Publicado en Diario de León el 24 de julio de 2011.
Un niño no necesita escribir, es inocente. Un hombre escribe para expulsar todo el veneno que ha acumulado a causa de su forma de vivir falsa (Henry Miller, Sexus).
Henry Miller, un coloso de la literatura
De vez en cuando uno vuelve a Miller para alimentar su espíritu en esta época materialista y dopada, a la que sólo parece interesarle el entretenimiento y la propaganda. Y Miller es importante porque aún posee la capacidad de despertarnos. Lo que quiere, en el fondo, es conducirnos a las estrellas. Es tal su fuerza, que resulta único: “Ir más allá de uno mismo. Lanzarse al espacio, aferrarse a una escalera volante, subir por ella, elevarse, coger el mundo del pelo y levantarlo, despertar a los ángeles acurrucados en sus etéreas guaridas, ahogarse en las profundidades estelares, colgarse de la estela de los cometas.”
Henry Miller –conviene no confundir con Arthur-, es hoy un escritor casi olvidado entre el gentío del realismo sucio, el Kronen y el prozac, incluso entre filólogos y estudiantes de literatura en nuestro país. La censura, su prohibición en los Estados Unidos (donde vivió retirado y casi en la pobreza durante sus últimos años en la localidad californiana de Big Sur) y la crítica hembrista de los años setenta contribuyeron a enterrar en vida a este coloso, que inventó para el siglo XX un nuevo estilo de escritura: la exuberancia en primera persona y el tiempo presente, cuya voz valiente y revolucionaria devolvió la vida a la literatura, porque escribió con su sangre, como Gorki, tal como pensaba, tanto en el nivel consciente como en el subconsciente, con la lógica surrealista y un sabroso caos clarividente.
A Miller se le recuerda sobre todo por sus desvaríos salvajes y su bohemia, y aun por faceta provocadora y pornográfica.
“Miller fue el último lírico en inglés –escribe Umbral, nuestro Miller español-, padre de la cerveza y de los beatniks, abuelo de Kerouac y los ferrocarriles, tío carnal de los hippies y las amapolas, un Whitman que ya lo ha vivido todo… porque tenía el impulso whitmaniano de América, la juventud fúnebre de Poe”.
Miller también fue, incluso para nuestro Umbral, más que una experiencia literaria. Léanse, por ejemplo, Diario de un snob 2, Diario de un escritor burgués o Trilogía de Madrid: “Leía yo mucho a Miller en Vallecas, ediciones clandestinas de Losada con olor a nafta y huevos con panceta”. Sus pinceladas musicales también están presentes en El día en que violé a Alma Mahler: “Yo soy la soledad que toca el xilofón para pagar el alquiler”. En realidad, la prosa de Umbral, hecha de lirismo y sexo, es comestible, convulsa, onírica, pictórica y bien milleriana, acaso porque nuestro genial columnista y escritor siempre quiso parecerse a aquel filósofo libertino al que le gustaba recorrer con pasión los antros y callejuelas de París. Y que acabó haciendo de la capital francesa una deliciosa fondue o una tarta versallesca…. “¡Una ciudad eterna, París! Más eterna que Roma, más esplendorosa que Nínive. El ombligo mismo del mundo…” (Trópico de Cáncer). Algo que Umbral también ensayó con éxito desde y sobre la ciudad de Madrid.
Miller sigue siendo un maldito, como lo fuera el marqués de Sade, un transgresor, un autor contra el sistema imperante. Un tipo contradictorio bajo cuya pulsión sexual y libertinaje se esconde un místico y aun un romántico, que se forjó como escritor en las calles de París. “Las calles eran mi refugio. Y nadie puede entender el encanto de las calles hasta que no se ve obligado a refugiarse en ellas”, cuenta en Trópico de Cáncer. Y en su Primavera negra se despacha de este modo: “Nacer en la calle significa vagabundear toda la vida, ser libre… En la calle, aprendemos lo que son realmente los seres humanos… Lo que no pasa en plena calle es falso, es decir, literatura”.
En cualquier caso, este estadounidense nacido y criado en el barrio de Williamsburg, en Brooklyn, Nueva York, en el seno de una familia de clase media –“formada por nórdicos puros”-, dejó una profunda huella en toda una generación de escritores, como lo fuera la Generación beat, entre los que se encuentran Kerouac (conocido por su novela En el camino), Ginsberg y Burroughs, entre otros.
Hijo del surrealismo y la lírica de Whitman, la filosofía de Nietzsche –no en vano su primer intento serio de escribir fue un ensayo sobre este pensador- y los subsuelos psicológicos y lúcidos de Dostoievski, Miller es también un escritor épico, conocido sobre todo por sus Trópicos, el de Cáncer y de Capricornio, ambos geniales. “En Whitman cobra vida todo el escenario americano, su pasado y su futuro, su nacimiento y su muerte. Todo lo que de valor hay en América, Whitman lo ha expresado. Fue el Poeta del Cuerpo y del Alma”, escribe Miller en Trópico de Cáncer, novela que vio publicada cuando tenía más de cuarenta años en la ciudad de París, donde decidió autoexiliarse en busca de la libertad que no le procuraba por aquel entonces su país, Estados Unidos. “En ninguna parte me he sentido tan degradado y humillado como en América”, recuerda Miller en Trópico de Capricornio, que trabajó durante algún tiempo en una Compañía Telegráfica para sobrevivir. Después de sufrir penurias varias, y con el apoyo de su musa June, Miller logró hacerse escritor -lo que en verdad siempre quiso ser- y alcanzó el éxito en París, como tantos otros extranjeros por aquel entonces. En aquella época Francia, y en concreto su capital, era el lugar universal por excelencia, la cuna de los artistas.
