempre maternal y bondadosa, del jurado examinador.



Después de todo H. me caía bien. Era un ecologista, preocupado por las especies en extinción, y siempre iba a la facultad en bicicleta. Le gustaba mucho viajar y siempre nos estaba contando anécdotas de cuando había estado en Nueva York, que si lo habían mirado mal por cruzar las piernas en el metro, que si había estado en el Parque de Doñana, en Las tablas de Daimiel, en el paraje natural de Somiedo estudiando a los asturcones... haciendo observaciones para su tesis doctoral... 



H. era algo amanerado y quizá le gustaran tanto unos como otras. A lo mejor estoy rayando la raya. No sé. Que cada cual sea lo que quiera ser. Sólo faltaría. 

Un día lo encontré en el cine con unas pintas risibles. Tenía puestas unas gafas de mosca o de abeja Malla o Maya, que le daban un aspecto más rocambolesco que el habitual. Tenía como cierto aire, sólo aire, con uno de aquellos cantantes estrafalarios de la movida. Ahora no recuerdo su nombre, ya me vino a mientes: Paquito Clavel, el del guarripop y cutreLux y aquella canción del Twist del autobús. Me parece que H. era oriundo de León.

Recorría las calles del Antiguo de Oviedo cuando me atacaba la morriña, o sentía que mi ánimo estaba por los suelos; me detenía en la plaza de la Catedral mientras mi imaginación volaba a Francia, al norte de Europa. Quería ver en esta plaza un lugar en Edimburgo, una plaza de Bélgica... Quería evadirme de aquella realidad que principiaba a asfixiarme; tenía hambre de estímulos, como un niñito hiperactivo y con la noradrenalina por las nubes. Quería volar, viajar fuera de Asturias, fuera de España... Necesitaba respirar otros aires. 



Algunos domingos, teñidos por el hastío y quizá por la resaca, bajaba por La Tenderina, que me producía cierta desazón injustificada, quizá porque me sentía algo solo y desamparado (mi musa solía irse los fines de semana a casa de sus papás, que vivían fuera de Oviedo), hacia Ventanielles en busca de mi amigo y paisano Emilio (Milín), para estirar mis neuronas abotargadas, compungidas... Era entonces cuando recuperaba fuerzas y olvidaba por un momento mis obsesivos pensamientos de viajes al final de la noche. La náusea, como a Sartre, no me abandonaba. 
Aquel primer curso en Oviedo me sentía como zafado del mundo, y era entonces cuando la ciudad se transformaba en una gran universidad. Sólo quería asistir a las clases de Gustavo Bueno, que me transportaban a un lugar más placentero que el que estaba viviendo fuera, en la calle, en aquella siniestra pensión de la calle Asturias, que abandoné por fortuna no bien acabado el primer curso. 

Sólo el profesor Bueno, en el primer curso, lograba romper mi absurdo vital. El resto de monigotes, llamados docentes, no me decían nada interesante, o me decían gilipolleces y gueyadas, como el hijoputa de Pedagogía, que se rumoraba era del OPUS.


“No se crean que estudiar es deleitarse, estudiar es hincar los codos”, nos había dicho aquel don nadie el primer día de clase. Con aquella frasecita de marras me había dejado para el arrastre. “Conmigo no valdrán cuentos, tendrán que trabajar duro... si quieren aprobar la materia”, insistía el sacerdote de secta y disciplina castrense, espartana. A mí me tenía acojonado. No lo soportaba. 


A mi amigo Adolfo también le caía como una patada en los huevos. ¡Vaya desgracia nos ha caído!, pensábamos. Y buen trabajo que me costó aprobar la materia de Pedagogía en junio, porque a Adolfo se la dejó, incluso, para septiembre. Un día, en el transcurso de una clase, digamos "magistral", puso a parir a La Naranja Mecánica, qué indecencia, qué aberración... yo en aquella época aún no conocía la película de Kubrick ni el libro de Anthony Burgess, con lo cual desconocía por donde iban los tiros, pero presto me pondría al día y sabría a qué se refería aquel Opusman.

Una compañera de clase, en aquel primer curso, me visitó hasta en dos ocasiones en la pensión, con el pretexto de que le dejara apuntes, pero yo, que estaba en las nubes, no le entendí o no le seguí el juego, y nunca supe si quería algo más que mis cochambrosos apuntes. Esta chavala no era precisamente una modelo, pero tampoco estaba nada desmerecida. Vestía de negro su rellenez. Su cara era ovalada e infantil. Una noche me la topé en la discoteca La Real y entablamos charla, me sugirió la posibilidad de ir a otro garito, pero yo, estúpido e ingenuo, le dije que estaba cansado y me fui a dormir como un panfilón. Entonces aún era joven y atolondrado. Qué tiempos aquellos, y cuántos recuerdos. 



El paso del tiempo a menudo se torna duro y sabio consejero, y comprendí que tendría que echarle agallas al tema si quería seguir sobreviviendo. El paso del tiempo ayuda a espabilar... incluso te invita a resarcirte de bromazos de mal gusto, de amores adolescentes y bobalicones, de amores que nunca fueron tales, porque no hubo correspondencia, situaciones ridículas, aparentemente desbordantes... cuando uno es joven y poco espabiladín se expone a que le corten la cabeza y encima lo apaleen sin haberlo comido ni bebido...

2 comentarios:

  1. ja,ja,ja... no sabia que a Adolfo le habia quedado pedagogia en primero..jj ja,ja le haré confensar...me he encontrado con esto por casualidad y menuda sorpresa me he llevado......ya veo que todo te va bien....Y si, en Almeria los "cielos" siguen siendo inmensamente azules....Saludos

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  2. Pues que confiese... Me alegro que también a vosotros os vaya muy bien. Y que Almería siga luciendo espléndida en su azul marino.
    Saludos para ti y para Adolfo, a quien le envié hace unos días un correo a través del facebook.

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