“Entonces entendí porque atrae París a los torturados, a los alucinados, a los grandes maníacos del amor”.
Si los hombres y las mujeres dijeran sí a la vida, menuda explosión supondría para los políticos y belicistas. ¿Qué harían esos bastardos? Se acabaría la esclavitud. El dinero no serviría para nada. ¡Creación! ¡Deseo! ¡Ilustración!
Miller es como un gurú de la escritura, un iluminado y un maestro indiscutible capaz de revelarnos lo esencial.
En su prosa hay una generosidad que transfigura todo lo que toca. Lo primero que leí fue su Trópico de Cáncer, que me pareció pura dinamita.
Una beca Erasmus me hizo conocer la ciudad francesa de Dijon, escenario de esta novela.
El otro es París, ciudad en la que también he vivido.
A Dijon había llegado Miller para dar clases de inglés en un instituto, creo recordar que fue el Lycée Carnot.
Y se quedó congelado, según cuenta el propio autor, porque Dijon -doy fe- es una ciudad fría, con lago y psiquiátrico incluidos, en la que me instalé, durante algún tiempo, para cursar estudios universitarios e impartir clases de español. Un lugar sólo apto para pingüinos y lobos esteparios, y algún que otro extranjero en busca de nuevas sensaciones. “Una ciudad insignificante y sin perspectivas –escribe Miller en Trópico de Cáncer- donde se produce mostaza a carretadas”, que te hace llorar, me atrevería a añadir.
Al igual que Miller –qué osadía la de uno- también acabé trabajando en una Academia de Lenguas, Dijon Langues, donde conocí a una canadiense de Toronto, Jessica, que me descubrió a este coloso en todo su esplendor: Trópico de Capricornio; Días tranquilos en Clichy; Primavera negra; Sexus; Nexus; Plexus... Ella lo leía en lengua original. Afortunada la gachí. Jessica daba clases de inglés y era muy milleriana. También leía a Kerouac y Bukowski, y tenía un aire con la enigmática June Mansfield, de tez pálida, cabello rubio y ojos ardientes, esto es, la musa de Henry Miller, que aparece en la mayoría de sus obras –su gran autobiografía novelada- como Mona en Trópico de Cáncer, como Mara, incluso como Mona, en Sexus; Nexus y Plexus, o como Hildred en Crazy Cock. También a ella (June) está dedicada su novela Trópico de Capricornio, una auténtica confesión, que eriza los vellos del alma.
A través de Jessica, rayada de ensoñación y nieve derretida en el lago Kir, Miller me supo a emoción perfumada, feromónica, excitante. Y me tragué toda su prosa vitalista y autobiográfica, que me supo a pan bíblico, como me dijera en una ocasión el oscarizado Gil Parrondo.
A partir de ese momento decidí que este autor sería, al menos para mí, uno de los más grandes escritores que ha dado el siglo XX, aunque esto no deje de ser una apreciación subjetiva. No en vano, Henry reivindica a algunos de los maestros de la literatura como Rimbaud, al que le dedica un magnífico ensayo, El tiempo de los asesinos. Además de un escritor fuera de lo común, con una voz tan personal que revolucionó el mundo, Miller es un filósofo y un poeta que analiza la realidad de su tiempo y nos la devuelve cargada de lirismo y de luz.
Entre sus obras maestras cabe destacar asimismo El Coloso de Marusi, que escribió en 1941, con motivo de un viaje a Grecia, invitado por el escritor Lawrence Durrell. "Mi amigo Durrell me esperaba en Atenas para llevarme a Corfú… Antes de ver el país, ya estaba enamorado de Grecia y de los griegos. Me di cuenta con antelación de que eran gente cordial, hospitalaria", escribe Miller en las primeras páginas de este libro, que tal vez sea uno de los mejores libros de viajes que haya leído.
Con El Coloso de Marusi, Miller nos hace amar la sensualidad y la luz griegas en toda su magia. "La tierra griega se abre ante mí como el Libro de la Revelación". "La luz de Grecia abrió mis ojos, penetró en mis poros, dilató todo mi ser". La próxima vez que viaje a Grecia, prometo hacerlo con el Coloso bajo el brazo.
Leer Trópico de Cáncer sí es adentrarse en la literatura, impregnada de saber, aunque mejor sería decir en la vida, brutal y emocionante. Si me apuráis, Trópico de Capricornio es aún más redondo que el de Cáncer. La verdad es que Miller se hubiera consagrado como autor con sólo escribir un trópico, pero escribió mucho y rico, que dirían nuestros parientes hispanos.
Comenzó a escribir con la misma pasión y avidez con que había vivido.
El escritor necesita dedicar todo o casi todo su tiempo, esto es su sangre, a escribir. Sin embargo, es fundamental entregarse a la vida, viajar, conocer... como también hiciera Rimbaud, que ya jovencito dejó de escribir para viajar por el mundo “alante” y vivir.
Miller es un fenómeno en su hacer literario y vital, que tuvo la gran suerte de codearse con Anaïs Nin, otra musa brillante y cautivadora. A decir verdad, las memorias de Anaïs son delicias que ya las quisiéramos muchos, pero es que la Nin no era ninguna moralista y hacía lo que le venía en gana. Ambos disfrutaban de los instantes, de la vida y del sexo.
El indestructible idealista, que también nació como Jesucristo en Navidad, es un descubrimiento, una bendición que algún día, a lo mejor, me inspirará para componer mi sinfonía del Trópico.